Sí, quise ser Simone de Beauvoir.
Lo confieso este 14 de
abril en que se recuerda un aniversario más de su muerte. He contado otras veces
que pocas cosas me emocionaron más que el permiso de mis padres, cuando cumplí
doce años, para leer todo lo que quisiera de la biblioteca de la casa, la de
los adultos. ¡Todo lo que quisiera! ¿Se imaginan qué maravilla? Así que me
lancé a leer sin orden pero con pasión lo que me resultaba más atractivo en ese
momento: Cortázar y Roberto Arlt del lado de los argentinos, Arthur Miller y Tenesee
Williams por el lado del teatro (en esa época pensaba que sería actriz), en una
genial colección que publicaba Losada, Alfonsina Storni (por aquello de que se
había suicidado frente al hotel que mi bisabuelo tenía en La Perla), Horacio
Quiroga porque en la escuela no nos dejaban leer más que los Cuentos de la
Selva… En fin, me volví una lectora tan caótica como he seguido siéndolo a lo largo
de los años. Sospecho que entendía poco de las páginas y páginas que devoraba,
pero como sabemos (Sylvia Molloy lo ha explicado mejor que nadie) “el lector” y
“el escritor” surgen también de una pose. Y a mí, esa pose –la de la chica que
lee trepada a las ramas de algún árbol, o tirada en el sillón del living- me
encantaba.
Pero llegó el verano de 1974 con mis catorce años y un
aburrimiento feroz. Me aburría como uno sólo se puede aburrir en la
adolescencia: con todo el cuerpo. Me aburría en el club, me aburría en casa, me
aburría con la gente, me aburría sola… Fue entonces cuando mamá bajó de uno de
los estantes “Memorias de una joven formal”. ¿Astuta, mi madre, no? Pasé del
aburrimiento a la obsesión: yo quería ser como esa chica y estudiar y leer y
escribir y discutir de filosofía. Aunque “El segundo sexo”, que leí varios años
después, fue clave para mí como para todas las mujeres desde que se publicó,
siempre preferí su obra narrativa: “La invitada”, “Los mandarines”, “La mujer
rota”, “Una muerte muy dulce”, “La ceremonia del adiós”
París estaba lejos, yo nací cuando Simone tenía más de
cuarenta años, no me interesaba demasiado Sartre, pero el puente que mi
madre tendió entre ella y yo fue de complicidades absolutas, de un compromiso
con las mujeres que no necesitaba de etiquetas entonces ni las necesita ahora,
de amor por las palabras.
Sí, confieso que quise ser Simone de Beauvoir.