Quienes me conocen saben que soy llorona. Y cada vez más. Hay
días en que llorar es también una manera de recordar. Hoy comí con un grupo de
amigas y brindamos por la vida, “Lejaim”, dijimos, como le gustaba decir a mi
mamá. Brindamos porque murió hace pocos días Delia Ferreyra, una de las madres
más queridas del exilio. El brindis y las lágrimas fueron nuestra manera de acompañar
a Marta en su tristeza.
Cuando llegué a casa me enteré de que acababa de morir Biko,
el gato consentido de nuestra Vicerrectoría, el que, bautizado con el nombre
del luchador por los derechos humanos, había hecho de nuestras oficinas su
hogar. Volví a llorar, claro. Porque no saldrá mañana a recibirnos, porque no
se tirará frente a la puerta a tomar el sol del mediodía, y porque cuando
nuestra nieta llegue y pregunte con su vocecita maravillosa ¿Biko? ¿Biko? no sabré
qué decirle.
Quienes me conocen saben que también me estoy volviendo
cursi. Llorona y cursi. Insoportable. Pero era obvio que me iba a pasar: pensar
en mamá, en sus gatos que siguieron durante mucho tiempo buscándola en su
taller; en Tobías que acompañó los primeros años de mi hija en un pueblito del
norte argentino y un buen día decidió irse. Chau. Se fue. Cambió de vida. Y yo
supe que era el momento de agarrar a mi nena, mis libros y mi mochila y salir
también a buscar otra vida.
En la mañana leí una hermosa frase de Heine que dice que el
libro es la patria portátil de los judíos. ¿Será que la “maletita de los
afectos” de la que tanto me gusta hablar no es más que la patria portátil que me
ha acompañado durante toda la vida?
Y de gato en gato, de recuerdo en recuerdo, de hogar en
hogar, llegué al genial Ulises, hermano del alma de mi perra Lola, que suele
preferir, por sobre todos los lugares del mundo, acurrucarse en la almohada de
Mariana para velar su sueño.
Y a la pequeña Nina que llegó para enseñarnos a
todos que la rebeldía y la independencia son los únicos valores de su
adolescencia felina.
Lejaim.