Sí, para qué ocultarlo a esta altura de la vida: he sido
siempre una nerd (creo que lo sigo
siendo). Estudiaba como loquita, sacaba buenas calificaciones, me aterraba el
destrampe, me aburría en las fiestas y mi lugar favorito era donde pudiera leer
en paz (todavía es así). En fin: in-so-por-ta-ble. Pero, eso sí: abanderada.
A
diferencia de lo que le pasó a mi papá que por ser el más petiso de su clase no
pudo desfilar en 5to año como abanderado por las calles de Trenque Lauquen, y
en su lugar lo hizo un zapallo de 1.80, se ve que en mi escuela no
discriminaban por la altura, así que hicieron caso omiso de que yo a los doce
años apenas llegaba al metro 40, me pusieron la banda celeste y blanca (que
obviamente me llegaba hasta las rodillas) y calzaron la bandera. No sé qué
recuerdo más, si el orgullo que me daba ser abanderada -más bien la felicidad
que me daba que mi mamá me mirara con orgullo-, o lo difícil que era subirla y
bajarla de la banda. Tocan el himno: subirla. Habla la directora: bajarla. Y
ahora a cantar Aurora: subirla. Los de primaria van a bailar el Pericón
Nacional: bajarla. ¡Pucha digo! Cuando leí Un
comunista en calzoncillos de Claudia Piñeiro recordé esos sábados o domingos
en que teníamos que volver del club para que yo me pusiera el guardapolvo, los
mocasines negros bien lustrados y las medias tres cuartos azules, y fuéramos al
patio del colegio a congelarnos. No sé si ustedes son conscientes de que todas
las fiestas patrias argentinas caen en invierno: 25 de mayo, 20 de junio, 9 de
julio. Vocación por el frío tenían nuestros héroes.
Pero yo que además de nerd
siempre he sido cursi, me sentía la reencarnación de la patria. Sólo me faltaba
el gorro frigio. Y sí, soy capaz de llorar cantando el himno. Sobre todo si lo
toca Charly García. O viendo a los chicos de la película “La deuda interna”
sacudiendo la banderita “made in China” durante el Mundial del 78. Y también
soy capaz de putear a los que creen que el himno y la bandera son propiedad de “la oligarquía”, “las fuerzas armadas”, “los
fachos”. ¿Por qué tendríamos que darles el monopolio de los símbolos? Aclaro
que con La Internacional también “se me pianta un lagrimón”. Lo aclaro por las
dudas. Nunca falta el suspicaz, ¿verdad?
Todo esto es para contarles que mi “nerdez” y mi cursilería
llegaron conmigo a México, y que para mí no hay mejor vista de esta entrañable
ciudad que la que tengo cada mañana al doblar por 20 de noviembre, de camino al
Claustro, y ver a lo lejos, sobre la plancha del Zócalo, la enorme bandera que
allí ondea. Así que: feliz 24 de febrero para todos nosotros, los que creemos
que los símbolos no tienen dueño, y si lo tienen somos nosotros: los de a pie.
Buen momento para recordar la anécdota del niño criado en el exilio, que cuando
sus padres regresaron a Argentina alguien le preguntó: ¿Sabés el himno? Claro,
contestó, “Argentinos al grito de guerra…”.