Cuando tenía 5
años, mi mamá me mandó, con vestidito verde de terciopelo, cadenita y medalla
con mi nombre -"Sandra"- garigoleado, y zapatos blancos de Les Bebes,
a la fiesta de una compañerita de la escuela. Regresé con toda la medalla
mordida porque no supe qué otra cosa hacer con tanta gente –grandes y chicos-
alrededor. Desde ese momento sé bien cuál es mi “coco”: me faltan lo que suelen
llamarse “social skills”. Claro que con los años he aprendido a desenvolverme
con más o menos pericia en esas situaciones que desde días antes me provocan
una angustia brutal: fiestas, comidas, reuniones de todo tipo. No saben la
cantidad de veces que he pensado en preguntarles a mi “compañeros de diversión”
si no tendrían problema en que yo me pusiera a leer, por ejemplo. Pero no me
animo. Creo que les molestaría. (Fíjense que no se ve mal que la gente se la
pase clavada en su teléfono mientras otros charlan entre sí, pero sí si sacas
un libro. Ergo: ya he empezado a leer tímida y disimuladamente en mi iPhone
cuando estoy rodeada de gente. Tengo ahí unas novelas geniales. ¡No se lo
cuenten a nadie, por favor!). Si supieran que para mí la escena ideal es la de
los silencios compartidos… ¿No les parece maravilloso estar leyendo junto a la
gente querida, cada quien su libro, y
cada tanto levantar la cabeza para hacer algún comentario? No hay nada mejor
que esa complicidad.
En fin, soy un
horror, lo reconozco: me aburro con muchísima facilidad en situaciones
sociales. O me angustio. O las dos cosas a la vez.
Ya no me cuelgo nada
“mordible”, por las dudas, pero sigue dándome culpa la violencia dental que
recibió esa pobre víctima de mi poca capacidad para las relaciones públicas.
Y si por
casualidad están planeando hacer alguna fiesta, ¿sería mucho pedir que pusieran
un “rincón de lectura”?