Leo, veo, escucho con horror las historias de esta semana: el asesinato de jóvenes en Santa Bárbara, los muertos en el Museo Judío de Bélgica, las muertes de niños y adolescentes víctimas de bullying en este país, el triunfo de Le Pen, el cura pederasta de San Luis Potosí... y recuerdo a Fernando Pessoa: "Si el corazón pudiese pensar, se pararía".
En poco más de un mes se cumplirán veinte años del atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina, que costó la vida a más de 80 personas. Comparto con ustedes este texto que escribí hace ya algún tiempo y que tiene que ver con los brotes de antisemitismo y de intolerancia de todo tipo. Tal vez venga al caso. Tal vez...
¿Por
quién suena cada lunes el shofar?
Sandra Lorenzano
…está sonando por ti
El 18 de julio de 1994,
a las 9:53 de la mañana, algo cambió en nuestra historia
para siempre. Una camioneta blanca se estrelló contra el edificio de la Asociación Mutual
Israelita Argentina (AMIA), en pleno centro de Buenos Aires, provocando la
muerte de 85 personas – de las cuales 67 estaban dentro del edificio, y las
demás pasaban cerca -, que fueran heridas unas 300 más y que el edificio
quedara destruido. Fue el mayor atentado terrorista de la historia argentina. Las
investigaciones señalan los lazos del gobierno de Carlos Menem y Hezbolah. Hoy,
en las paredes de la nueva sede, los nombres de las víctimas son una marca en
la memoria de todos. También en la banqueta, si uno camina por la calle
Pasteur, puede encontrar pequeñas placas de bronce con un nombre y una fecha.
Como en aquella obra sobre la memoria que Christian Boltansky hizo en las
calles de Berlín. No fue un artista quien las puso aquí. Fueron las familias.
Fueron los vecinos de ese barrio en el que conviven judíos y coreanos,
tucumanos y paraguayos, comerciantes y estudiantes, médicos y empleados del
Hospital de Clínicas, y de los pequeños cafés y negocios. Un barrio que si
estuviera en otra ciudad menos acostumbrada a las migraciones internas y
externas sería considerado un “experimento multicultural”. Allí es simplemente
una parte del “Once”. A 16 años del atentado, la memoria y el reclamo de
justicia quieren permanecer intactos. Y porque somos hijos de una misma sangre
y nuestras historias no son tan distintas, porque la solidaridad quizás sea aún
posible, uno de los oradores invitados a la ceremonia es el juez Baltasar
Garzón.
El 18 de julio de 1994 fue lunes. Y desde entonces, todos los lunes un
grupo de gente se reúne frente a los Tribunales para recordar a las víctimas
del atentado a la AMIA
y exigir que se haga justicia en un país que poco a poco empieza a cambiar su
perfil (un paréntesis para celebrar dos hechos históricos sucedidos esta
semana: la aprobación del matrimonio entre personas del mismo sexo – una de las
consignas de la lucha fue “A igual amor iguales derechos” y convirtió a la Argentina en el primer
país del continente en tener este tipo de legislación – y el nuevo juicio a
Jorge Rafael Videla). El inicio de la ceremonia de los lunes lo marca el shofar con su sonido antiguo y
desgarrador. “Memoria activa”, la asociación que promueve esta ceremonia del
recuerdo, me invitó hace ya muchos años a hablar una mañana. Me gustaría
compartir con ustedes lo que dije en ese momento, tan conmovida y sacudida como
lo estoy hoy:
Soy de la raza del libro con que se construyen las moradas, escribió
Edmond Jabès dueño de ninguna patria, dueño de todas las voces y de la mirada
oblicua de la extranjería. Los libros, las palabras son la morada, aquello que
nos protege de la intemperie, que nos da asideros ante el dolor, aquello que
hace que no sea grito permanente el desgarramiento. Suelo arroparme con
palabras, buscar su tibieza en el desamparo, su rostro familiar ante lo
desconocido. Suelo buscar en las palabras la protección que la realidad tantas
veces nos niega. Quizás por eso empecé con esa frase de Edmond Jabès. Porque
también para mí la patria está en los libros, aunque por supuesto hay lugares
en el mundo que me duelen más que otros, lugares donde cada noticia del diario
se me hace carne, donde cada mañana en la plaza es una marca para siempre.
Entre esos lugares está el que eligieron hace más de un siglo mis abuelos para
fundar una vida, para que crecieran sus hijos y los hijos de sus hijos mientras
el mundo fuera mundo y las estirpes condenadas a cien años de soledad nacieran
sólo con las huellas de la memoria. “Y fue por ese río de sueñera y de barro”,
dice un verso entrañable; un río maravilloso y atroz, origen y final para
tantos. Llegaron cantando en idiomas que ya no recordamos, con la nostalgia
grabada para siempre en las pupilas. Pero la historia parece tantas veces
desconocer los deseos y los amores, los anhelos antiguos de aquellos
inmigrantes, y el mundo siguió siendo mundo y las estirpes siguieron condenadas
a los desencuentros. Como dijo el poeta, “cumplida no fue su joven voluntad”;
no fuimos felices como ellos lo soñaron, no nos cubrió un cielo protector, no
siempre supimos del amor y de la risa, no pudimos dejar que nuestras raíces
crecieran en paz, ni las nuestras ni las de los hijos de nuestros hijos. Y
vamos por el mundo con nuestro hogar a cuestas y un determinado brillo en la
mirada, o una cierta cadencia en el habla que muestra ese lugar que nos duele
más que otros. “Tengo un dolor aquí del lado de la patria”, escribió la
uruguaya Cristina Peri Rossi. Pero a pesar del horror, de la muerte, de los
infinitos exilios, a pesar de haber atravesado el siglo más terrible de la
historia de la humanidad, a pesar del humo que ahuyentó a los pájaros de Buchenbald,
como lo cuenta Jorge Semprún, del ruido ensordecedor que nos cubrió un día
cualquiera de agosto del 45, a
pesar de los 30 mil árboles truncados que nunca crecerán en nuestros bosques, a
pesar de las ausencias que cubren el aire, de no haber podido cumplir aquel
viejo sueño, a pesar de julio del 94, estamos aquí diciendo presente, exigiendo
justicia, convocando con el shofar a aquellos abuelos del principio de los
tiempos, compartiendo con ellos nuestras palabras, nuestras moradas. Y es así
simplemente porque tenemos memoria, aunque tantas veces quieran borrarla por
decreto, cancelarla con enmiendas y con leyes. La memoria nos salva del ahogo,
nos convierte en militantes de la vida, nos permite que estos lunes en la plaza
sean también una charla cercana, íntima, con nuestros muertos queridos, una
charla íntima que alguien llamó testimonios, aunque sepamos que nadie puede dar
testimonio sino el testigo y que los verdaderos testigos son en realidad aquellos
que no están. Y sin embargo es por ellos que tenemos la obligación de seguir
hablando, de seguir recordando, de seguir dando nuestro imposible testimonio. Porque
sabemos que el antónimo del olvido no es la memoria sino la justicia. Por eso
salimos de nuestras moradas acompañados por todos: por los que están y por los
que no están, por los que fueron y serán, por los siglos de los siglos. Así
sea.