Hace un par de meses se publicó en la Argentina este libro de cuentos de fútbol escritos por mujeres. La querida Claudia Piñeiro me invitó a participar, y quiero compartir con ustedes el relato que escribí entonces. Ojalá les guste.
Hoy, 38 años después del Mundial del 78, sigo mirando por televisión, con emoción y con dolor por la distancia, las imágenes de la gente celebrando, pero ahora sí aquel -la Argentina- es también mi país y estoy orgullosa de que así sea. Mi orgullo -no tengo dudas- es argenmex.
El Mundial y la patria
Sandra Lorenzano
Para Mariana
1.
A los catorce años odiaba a mis padres.
No sé si escribirlo así, en pretérito imperfecto, o mejor en
indefinido:
A los catorce años odié
a mis padres.
Porque no es que de a poco mi amor infantil, aquel que me hacía
pensar que eran los mejores del universo - aunque tal idea ya venía un tanto
maltrecha por un par de enfrentamientos que tuvimos cuando yo tenía trece -, se
hubiera ido diluyendo lentamente a consecuencia de la mezcla explosiva entre
mis hormonas y su intransigencia (reconozcámoslo, no hay padres no
intransigentes durante la adolescencia de sus hijos. Aun los más liberales,
alivianados y buena onda, tienen de pronto sus quince minutos, no de fama, sino
de autoritarismo. Lo siento: no hay quién se salve). Podría haber sido así, no
hubiera resultado raro. Pero no lo fue.
Lo nuestro - mejor dicho: lo mío, mi odio - tiene fecha: 9 de
julio de 1977. Día patrio, pensarán quienes conocen algo de historia argentina.
En aquel país era día patrio, sin duda; pero no en el aeropuerto de Madrid
donde acabábamos de aterrizar mi madre y yo.
¿Mi padre? Nos habíamos despedido de él en secreto esa madrugada,
en la casa de la abuela. Me abrazó. “Tenés que cuidar a mamá. Vas a ser el
hombre de la casa”. Ante mi gesto - curiosidad, enojo, tensión, todo junto -
agregó: “Yo los alcanzo enseguida, petiso, no te preocupes.” Desde chiquito me
decía “petiso”, no Mati, ni Mat, ni Matías, como me decía todo el mundo.
“Petiso”. En ese momento me hizo menos gracias que siempre. “¿Cuánto es
enseguida, pa?” Mamá y la abuela lloraban. Yo también lo abracé. “No tardes
mucho”.
No volvimos a verlo. En el año 77, “enseguida” podía significar
una eternidad.
2.
“Así se prepara Argentina para el Mundial de futbol”, decía en el
telediario el conductor de la noche. Ya saben cuál: el de los anteojos
cuadrados y el bigotito a la antigua. Prendíamos la tele a las nueve y
mirábamos un rato las noticias mientras cenábamos. Después cada uno se
encerraba en su cuarto. Mamá casi siempre a llorar. Yo leía, o fumaba mirando
el pedazo de cielo oscuro que se veía desde la ventana. A veces rasgueaba un
rato la guitarra, o ponía la radio, bajita. Y la odiaba.
“Es el Mundial de la dictadura, Mati. Son unos hijos de puta.”
La acompañaba a las marchas, y a las reuniones con los compañeros.
Me importaba saber qué noticias había de papá. Había dicho “Los alcanzo
enseguida, petiso”. Todavía no habían encontrado el cuerpo, por eso pensábamos
que podía aparecer en cualquier momento. A él también lo odiaba.
Repartíamos unos volantes que decían “¿Jugar al futbol en un campo
de concentración?” Igual me sabía de memoria los nombres de los jugadores:
Fillol, Passarella, Tarantini, Ardiles, Bertoni, Houseman, Kempes. “Es el
Mundial de la dictadura, Mati. Son unos hijos de puta.” Pero yo recitaba un
nombre tras otro como una letanía. “¿Cuánto es enseguida, pa?” Soy el hombre de
la casa.
Mamá fue tajante: “Acá no vamos a hacerle el juego a los milicos.
Nada de futbol, Mati”. ¿Querer ver un partido era traicionar a mi padre? Y
mandarnos solos a España, ¿qué era? “Encima seguro que están todos los partidos
comprados”, decían los compas en las reuniones. “Che, ¿no vamos a conseguir un
televisor para ver juntos el Mundial?”, preguntó el Santiagueño. Las miradas de
todos se clavaron en él con odio. Yo hubiera querido decir algo para apoyarlo,
pero cuando tenés quince años a nadie le importa lo que pienses o digas. “Bueno, era una pregunta nomás”.
También los odiaba a ellos. Y a la Argentina. A todos. Hacía casi
un año que me la pasaba tratando de olvidarme de que tenía un país. “Un país de
mierda”, decía mi vieja.
Casi un año, pero todavía me equivocaba cuando trataba de
pronunciar la c y la z. “Cassshate argentino”. Que siguieran con las bromas. En
poco tiempo nadie se iba a dar cuenta que no había nacido acá. Ya hasta había
elegido el lugar exacto: Getafe. Sí, señor. “De Getafe, macho”, diría cuando
algún idiota me preguntara de dónde era.
No necesitaba para nada a aquel país de mierda, ni al futbol, ni a
mi viejo.
3.
Me acuerdo exactamente lo que hice durante cada uno de los
partidos. Bueno, no es tan difícil recordarlo: me encerré en mi cuarto con un
porro cada vez. Con un
porro y con Pink Floyd. For long you live
and high you fly / but only if you ride the tide / and balanced on the biggest
wave / you race towards an early grave.
2 de junio: Argentina 2 - Hungría 1
6 de junio: Argentina 2 - Francia 1
10 de junio: Italia 1 - Argentina 0
14 de junio: Argentina 2 - Polonia 0
18 de junio: Argentina 0 - Brasil 0
21 de junio: Argentina 6 - Perú 0
¿Estarían de verdad comprados? ¡Pero si alguno hasta lo perdimos!
Pero yo no podía alegrarme. No debía alegrarme. Era el Mundial de los milicos.
Igual me hubiera gustado estar allá, abrazar a los pibes del colegio en cada
gol. “Vamos, vamos Argentina, vamos vamos a ganar...”. Mejor no pensar. No acordarse. Breathe, breathe in the air, canta Roger Waters. Respiro hondo.
Me hubiera gustado estar allá.
No hay allá.
4.
25 de junio. La final: Argentina-Holanda. El Monumental a punto de
reventar. No cabe un alfiler. Estoy en el café de la esquina de la plaza. No,
no entro. Siento que traicionaría a mi padre si me siento a ver el partido. ¿Él
lo estará viendo? Miro por la ventana. Los papelitos que tiran desde las
tribunas. Las banderas. Me sube un calorcito que es a la vez de emoción y de
dolor. Estoy lejos y aquel no puede ser más mi país. ¿De verdad son todos
cómplices? Mejor me olvido del futbol, de la dictadura y de todo. No quiero
volver a casa. Camino. ¿Adónde? Voy bajando por San Bernardo para el lado de
Atocha. No pienso subirme a ningún tren, pero me gustan las grandes estaciones.
A lo mejor porque me provocan algo parecido a lo que estoy sintiendo. Un poco
de incertidumbre, una sensación de indefensión, de deseos de escapar adonde
sea, algo de angustia. ¿Dije que me gustaba? Ustedes entienden de qué hablo,
¿no? Es un poco como sentarse a mirar el mar. Puedo dejar de pensar y que el
vaivén de gente y voces me lleve lejos.
¿Cuánto tiempo pasé así? ¿Ya habría terminado el primer tiempo?
País de mierda. Lo odio. Pero se acabó. Para mí se acabó.
“Hola”, dice alguien. Dos ojos negros y brillantes sonríen frente
a mí. Debe llamarse Amina o Laila o Soraya. Y seguro no tiene más de trece o
catorce años. Me toma de la mano y la
sigo. Quiero explicarle que no tengo dinero, que hay un partido de
futbol, que mi viejo prometió que venía enseguida. Y que yo tengo quince años y
pánico de estar con una mujer, aunque sea casi una niña, como ella. ¿Vale la
pena decirle todo?
Apenas habla castellano. “Me llamo Carmela”, me dice y yo decido
creerle. “¿Y tú?”. “Javier”, miento con una jota tan castiza como me sale. Ella
decide creerme. Llegamos al cuartito que comparte con otras chicas ¿Marroquíes?
¿Gitanas? Hay poca luz, en algún rincón duerme un bebé. Carmela cierra la
cortina que separa su cama del resto. Me dejo acariciar. Cierro los ojos.
Kempes y los papelitos y las banderas y los milicos y el monumental y mis
viejos. Los odio.
“¿De dónde eres, guapo?”
“De Getafe.”
“También yo.”