"Quien no fue mujer ni trabajador cree que el pasado
fue un tiempo mejor", María Elena Walsh
Sólo el 1% de la tierra escriturada del mundo tiene como propietaria a una mujer. En promedio, las mujeres ganan 17% menos que los hombres en trabajos de tiempo completo. 85 millones de niñas en el mundo no pueden ir a la escuela y el 67% de los analfabetas del mundo son mujeres (datos de Ana Francisca Vega). Por datos como éstos -y muchos otros igualmente atroces- y porque hace tiempo que le perdí el miedo a las palabras, soy feminista:
Soy feminista porque considero que, aunque hemos avanzado mucho como sociedad en términos de equidad, aún hay fuertes desigualdades entre hombre y mujeres, y considero que es mi compromiso y mi obligación seguir luchando para que desaparezcan.
Soy feminista porque quiero que todas las mujeres puedan estudiar y desarrollarse.
Soy feminista porque quiero que puedan disponer y disfrutar de su cuerpo libremente sin pensar o sentir que ningún hombre, ideología o institución, puede apropiarse de él sin su consentimiento.
Soy feminista porque estoy convencida de que las mujeres y los hombres pueden reinventar juntos su identidad y su modo de relacionarse.
Soy feminista porque no deseo que nadie sea víctima de la violencia o la discriminación sexista.
Soy feminista porque no quiero que ninguna mujer viva con miedo dentro o fuera de su casa.
Soy feminista porque hay millones de niñas en nuestro país que nunca tendrán la oportunidad de salir de la pobreza.
Soy feminista porque los feminicidios cubren de sangre este México nuestro.
Soy feminista porque creo en las complicidades femeninas y la “sororidad”
Soy feminista porque creo que sólo con la inclusión de las mujeres y el respeto a sus derechos lograremos construir un mundo mejor.
Soy feminista porque sé que en todas las clases y sectores sociales hay mujeres poniendo su energía y su creatividad para que la realidad sea cada vez mejor para todas.
Soy feminista porque me sorprenden y me enorgullecen las ideas de las más jóvenes.
Soy feminista por la lucha cotidiana de mi madre y de todas las madres de este país.
Soy feminista por los sueños de mi hija y de todas las hijas de este país.
Soy mujer y eso es lo único que importa ahora…
Sandra Lorenzano
Mi nombre es Esther pero eso no importa. Soy zapatista pero eso tampoco importa en este momento. Soy indígena y soy mujer y eso es lo único que importa ahora. Comandanta Esther, en la Cámara de Diputados, el 28 de marzo de 2001.
Me pidieron que hablara de mi experiencia personal. Si miro a mi alrededor, tengo que reconocer que pertenezco a un mundo privilegiado. Eso me obliga a abrir los ojos, a salir de mi caparazoncito protector, a ser consciente, a hablar desde la responsabilidad y la ética. Por eso cuando me pidieron que hablara de mi experiencia personal, pensé que lo que valía la pena era compartir con ustedes aquello que el mundo me enseña cada día. Las luchas, los dolores, las esperanzas de esas otras mujeres de las que aprendo cada día.
1.
Espacios vacíos. Objetos abandonados. Blanco y negro en algún cuerpo que apenas alcanza a distinguirse sobre la tierra. Ropa tirada. Polvo. Tierra reseca. Soledad y más soledad.
Cada imagen es un golpe en la boca del estómago. Un golpe a la conciencia. Ganas de gritar. De llorar. De abrazarlas. El horror de la violencia hacia las mujeres condensado en unas pocas fotografías. Las tomaron ellas mismas. Las mujeres golpeadas, las mujeres violadas. Las que lograron salir con vida.
Alguien pensó que una cámara fotográfica podría ser un buen instrumento de reconstitución del espacio íntimo, de la autoestima. Un modo de recuperar el propio rostro ante el espejo, la propia piel, la mirada. Un camino para recuperar la dignidad.
Y nació así un taller de fotografía que invitaba a las mujeres a hablar por medio de las imágenes. Porque a veces las palabras huyen ante tanto dolor y no hay modo de decir lo que se siente. No hay palabras para la impotencia, la furia, la tristeza. No hay palabras para la ignominia.
El proyecto podía haberse realizado en cualquiera de los estados de nuestro país. Poco importa dónde. La violencia es la misma en prácticamente todo el territorio nacional.
Las sobrevivientes tomaron una cámara en sus manos y nos cuentan una historia. Su historia.
¿Son imágenes de la frontera norte donde las mujeres mueren a manos del desprecio, del machismo protegido por leyes no escritas? ¿O quizás de la frontera sur donde las mexicanas y las migrantes son objeto de brutales persecuciones y crímenes?
Las sobrevivientes tuvieron una cámara en sus manos. Se llaman Gabriela, o Laura, o Noemí. Vemos espacios vacíos. Objetos abandonados. Blanco y negro en algún cuerpo que apenas alcanza a distinguirse sobre la tierra. Ropa tirada. Polvo. Tierra reseca. Soledad y más soledad.
2.
Rosario ha perdido ya varios embarazos. Por la mala alimentación, le han dicho en la clínica a la que llega después de varias horas de caminata. Por el trabajo duro. Ella ve que su hermana, su cuñada, sus primas, sus amigas, trabajan tan duro como ella, se alimentan con las mismas tortillas y los mismos frijoles. Por eso se cuida tanto esta vez. Manuel es bueno con ella. La ayuda a cargar las cubetas de agua. Se lleva desde temprano la comida a la milpa. Ella se queda en la casa cuidando las gallinas, cuidando el cochino. Hasta le da tiempo de tejer un rato la chambrita verde agua que empezó el jueves. Esta vez sí verá nacer a su hijo. Está segura. Ese día su madre pasa por ella. “Vente Chayo, vamos a misa. Hay que pedir por el bebé. Mi comadre Matilde ya está allá”. Es 22 de diciembre de 1997. ¿Cómo imaginar entonces que la pequeña iglesia será asaltada por los paramilitares? ¿Cómo imaginar que Rosario y su madre serán asesinadas juntos a otras cuarenta y tres personas? En la iglesia. Mientras rezan.
Los habitantes de Acteal pasan la más triste de sus navidades.
Alguien dice al despedir los cuerpos: “Ellos, nuestros padres y madres, harán que se cumpla el sueño de la justicia. Su sangre regará nuestro suelo, nuestra milpa, nuestra casa, para que la paz amanezca y brille la justicia”.
3.
“Esa tarde, Paloma salió muy guapa a la escuela. Pero ya no regresó. Tenía la ilusión de estudiar, de ser alguien. Su desaparición me cambió la vida.”, dice Norma Ledezma, coordinadora del grupo Justicia para Nuestras Hijas.
La madre de Yesenia llora ante la cámara. A la de Claudia se le quiebra la voz. Julieta. Gloria. Irene. Silvia. Miriam. Son los nombres de algunas de los cientos de mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Las madres piden justicia. “Nuestras hijas de regreso a casa”, “Mujeres de Juárez”, “Ni una más”, son los nombres de algunos de los grupos que luchan contra el brutal feminicidio. Hay películas, libros, canciones, poemas, obras de teatro. ¿Y justicia?
Escribe Marisela Ortiz, fundadora de “Nuestras hijas…”, “En Ciudad Juárez desaparecen mujeres y no se vuelve a saber más de ellas, a menos que sus raptores decidan hacer aparecer sus cuerpos sin vida y con evidencias claras de haber sido brutalmente torturadas y asesinadas, violadas de manera tumultuaria y arrancadas partes de su cuerpo o quemadas. Es un dolor terrible para esta sociedad. ¿No hay nada que mueva a quienes pueden hacer algo al respecto?”
Ser mujer en Ciudad Juárez es más peligroso que en otro lugares del país. Allí la violencia deja su marca, desde hace años, sobre los cuerpos femeninos. Cuerpos desechables, cuerpos prescindibles en el aparato productivo, cuerpos borrables del imaginario social, cuerpos disponibles para los “más hombres”. ¿Qué es finalmente una mujer? ¿Qué es una mujer si además es pobre? ¿Qué es sino un territorio para que el poder disponga de él a su antojo?
Los crímenes siguen sin aclararse. Y como la impunidad genera más impunidad, continúan apareciendo cadáveres. La misoginia llevada al más aterrador nivel de crueldad sigue alimentándose de cuerpos de mujeres de la frontera. ¿Cómo entender el horror de una sociedad que escribe la violencia, la intolerancia, la prepotencia en los cuerpos de sus mujeres?
Pero ese horror, lo sabemos, no reina sólo en Juárez. Los datos de nuestro país son aberrantes. Vergonzosos. Dolorosos. El Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio señaló que entre 2009 y 2010 hubo un total de 1,728 homicidios dolosos de mujeres en 18 estados de México. El 53 por ciento de las agresiones corresponden a mujeres de entre 21 y 40 años de edad, el 57 por ciento de los cuerpos fueron encontrados en la vía pública y el 60 por ciento tenía severas marcas de violencia. Asesinadas por el solo hecho de ser mujeres. ¿Dónde? ¿En Chihuahua? ¿En el Estado de México? ¿En Oaxaca? ¿En Guerrero? ¿En Tamaulipas? El territorio del machismo y la impunidad es vasto. Oscuro.
¿Quiénes eran? ¿Niñas? ¿Adolescentes? ¿Campesinas? ¿Obreras? ¿Maestras? ¿Periodistas? ¿Trabajaban en la maquila? ¿En la milpa? ¿Tenían hijos? ¿Tenían sueños? Una lista de nombres es una estadística. Un nombre es un dolor; una tristeza clavada para siempre en el alma.
Yo, como Anna Ajmátova en su desgarrador poema “Réquiem”, quisiera nombrarlas a todas: Paloma. Yesenia. Julieta. Gloria. Irene. Silvia. Claudia. Miriam. Patricia. Adriana. Teresa. Brenda. Todas son nuestras muertas.
4.
“Decidí que tenía que tratar de llegar a Estados Unidos cuando vi que no tenía ni para comprarles a mis hijos lo que necesitan para la escuela. Quiero que ellos tengan lo que yo no pude tener”, dice una mujer hondureña en el documental “Los invisibles”, de Marc Silver y Gael García Bernal, y continúa: “Lo que más miedo nos da son los secuestros, porque no tenemos dinero para pagar el rescate”.
El “sueño americano” vuelto pesadilla en la frontera sur de nuestro país: extorsiones, asaltos, violaciones. Se calcula que 6 de cada 10 mujeres son abusadas sexualmente en su viaje al norte. Como Dalila, de El Salvador, que tiene sólo 17 años, violada delante de sus compañeros de viaje.
Mariela es una muy joven psicóloga que trabaja como voluntaria en uno de los albergues de migrantes. “Es muy difícil este trabajo – dice -. No hay día que no sienta ese dolor, ese malestar. A una jovencita hondureña, embarazada de dos meses, y que viene con su pareja, la violaron tres hombres en el basurero. Muchas de las migrantes se inyectan una solución anticonceptiva antes de salir de sus países, porque saben lo que les espera en el camino”.
Dicen que la frontera es violenta. Lo es más si se es pobre, lo es más si se es mujer. La Casa del Migrante de San Marcos (Guatemala) calcula que diariamente llegan a la zona fronteriza unos 400 indocumentados centroamericanos y que de ellos el 40 por ciento son mujeres. Las redes de trata de personas son otro de los riesgos que enfrentan. La Coalición Contra el Tráfico de Mujeres y Niñas para América Latina y el Caribe (CATWLAC, por sus siglas en inglés) reporta que la trata afecta a 6 de cada 10 mujeres en su paso por México.
El tráfico de personas es el segundo negocio más rentable del mundo. Superado por el narcotráfico y seguido por la prostitución, la pornografía y el tráfico de armas. De las mujeres que sobreviven al peligroso cruce de la frontera y a la violencia de los polleros, y de las autoridades estatales, federales y municipales, la mayor parte suele quedar atrapada en los alrededor de mil bares, centros nocturnos y prostíbulos que han proliferado en esta zona, a uno y otro lado de la frontera. Ahí, la principal “empresa” es la explotación sexual de las migrantes; incluidas niñas de diez y doce años.
El feminicidio se ha convertido en una práctica regular, constante y tolerada – e incluso propiciada y avalada – por las autoridades pertinentes. Los cuerpos de mujeres tienen cada vez menos valor en nuestro país. En esta madre tierra, “matria” cruel manchada por la sangre de sus hijas.
5.
“Pregunta el reportero, con la sagacidad
que le da la destreza de su oficio:
- ¿Por qué y para qué escribe?
- Pero, señor, es obvio. Porque alguien
(cuando yo era pequeña)
dijo que gente como yo no existe.
Porque su cuerpo no proyecta sombra,
porque no arroja peso en la balanza,
porque su nombre es de los que se olvidan.
Y entonces... Pero no, no es tan sencillo.
Escribo porque yo, un día, adolescente,
Me incliné ante un espejo y no había nadie.
¿Se da cuenta? El vacío. Y junto a mí los otros
chorreaban importancia (...)”
Sin duda, las mujeres vivimos, trabajamos, compartimos palabras y abrazos, amamos, luchamos, escribimos, para encontrar nuestro rostro al inclinarnos ante un espejo, para proyectar sombra, para pesar en la balanza, para saber nuestro nombre, para desafiar el vacío, para conocer nuestro cuerpo, para recuperar nuestra voz. Descendientes todas de Lilith – la primera desaparecida de la historia - y de su atrevimiento. Como ella, pensamos que tenemos derecho a la palabra, derecho a nombrar, derecho al logos. Como ellas, estamos convencidas de que podemos y debemos decidir sobre nuestro propio cuerpo, sobre nuestro placer. Como Lilith pensamos que tenemos los mismos derechos que Adán.
Pero hay quienes aún hoy, en pleno siglo XXI, quieren para las mujeres el mismo destino de Lilith: borrarlas de la historia.
Mientras no haya justicia para las mujeres asesinadas, mientras sigan siendo perseguidas, maltratadas, violadas, humilladas, dentro y fuera del hogar; mientras no puedan ser dueñas de su cuerpo, mientras ganen salarios inferiores a los de los hombres, mientras no puedan andar libremente por las calles, mientras no se les permita expresar lo que sienten, lo que piensan, la nuestra será un democracia desigual, injusta, dolorosamente incompleta.