En El Universal de hoy
México D.F., a 4 de octubre de 2009
"La justicia” en la Suprema Corte
Sandra Lorenzano
En México hay un altísimo porcentaje de personas en la cárcel esperando que les dicten sentencia. La duración de los procesos (y la referencia a Kafka implícita en este término no parece casual) excede vergonzosamente los plazos establecidos por la Constitución. Esto quiere decir que quizá muchos de quienes (sobre)pueblan nuestros reclusorios sean inocentes, o hayan ya cumplido el tiempo que les correspondería como pena. Por supuesto, la mayor parte de estas demoras se da entre gente de escasos recursos, entre otras cosas por la ineficiencia y la corrupción de los “abogados de oficio”, tal como lo reportan los informes de la Comisión de Derechos Humanos del DF sobre el tema. Archivos y más archivos, expedientes y más expedientes se acumulan, amontonados, amarillentos, olvidados, postergados, en más de una oficina. Ya lo contó José Clemente Orozco en uno de los murales que pintó en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y este es sólo uno de los vicios de nuestro sistema judicial.
Por otra parte, muchos delincuentes circulan libremente junto a nosotros, habiendo convertido a nuestro país en uno de los más violentos e inseguros del mundo. Claro que muchas veces estos delincuentes usan uniforme u ocupan cargos públicos.
De estos temas habla, entre otras cosas, la obra que Rafael Cauduro realizó, casi siete décadas después que el muralista tapatío, también para la SCJN. Su título es La historia de la justicia en México y fue inaugurada el pasado mes de julio. De estos temas habla. De las terribles fallas del sistema de justicia mexicano. O dicho de otra manera: de algunos de los rostros de los condenados de la Tierra.
En una superficie de 290 metros formada por ocho muros ubicados en tres niveles, en la llamada “escalera de magistrados”, los “siete crímenes mayores” que ahí aparecen son una bofetada de realidad en el recinto que ocupa la autoridad máxima del Poder Judicial. Imágenes de homicidios, violación, secuestros, torturas, procesos viciados, represión estatal nos golpean desde esas paredes convertidas en denuncia y recordatorio permanente de nuestra ensangrentada cotidianidad.
¿Habrán pensado en algo así los máximos jueces de la nación al encargar el proyecto? El día de la inauguración, el ministro Ortiz Mayagoitia hizo votos para que las futuras generaciones vieran esta crítica como aquello que nuestro país logró superar. El pintor fue quizá menos optimista; frente al panorama actual no se trata, dijo, de hacer “celebraciones” de ningún tipo al hablar de la justicia.
Por supuesto que, a pesar de una que otra denuncia, son mucho más tranquilizadoras las imágenes creadas por Luis Nishizawa, Leopoldo Flores e Ismael Ramos para las otras tres esquinas del recinto. La propuesta de Cauduro es artísticamente sorprendente. Simbólicamente brutal. No parece haber salida posible en los relatos que cuentan esos muros convertidos en pesadilla.
Allí está el tzompantli cuya vista recibe cada día a los ministros cuando pasan del estacionamiento a la puerta del elevador que los llevará a sus oficinas. No dudo que muchos de ellos entren mirando al suelo o desviando los ojos. Las hileras de cráneos sobrecogen a pesar de la pátina que les da el “tranquilizante” relato de la arqueología. Está también la “sala de expedientes” —mi fragmento favorito del mural—, con el óxido que cubre por igual los legajos y los rostros desesperanzados que alcanzan a vislumbrarse en los cajones, como fantasmas de la angustia y la resignación. Sobre otro de los paneles, la perspectiva nos envuelve en el vértigo de la caída para llevarnos al fondo de un pozo; allí compartimos el espacio con un cuerpo cuya silueta está señalada con una línea blanca.
¿Quién ha cometido el crimen? ¿Alguno de los cientos de reclusos que se asoman por los barrotes de una cárcel cuya diabólica estructura se pierde en un horizonte sin salidas? ¿O el secuestrador que tiene arrinconado en un cuarto a un hombre de camisa blanca y corbata? ¿O tal vez el que ha violado a la mujer que sangra sobre una silla? ¿O quizá alguno de los que miran desde “afuera” como si se tratara sólo de un espectáculo? Lo turbio, lo oscuro, lo perverso, lo violento de nuestra sociedad y su sistema de justicia está ahora sobre los muros que ven cada día los funcionarios del máximo tribunal de la nación. Ni más ni menos.
El trabajo de planos y perspectivas es magistral. El mensaje, desconsolador. Esas escenas que rematan con la represión a una marcha que a, su vez, sale de una pared grafiteada que, a su vez, es parte de los cuerpos de los soldados que, a su vez… en un juego de cajas chinas que recuerda en algo a los laberintos visuales de Escher, pero pasados por el horror de nuestra realidad nacional, buscan la continuidad entre la calle y el silencio del recinto. El inicio de la escalera está junto a una puerta que da al exterior. La semejanza que desde ahí se ve entre lo pintado por Cauduro y el “cuadro viviente” que ofrece el Centro Histórico no es mera coincidencia.
En el último piso unos uniformados montan guardia sobre los vidrios (de hecho, Rafael Cauduro fue el único de los artistas invitados a pintar en los muros de la Corte que utilizó y modificó también las ventanas). Tras esas figuras militares o policiales, un grupo de ángeles con rostro de mujer intenta desplegar las alas. Si lo lograrán o no es una de las tantas preguntas que quedan abiertas. Del inframundo de los cráneos que nos reciben en el sótano a un cielo que dudosamente pueda consolarnos.
Las respuestas —después de las resoluciones de Acteal, del caso Lydia Cacho, de los curas pederastas, del nombramiento del nuevo procurador general de la República, de los también “nuevos” 6 millones de pobres, de los más de 14 mil asesinados en lo que va del sexenio, de los narcotraficantes en las listas de Forbes, etcétera, etcétera, etcétera— pueden ustedes imaginarlas.
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