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22/2/12

Palabras calcinadas en el Día de la Memoria

Retomo este texto para conmemorar el Día de la Memoria por las Víctimas del Holocausto

Palabras calcinadas. Entre el silencio y la utopía

Cuando la lengua está tan tensa que empieza a tartamudear, o a susurrar, balbucear..., todo el lenguaje alcanza el límite en que dibuja su afuera y se confronta con el silencio. Gilles Deleuze


1.
Muy cerca de la barraca llamada “Mexiko” un hombre reza . ¿Está dios también allí mirando con horror el humo que cubre el cielo? ¿O ha olvidado a ese pueblo al que eligió hace ya tanto tiempo? Al abrevadero íbamos, Señor. Era sangre. Era la que tú has derramado, Señor. ¿Dónde estás, Señor? Se oye preguntar a algunos, unos pocos. Los más no dudan de ese dios que los ha señalado, que los ha puesto a prueba desde el origen de los tiempos. Abraham, Job, plagas, guerras, exilios…
¿Hay palabras para el horror? El rezo continúa con un suave balanceo. Otros repiten una y otra vez las páginas que guarda su memoria. Cuentan que Milena, la mujer que tanto había amado Kafka, tenía una amiga en el campo de concentración al que fue llevada que creó un método para intentar sobrevivir a la pesadilla: recurría a los libros que había leído y que conservaba en la memoria. O Maurice Halbwachs que le cuenta a un jovencísimo Jorge Semprún los secretos caminos de la historia mientras está muriendo de disentería en Buchenwald . Las palabras – las de los rezos, las de la literatura, las de la historia - crean así pequeños espacios protegidos ante el horror cotidiano. No dan significado a la terrible situación que están viviendo quienes las pronuncian, no la explican ni justifican; ni siquiera ofrecen una esperanza para el futuro. “Sencillamente existen como punto de equilibrio, recordándoles la existencia de la luz en un momento de oscura catástrofe”.
Pero frente al horror, las palabras no pueden ser sino balbuceo, tartamudeo. “¡Oh palabra, tú que me faltas!” clama con desesperación un Moisés tartamudo.
Palabras marcadas por el dolor, por la oscuridad, palabras de ceniza. Escribe Paul Celan, “Si viniera, / si viniera un hombre,/ si viniera un hombre al mundo hoy, con / la barba de luz de / los patriarcas: debería, / si hablara de este / tiempo, / debería, sólo balbucir y balbucir, / siempre, siempre, / así, así.”
Y el balbuceo es también salmo, plegaria, ritmo que hipnotiza, que transporta, que crea un universo otro, mítico, fundacional.

2.
En la biblioteca, un viejo recita: “El mundo parece perderse en la penumbra pero yo narro como al inicio mi canturreo que me sostiene, protegido a través del cuento, de las perturbaciones del presente y conservado para el futuro”. Un viejo poeta deambula por los pasillos de la biblioteca. Se llama Homero, se llama Cervantes, se llama Rilke, se llama Borges, se llama Ajmátova, se llama Celan. Un viejo poeta, rapsoda de tiempos idos.

¿Qué otra cosa era su canto - qué otra cosa es su canto - sino memoria? La memoria no como obligación sino como deseo de vida; incluso la memoria de la muerte. “Y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte”, escribió Quevedo. El poeta no es inocente, no es por eso que puede ver al ángel. El poeta no es inocente; el poeta sabe y por eso puede verlo. Lo mira y convoca su memoria para cantar del único modo que aún es posible cantar: con la lengua astillada, la lengua calcinada que ha pasado por el horror. El poeta conoce de frente el rostro del ángel de la historia, aquel que, en la descripción de Walter Benjamin, tiene los ojos “desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas” y mira la acumulación de “ruina sobre ruina” que “nosotros llamamos progreso”.
Sus cuentos son memoria, como son memoria las páginas que guarda la biblioteca; por eso quizás es allí donde se reúnen los ángeles, allí donde los murmullos son bálsamo y morada, donde las páginas de todas las épocas construyen hogares y patrias.
El poeta, dicen, guarda la memoria de la tribu. En África, dicen - pero no sólo allí - “cuando muere un anciano, es como si una biblioteca se quemara”.
El poeta y el ángel saben que llevamos en el cuerpo la marca de la memoria; la huella, la mayor parte de las veces desgarrada y dolorosa, de nuestra propia vida. La máquina de la historia escribe sobre cada uno; pero ya no se trata de una sola palabra – esa condena que acababa por matar al personaje creado por Kafka en el cuento “En la colonia penitenciaria” – sino de un complejo palimpsesto, desigual, heterogéneo. Alguien decía que lo que define a cada ser humano es lo que hace con esa marca, de qué manera convive con ella. Sólo “la actualización hace de la memoria un acto de resistencia porque impide fijarla en un relato domesticado” . Sólo así despliega su potencial desestructurante, su incomodidad. La memoria incómoda es la que permite que una sociedad crezca en la tolerancia, en el respeto, que crezcan los resquicios del placer y la fuga, sin absolutos, sin homogeneidades impuestas, sólo a partir de las cambiantes, móviles y tantas veces molestas esquirlas de la memoria. No hay otro modo de romper cualquier versión maniquea o convencional, no hay otro modo de astillar los dualismos reductores, para tomar distancia y redibujar los perfiles de víctimas y verdugos, para aproximarnos al terror, para ayudarnos a entender el silencio de la sociedad, los caminos de la resistencia, para reconocerme en el rostro del otro, para pasarle, como quería Benjamin, el cepillo a la historia a contrapelo. “El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer el pasado”.
Escribió Paul Celan en el Discurso de Bremen, “Accesible, próxima y no perdida permaneció, en medio de todas las pérdidas, sólo una cosa: la lengua. Sí, la lengua no se perdió a pesar de todo. Pero tuvo que pasar entonces a través de la propia falta de respuesta, a través de un terrible enmudecimiento, pasar a través de las múltiples tinieblas del discurso mortífero. Pasó a través y no tuvo palabras para lo que sucedió; pero pasó a través de lo sucedido. Pasó a través y pudo volver a la luz del día, ‘enriquecida’ por todo ello”.
La palabra sobrevive, a pesar de todo, a las tinieblas del discurso mortífero. Esa palabra que sólo puede ser murmullo, palabra rota, palabra en duelo; palabra que rehuye la prepotencia y la soberbia. Acumulación de ruina sobre ruina. ¿Acaso podemos hoy pensar de otra manera que no sea desde lo agrietado, desde lo fallido, desde las fracturas? ¿Acaso aún es posible un pensamiento que, sin avergonzarse, no sea “menor”?
Cuando el niño era niño, era el tiempo de las preguntas. ¿Por qué soy yo y no soy tú? ¿Por qué estoy aquí y no allá? ¿Cuándo empezó el tiempo y dónde acaba el espacio? ¿Es la vida bajo el sol tan solo un sueño? ... El murmullo crece. En el principio fue el verbo.

3.
El puente Mirabeau. Abajo el río es el recuerdo permanente del mes de abril de 1970. “¿Cómo escribir, Madre, en la lengua de tus asesinos?” Veinticinco años después del asesinato de sus padres y de su propio paso por un campo de concentración, Paul Celan se tiró al Sena desde el puente Mirabeau. ¿En qué lengua? ¿Ahogado en qué sonidos? Desde el puente Mirabeau, la historia es memoria desgarrada.
Leche negra del alba te bebemos en la tarde
te bebemos al mediodía y en la mañana te bebemos de noche
bebemos y bebemos
cavamos una tumba en los aires donde no estamos encogidos
Así comienza “Todesfuge”, “Fuga de muerte”, quizás el poema más representativo de la oscuridad que envolvió al siglo XX; el poema que llevó a Adorno a pensar que tal vez sí, que tal vez y a pesar de todo sí seguía existiendo la poesía después de Auschwitz.
“Fuga de muerte” se llamó en su primera publicación “Tango de la muerte”.
Un hombre vive en la casa que juega con las serpientes
que escribe cuando oscurece a Alemania tu pelo de oro Margarete
escribe y sale de la casa y brillan las estrellas y silba a sus perros
silba a sus judíos y los manda cavar una tumba en la tierra
y nos ordena ahora toquen para bailar...

En un campo cercano a Czernovitz, un lugarteniente de las SS obligaba a un grupo de judíos a tocar tangos mientras otros cavaban las tumbas para sus compañeros muertos. …silba a sus perros, silba a sus judíos y los manda cavar una tumba en la tierra.
Paul Celan mira el Sena desde el puente Mirabeau. “¿Cómo escribir, Madre, en la lengua de tus asesinos?”
De todas las imágenes elijo "...cavamos una tumba en los aires...". Si la fuga alude directamente a un cierto tipo de composición musical, habla también del (im) posible escape del horror; la única fuga posible es a través de la muerte, a través del cuerpo vuelto humo en los hornos crematorios. No cavamos en la tierra sino en el espacio desterrado que es hogar atroz y a la vez liberador para el humo. Ante la orquesta tocando la fuga, la muerte es un maestro de Alemania, y sin embargo, sólo puede hablarse de ella exasperando su propia lengua, torsionando el alemán de las órdenes y la violencia. Como lo señala George Steiner, Celan penetra el enigma de Auschwitz desde dentro de la misma lengua de la muerte.
El escape, la fuga, son el aire, aquello que está fuera de la tierra, la "destierra". Y "destierra" es precisamente el título de otro poema de Celan. Un raro extravío / era palpable, casi como si / hubieras estado vivo. "Destierra" como verbo; hay alguien o algo que destierra al yo que habla en el poema. ¿Dios, el padre, la historia? El tú de los textos de Celan es complejo, ambiguo, nómade . "Destierra" también como el sustantivo que designa al lugar del exilio; se habita entonces la extrañeza de la destierra. Negación del espacio de la vida, del espacio de origen, del espacio complejo de pertenencia que es rostro de la identidad en el cuerpo colectivo. En este sentido la destierra se constituye como lo contrario a la "utopía", "el no-lugar de un futuro alternativo imaginado" (...), en la destierra "la vida 'normal', con todas sus contradicciones, dolores y promesas, alegrías y miserias, se ha vuelto invivible". No hay utopía posible, la destierra es ajena, amenazante, siniestra, en el sentido del unheimlich freudiano; es nuestra propia cotidianeidad vuelta otra, desconocida, desfamiliarizada. Allí donde la orquesta de judíos es obligada a tocar un tango mientras todos cavamos una tumba en los aires.

4.
El humo de los crematorios es también una imagen recurrente en La escritura o la vida de Jorge Semprún.
"No podían comprenderlo, realmente no podían esos tres oficiales. Habría que contarles lo del humo: denso a veces, negro como el hollín en el cielo variable. O bien ligero y gris, casi vaporoso, flotando al albur de los vientos sobre los vivos arracimados, como un presagio, una despedida. Humo para una mortaja tan extensa como el cielo, último rastro del paso, cuerpos y almas, de los compañeros." (p.24)
Humo que es mortaja como en Celan; el aire: una tumba. Y más que el humo, obsesiona a Semprún el aire vaciado de pájaros que ese humo provoca. Los pájaros abandonando el bosque de Buchenwald son quizás los mismos que vuelan enloquecidamente frente a la lente de Hitchcock. No son sobrevivientes, no se han salvado de la muerte; como todos en este rincón de Alemania, la han atravesado, la han recorrido, le han temido y la han amado. No son sobrevivientes, entonces, sino aparecidos en el último graznido de la locura.

5.
Mi dios es hambre Mi dios es cáncer
Mi dios es nieve Mi dios es vacío
Mi dios es no Mi dios es herida
Mi dios es desengaño Mi dios es ghetto
Mi dios es carroña Mi dios es dolor
Mi dios es paraíso Mi dios es
Mi dios es pampa Mi amor de dios
Mi dios es chicano

Cada una de estas frases, versos de un poema llamado "La vida nueva" que forma parte del libro Anteparaíso, fue escrita por Raúl Zurita, en el cielo de Nueva York, en junio de 1982. El humo es aquí la tinta sobre un cielo ajeno, extranjero, cielo de destierro para hablar de la patria, para hablar de Chile. Zurita funda una patria a través de toda su escritura: cordilleras, desiertos, playas, existen en la geografía chilena a partir de las palabras del poeta. "Quién podría la enorme dignidad del desierto de Atacama como un pájaro se eleva sobre los cielos empujado por el viento". Cordilleras, desiertos, playas, tienen una herida, una marca como cicatriz dolorosa, como cicatriz que no cierra; la patria, que es también "matria", cuerpo femenino en la poesía de Zurita, tiene una herida: la muerte y el dolor instaurados por la dictadura. El poeta, aun sabiendo que no hay expiación posible, hiere también su cuerpo, lo marca para doler con ella. El poeta quema su mejilla cuando escribe su primer libro llamado precisamente Purgatorio. "Mis amigos creen que estoy muy mala porque quemé mi mejilla", dice la frase inicial puesta a modo de epígrafe. También Anteparaíso significa una señal más en el cuerpo: el intento de cegarse con ácido. Y así "Toda la patria se iba blanqueando en sus pupilas" . Escribe Zurita en la introducción a la edición que realizó la Editorial Universitaria en 1997: "Finalicé el Anteparaíso con unos poemas trazados en el cielo e intenté cegarme porque pensé que esas palabras recortándose contra el azul serían infinitamente más hermosas si quien las había creado no las podía ver."
Cegarse como Edipo marca el camino de una imposible expiación. En griego, Edipo significa "aquel que es capaz de ver y saber". El poeta es, para Raúl Zurita, el elegido, aquel que debe hacerse responsable de las culpas de la comunidad. Como el personaje trágico, es el que "sabe demasiado". Como el desierto, la oscuridad de la ceguera permite saber, oír la voz esencial.
"VII. Chile será entonces un amor poblándonos las alturas.
VIII. Hasta los ciegos verán allí el jubiloso ascender de su Ruego.
IX. Silenciosos todos veremos entonces el firmamento entero levantarse límpido iluminado como una playa tendiéndonos el amor constelado de la patria", escribe en "Las utopías".
El humo es sobre el cielo de Nueva York una fuga desesperada desde la destierra hacia la utopía.

6.
Para Edmond Jabés como para Zurita es necesario huir al desierto para crear. Desprenderse del lenguaje cotidiano, de la pasta que cubre a la sociedad. La nada es, como en cierta línea del pensamiento judío, condición para la creación. Y en el vacío del desierto, de la desterritorialización absoluta, del exilio, la nada es el lugar de la palabra de Dios.
"Dios, antes del hombre, ¿pensó el mundo en poeta? Su palabra es creación.
El universo, en ese caso, no sería sino Su poema.
Legible eternidad.
Perennidad de lo legible.
Eternidad del libro."
Dios estará en esa presencia-ausencia que habla en el desierto, que calla en el desierto con una voz de fino silencio, como dice la Biblia en la lectura de Serge André. El desierto es la página para la divina escritura. Podemos leerla, saberla, escucharla en realidad, en tanto se ausenta. Extraño Dios que nos deja solos frente a la belleza de la hoja en blanco para hacernos descubrir, como diría Levinas, la huella del infinito en el rostro del otro. En el silencio que es a la vez angustia y reparación. Entre la palabra que no tiene posibilidad de nacer o que no ha nacido aún y la palabra que ya no es necesaria, está el silencio. Silencio entre ruinas, o silencio de la esperanza.
Cuando el poeta entra en el silencio, la poesía limita con la noche. Es el silencio del poema no escrito frente a las palabras mentirosas y vacías. Las sirenas, escribió Franz Kafka, "tienen un arma más terrible aún que el canto, y es su silencio. Aunque no haya sucedido, es quizás imaginable la posibilidad de que alguien se haya salvado de su canto, pero de su silencio ciertamente no."

7.
"No podían comprenderlo todo...", escribe Jorge Semprún. Frase que tiene resonancias de aquélla que se repite de manera obsesiva en un texto de Marguerite Duras: "No has visto nada en Hiroshima". ¿Qué es "Hiroshima, mon amour"? Es una película sobre el amor; sobre el amor desgarrado porque no hay otra forma de amar después de Hiroshima ("Tú me destruyes. Tú me haces bien".) Pero es sobre todo, al igual que La escritura o la vida, al igual que Anteparaíso y los versos en el cielo, un texto sobre la memoria y sobre el olvido; sobre la tensión que se establece entre ambos ("Tengo buena memoria; conozco el olvido" dicen los protagonistas de Duras.) "No has visto nada en Hirshima. No sabes nada de Hiroshima", quiere decir "no estuviste aquí, por lo tanto no puedes hablar sobre esta tragedia". No basta visitar un museo o conmoverse con las imágenes; no basta estremecerse ante los rostros del espanto. "No sabes nada de Hiroshima". Y esta frase pone en escena un elemento clave: el testimonio. ¿Quiénes saben? ¿Quiénes pueden hablar? ¿Hay acaso testimonio posible? Escribe Elie Wiesel, sobreviviente de Auschwitz: “Los que no han vivido esa experiencia nunca sabrán lo que fue; los que la han vivido no la contarán nunca; no verdaderamente, no hasta el fondo. El pasado pertenece a los muertos”.
Para los griegos, la memoria y la imaginación pertenecían a la misma parte del alma. ¿Cómo, entonces, imaginar un futuro posible sin memoria? Lo que corremos el riesgo de olvidar se sitúa también en el futuro. ¿Para qué otra cosa “sirven” los genocidios sino para borrar la memoria del futuro? Múltiples futuros posibles son los que han sido "desaparecidos" de la historia oficial a lo largo de los siglos. La tensión entre memoria y olvido, entre el afán de preservar el recuerdo y los intentos de borrarlo, dibuja un campo problemático que remite, en última instancia, a una concepción determinada de la historia y de su incidencia sobre el presente. Si "amnesia" y "amnistía" tienen un origen etimológico común que refiere a un campo semántico compartido, rescatar la memoria de su posible caída en el agujero negro del olvido es un gesto político opuesto a cualquier intento de borramiento. El testimonio, la memoria, están también, están sobre todo, en el desgarramiento de la lengua, en el vaciamiento de las palabras. Los autoritarismos de cualquier tipo buscan exiliarnos del lenguaje, convirtiéndolo en algo plano, hueco, unívoco.
“Se ha adueñado de la humanidad un singular sentimiento de desprecio por la palabra...” Leo esta frase que pronunció Hermann Broch en una conferencia en el año ¡1934! y no puedo sino sentirme absolutamente sacudida por ella. “...desprecio por la palabra...”; bien lo percibía Broch en la Europa de entreguerras, con Hitler estrenándose en el poder, con un paisaje de pogroms e intolerancia que se repetía empezando a cubrir gran parte del mapa de Occidente. Leo esta frase y pienso en los comandantes zapatistas hablando en el Palacio Legislativo y, quizás sin saberlo, compartiendo con Broch y con tantos otros esta preocupación por la desvalorización del lenguaje. Habla la comandanta Esther, y con su voz busca volver a darle dignidad a las palabras: “La palabra que traemos es verdadera. No venimos a humillar a nadie. No venimos a vencer a nadie. No venimos a suplantar a nadie. No venimos a legislar. Venimos a que nos escuchen y a escucharlos. Venimos a dialogar”. Vivimos en un momento de “empaste de la lengua”, de puré de lenguaje, reino de los clichés, las metáforas raídas por el uso, la domesticación, el murmullo banal, el palabrerío superficial y plano, que sin duda ha invadido el espacio cotidiano, incluida la propia reflexión sobre la memoria. Frente a esto es necesario volver a plantearse una ética del lenguaje, porque sabemos que el que es, es por la palabra. En Europa en los años 30, como en las sociedades de posdictadura o en el complejo México de principios del siglo XXI, amar las palabras, protegerlas, volver a darles la dimensión que les corresponde, es defender la posibilidad de la reflexión, del diálogo, del encuentro con el Otro, de su reconocimiento a partir de la propia historia y de aquella que compartimos. Hermann Broch y la comandanta Esther saben - como lo sabe Don Luis Leal - que cada palabra tiene el rostro de nuestra memoria, que la palabra es identidad, con o sin pasamontañas.
Si somos el ser de la palabra, es allí donde se puede rescatar la memoria, donde puede dejarse testimonio del horror, en la búsqueda - la mayor parte de las veces dolorosa, difícil - de la densidad del lenguaje, de sus quiebres y contradicciones, en la búsqueda, finalmente, de la palabra poética. "...el poeta ha hecho del habla un dique contra el olvido, y los dientes agudos de la muerte pierden el filo ante sus palabras", escribió George Steiner.
Sólo la palabra poética - y hablo de una propuesta de escritura más que de un género literario - permitiría entonces enfrentar a la muerte, y desde el balbuceo llegar a la epifanía; sólo la poesía permitiría ese grado de extranjería, de extrañamiento con que es necesario mirar el lenguaje para ser uno con el “habla inarticulada, con esa voz muda", con esa canción sólo audible en el desierto de la página en blanco, del cielo/mortaja desterrado.
Aun desde la "destierra", aun desde el incomprensible humo que cava en el aire al ritmo de un tango, el lenguaje poético aparece quizás como el último espacio posible de la utopía.

27/10/07

Una morada para el ser del Otro. Sobre educación, humanismo y arte

Publicado en la revista Nexos de septiembre de 2007


1.
Mass-klo, matisklo... aproximadamente así suena la única palabra que pronunció Hurbinek en toda su vida. Hurbinek “no era nadie”, cuenta Primo Levi en La tregua, “un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos tres años, nadie sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre: aquel curioso nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros (...) Estaba paralítico de medio cuerpo y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como hilos; pero los ojos, perdidos en la cara triangular y hundida, asaeteaban atrozmente a los vivos, llenos de preguntas, de afirmaciones, del deseo de desencadenarse, de romper la tumba de su mutismo”.[2] ¿Cómo se puede nacer y morir sin un nombre? El silencio de Hurbinek es la negación de la humanidad de cada uno de nosotros. Su “ser nadie” es el abismo donde perdemos nuestro propio rostro. Su falta de palabras cancela el sentido de nuestras propias palabras. “La palabra que le faltaba – continúa Primo Levi – y que nadie se había preocupado de enseñarle, la necesidad de la palabra, apremiaba desde su mirada con una urgencia explosiva: era una palabra salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afrontar, de tan cargada que estaba de fuerza y de dolor. Ninguno excepto Henek: era mi vecino de cama, un muchacho húngaro robusto y florido, de quince años. Henek se pasaba junto a la cuna de Hurbinek la mitad del día. Era maternal más que paternal (...) Henek, tranquilo y testarudo, se sentaba junto a la pequeña esfinge, inmune al triste poder que emanaba; le llevaba de comer, le arreglaba las mantas, lo limpiaba con hábiles manos que no sentían repugnancia; y le hablaba, naturalmente en húngaro, con voz lenta y paciente. Una semana más tarde, Henek anunció con seriedad, pero sin sombra de presunción, que Hurbinek ‘había dicho una palabra’. ¿Qué palabra? No lo sabía, una palabra difícil, que no era húngara: algo parecido a mass-klo, matisklo.” El horror como negación de la palabra, como negación del lenguaje, como negación del saber y del logos, de los sentidos y del cuerpo. Pero algo de humanidad queda siempre entre los seres humanos, algo de humanidad queda aun bajo los seres cancelados. Como en aquel hombre, prisionero de Buchenwald que llenaba las fichas con los datos de los que iban llegando. “Profesión”, le preguntó al joven Jorge Semprún, de menos de veinte años, deportado desde Francia. “Estudiante” contestó éste con orgullo y quizás algo de inconsciente soberbia. “Student”; una palabra que puesta en la tarjeta de control hubiera significado la pronta ejecución del resistente español. El hombre lo miró tal vez con compasión, y sin volver a preguntar escribió en el espacio en blanco “Stukateur”. De ese modo le salvó la vida. Algo queda de humanidad; como en Henek, que desde sus quince años, su ternura y su testarudez, sabe que el silencio de Hurbinek es la derrota de todos; su empeño en lograr que finalmente las preguntas, los deseos, el dolor del niño sin nombre salieran de “la tumba de su mutismo” es una apuesta por la vida en el límite de su desaparición. La relación entre ambos, esa relación en que “el adolescente dotado de palabra, acoge la palabra por venir y todavía no dicha de Hurbinek”, es una “situación educativa radical”.[3]
En este sentido, la educación, tal y como queda derivada de este encuentro, “del encuentro entre la palabra muda y la palabra ya adquirida, no es otra cosa que la voluntad por hacer un lugar al otro dentro de uno, aunque sea al precio de la deconstrucción del propio yo, pero aceptando que este lugar de acogimiento no está ni previsto ni programado. Es buscar y desear que surja la palabra en el otro, que el otro encuentre su propio modo de expresión, sin dictar la palabra que deba decir desde ningún a priori. Educar es, en fin, justo lo contrario del totalitarismo”.[4]
No es simplemente transmitir un saber, una palabra, sino crear el espacio para que esa palabra surja en el otro. Experiencia de donación y de recepción, de creación compartida. Henek sabe que el humanismo significa cultivar lo que de verdaderamente humano hay en el niño nacido en Auschwitz. Henek sabe que a través de esa extraña palabra que finalmente aparecerá en los labios de Hurbinek - mass-klo, matisklo... – conviven de manera tensa y desagarrada lo mejor y lo peor de nuestra cultura. Sabe que allí, en ese quiebre, en esa fisura que lleva al infinito, está la mínima victoria de la vida sobre la muerte.

2.
Si para nosotros, como para Hurbinek, educar es abrirle al otro las puertas de sus propias posibilidades, guiarlo en la búsqueda de su propia palabra, propiciar la realización de aquello que lo hace verdaderamente humano, compartimos, entonces, con el joven húngaro la idea de que un lazo indisoluble une educación y humanismo. Es decir, la educación considerada como modo de velar por la “humanización” de los seres humanos. No estamos hablando de saberes, o no principalmente, sino de los muy diversos caminos en que cada uno puede cumplir su propio ser, en que cada uno puede cumplir su destino, su daimon. “Llega a ser el que eres”, decía Píndaro. Ni más ni menos. Un humanismo que parta ya no de la idea del ser humano colocado en el lugar supremo de la creación, sino un humanismo roto, quebrado, fracturado, por la experiencia del mal absoluto; un humanismo de la libertad, consciente de que la libertad puede ser, como dijo Sartre, el “terror”; un humanismo que dé cuenta de los claroscuros que fundan la modernidad, de las crisis que la han marcado – más allá de discusiones de términos -; que asuma el cuidado de los otros y de su entorno desde una propuesta sin centros; un humanismo descentrado, entonces, que sea a la vez búsqueda y resistencia; un humanismo discontinuo, crítico. No creo que valga la pena entrar a la discusión de si verdaderamente hablamos de humanismo o de “anti-humanismo”; en todo caso, hablamos de un concepto alejado de la tradición metafísica, de las etiquetas, y del narcisismo antropocéntrico. Podríamos llamarlo quizás un humanismo “menor”, en el sentido más revulsivo del término, ése que crearon Deleuze y Guattari para hablar de la literatura de Kafka.
La paideia que proponían los griegos no puede hoy ignorar siglos de historia, no puede olvidar las brutales desigualdades que marcan el mundo actual, especialmente evidentes en países como el nuestro; no puede hoy ignorar la prepotencia y ostentación que van de la mano de la violencia; la discriminación e intolerancia como justificación de “guerras preventivas” o de muros indignos –ya sea en Medio Oriente, en Tijuana o en Río de Janeiro-. La paideia hoy debe partir de nuestro ser lastimado, del desencanto y el dolor, pero al mismo tiempo de la fuerza de los márgenes, de una riqueza que no es sólo logos, sino también cuerpo, sino también afectividad, deseo. No hay educación basada en verdades absolutas sino en búsquedas compartidas, en ese acoger al otro para que encuentre su propia voz, su propia palabra, desde la dignidad y autonomía de los seres humanos, desde el riesgo que implica la libertad, desde la obligación – para muchos ya anacrónica – de pelear por un mundo más justo, es decir, entre muchas otras cosas, por un mundo donde todos tengan las mismas posibilidades educativas, y no donde tengan más privilegios en este campo quienes han nacido con más privilegios en todos los otros campos.
En este sentido, el humanismo es, ante todo, una concepción ética.[5] La educación, la de todos los días en todo lugar, pero también la educación formal - la de la escuela en cada uno de sus niveles - tiene como causa última, como pilar esencial, el cultivo, el cuidado de esa eticidad constitutiva de lo humano en su sentido más profundo. El cuidado de esa morada, de ese refugio – éste era el significado de ethos en griego – donde regresamos ante los embates de un afuera dominado por la mercantilización, la violencia, la intolerancia, la opresión. ¿Dónde si no en esa morada de la humanitas podríamos, como Hurbinek, pronunciar nuestra palabra? ¿Dónde podríamos hacer de esa palabra, palabra en diálogo, palabra para los otros? Palabra a través de la cual se cumple el destino terrenal del ser humano; homo es humus: es tierra[6].



3.
“El humanismo no es un saber sino una forma de ser”[7], una manera “específica de concebir la naturaleza humana”, es por lo tanto y ante todo, una concepción ética. ¿De qué estamos hablando, entonces, cuando hablamos de humanismo y de su relación con la escuela? Hablamos de una escuela cuyo compromiso principal sea, precisamente, ayudar a que se cumpla el ser del hombre, su humanitas, y esto – vale la pena aclararlo - no se logra solamente a través del cultivo de las llamadas “humanidades”, sino, por supuesto, de la conjunción y el diálogo de todos los campos del saber. Proponemos una ciencia y una tecnología vertebradas también ellas por un discurso humanista, de compromiso con la sociedad. Difícilmente nuestro continente saldrá de su realidad de pobreza y desigualdad – por mucho que quieran convencernos de lo contrario con discursos “globalifílicos” – mientras el número de científicos apenas supere los 100 mil en una población de 500 millones de habitantes, y el producto interno bruto destinado a este rubro sea vergonzosamente inferior al del mundo desarrollado (0,3% frente al 4% aproximadamente), o mientras los maestros sigan recibiendo sueldos de hambre (el salario de los maestros es directamente proporcional al interés de un Estado por la educación). Estas reivindicaciones poco tienen que ver con una dictadura mercantilista que olvida que la información y el conocimiento no son lo mismo (“Quiero para los estudiantes no cabezas bien llenas, sino cabezas bien hechas”, decía Montaigne), que olvida que la creatividad y la investigación son fuente de saber, que olvida que una sociedad sin memoria es una sociedad sin raíces, sin rostro, y por lo tanto, muy probablemente, sin proyecto de futuro (difícil este tema de la memoria en un mundo como el nuestro que prefiere entretenerse con los reverberos de la superficie, no profundizar en nada que pueda recordarnos nuestra propia muerte; difícil en una cultura tan afecta a apretar la tecla “delete”, para que no duela, para que – como dice la canción – “que no quede huella, que no y que no”). Tampoco se realiza el homo humanus si se olvida que en una democracia el ser humano es también un ciudadano; ciudadanía ésta que no puede estar construida sobre las desigualdades de acceso a los bienes materiales y simbólicos. Ciudadanía de la igualdad, entonces, la que buscamos, pero respetuosa de las diferencias que hacen que cada una de nuestras sociedades sea heterogénea y múltiple. Ser ciudadano es mucho más que emitir un voto el día de las elecciones, o regodearnos - o lamentarnos según sea el caso -, con videoescándalos, o con manifestaciones vistas desde la comodidad de nuestro lugar frente a la televisión; es “hacer nación”, ser responsables de lo que ocurre en nuestra sociedad, y desde ese lugar, desde los derechos pero también desde las obligaciones que ese lugar da, exigir mínimas garantías a los derechos humanos, a la diferencia, a la libertad de pensamiento. Sin duda, el tema de la formación de ciudadanía, inseparable del compromiso ético, debe ocupar un lugar fundamental en las preocupaciones educativas.

4.
Inicio este cuarto inciso citando nuevamente a Paulo Freire cuando dice: “La educación necesita tanto de formación técnica, científica y profesional como de sueños y utopías”. ¿Cómo hacer para que la escuela ayude a tener fe en sueños y utopías? ¿Cómo hacer para que los niños, los jóvenes, nuestros estudiantes, defiendan su derecho al sueño y a la utopía? Sabemos que la defensa de ese derecho los hará seres humanos más creativos, seguros de sí mismos, imaginativos, comprometidos y solidarios con el otro, con Hurbinek. ¿Acaso no sería ésta la base de una verdadera educación democrática? ¿De una educación que no corte las alas, sino que ayude a que crezcan y se hagan fuertes? ¿De una educación que – como decíamos al principio - desea que “surja la palabra en el otro, que el otro encuentre su propio modo de expresión, sin dictar la palabra que deba decir desde ningún a priori”?
Si la educación es entonces aquello que va a permitir que los seres humanos se desarrollen en libertad, aquello que va a proteger sus sueños y utopías, tiene que ser un espacio que favorezca la curiosidad, la creatividad, el diálogo… En este sentido, la educación comparte con el arte más de lo que muchos se atreven a aceptar; o debería compartir. ¿Hay acaso mayor espacio de libertad que el arte?
La educación que nuestra democracia necesita, esa educación como práctica de la libertad, no puede, no debe darle la espalda al arte, a las infinitas posibilidades que el arte otorga para plasmar precisamente sueños y utopías.
La “educación por el arte” es en sí misma quizás una utopía. Una utopía con historia: Es Platón quien habla del arte como la base de toda forma de educación.
Como planteaba Herbert Read en su texto clásico, Educación por el arte, no estamos hablando estrictamente de lo que conocemos como “educación artística” sino de una completa y verdadera “educación estética” que busque el desarrollo integral de los seres humanos en relación con su mundo y su época. No se trata de que los niños preparen un “bailable” de fin de curso, o tengan clases de dibujo en la escuela primaria. El arte para esta propuesta no es un “complemento bonito” al que, si queda tiempo después de las cosas “serias”, podemos dedicarle un rato, sino la base de una formación que favorezca la sensibilidad, la creatividad, la independencia y autonomía, la relación con la propia comunidad. Una formación que permita a los seres humanos llegar a ser lo que verdaderamente son: seres que nacen con potencialidades que la sociedad debe ayudar a desarrollar, no a recortar para adaptar a cada uno a los modelos preestablecidos. “…que las lecciones de vuestro niños tomen la forma de juego. Esto os ayudará también a apreciar cuáles son sus aptitudes naturales”, escribió Platón en La República. ¿Cómo permitiríamos que se desarrollaran si no diéramos espacio para que se manifiesten? No se trata de “acomodar” los sueños y las utopías, sino de propiciar su “desacomodo” imaginativo, de desarrollar la variedad, no la uniformidad. El ideal de ciudadanía de un Estado democrático o libertario no puede pasar por la homogeneidad de sus ciudadanos.
“El trabajo libre o arte – escribió Santayana – es simplemente la naturaleza desplegando sus potencialidades, tanto en el mundo como en la mente, y desplegándolas conjuntamente, en la medida en que guardan armonía en ambas esferas.”
Así, la educación que se lleva a cabo a partir de la sensibilidad estética busca hacer de cada individuo un ser completo a través del desarrollo de los varios procesos mentales que lo constituyen: sensación, percepción, intuición, sentimiento, pensamiento.
¿Cómo imaginar caminos para hacer de nuestro mundo un mundo mejor si no es a través del desarrollo de la imaginación o de los sentimientos? ¿Cómo crear esos caminos sin propiciar el desarrollo de la percepción, en todos los sentidos, de la creatividad?
Estas afirmaciones que tal vez resulten obvias para muchos, no se han concretado verdaderamente, en nuestros planes y programas educativos. Si, como establecen todas las declaraciones y convenciones internacionales, el derecho a la educación debe proporcionar a niños y adultos un desarrollo pleno y armonioso propiciando su participación en la vida artística y cultural, entonces se sigue que la educación por el arte tiene que ser parte fundamental de los programas educativos. Dice la UNESCO en sus documentos sobre el tema: “La educación por el arte es un derecho humano universal, abarcando también a aquellos que suelen estar excluidos de la educación formal, como los inmigrantes, los grupos culturalmente minoritarios y las personas con capacidades diferentes.” Y a continuación hace una enumeración de los derechos que se vinculan con esta propuesta. Cito algunos, sólo a modo de ejemplo:
De la Declaración Universal de los Derechos Humanos
Artículo 22
Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho (…) a obtener (…) la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad.
Artículo 27
1. Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten.

Transcribo unos ejemplos más tomados de la Convención sobre los Derechos de los Niños:
Artículo 29: 1. Los Estados Partes convienen en que la educación del niño deberá estar encaminada a: a) Desarrollar la personalidad, las aptitudes y la capacidad mental y física del niño hasta el máximo de sus posibilidades…

Artículo 31: 1. Los Estados Partes reconocen el derecho del niño al descanso y el esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y en las artes.

¿De qué derechos estamos hablando cuando, en nuestro país, uno de cada seis niños de entre 6 y 14 años trabaja?[8]
Sabemos que todos, los que trabajan y los que no, los que pueden ir a la escuela y los que no, todos tienen un enorme potencial creativo. Sabemos también que no todos van a poder desarrollarlo. Permitir que los niños desarrollen este potencial, incorporando además elementos de su propia cultura en la educación, cultivará en ellos el sentido de la creatividad y la iniciativa, la imaginación, la inteligencia, la capacidad para la reflexión crítica, la autonomía, y la libertad de pensamiento y de acción. Es decir que el arte, la educación estética, los hará mejores personas.
Si lo pensamos en los términos que le gustan al neoliberalismo en todas sus ramas, realmente no sirve para nada. No proporciona ninguna ganancia medible. ¿Cómo se miden, por ejemplo, la conciencia moral o la capacidad crítica? ¿Será esta “inutilidad” lo que hace que tenga tan poco peso en las políticas educativas? ¿O que llegue a excluirse? La Secretaría de Educación Pública le ha solicitado abiertamente a ciertas escuelas de formación para maestros que eviten en el planteamiento de sus nuevos proyectos educativos los términos “arte” y “cultura”, entre otros. De tal suerte que, por ejemplo, las propuestas destinadas al “fortalecimiento de las actividades culturales” tienen que ser ahora reformuladas como “fortalecimiento a actividades ¡curriculares!”.
La aproximación de cada uno a la vida artística y cultural enseña además, de manera progresiva a entender, apreciar y experimentar las diversas expresiones a través de las cuales los seres humanos exploran y proponen acerca de su realidad. La verdadera educación artística integra los aspectos físico, intelectual, afectivo y creativo. La separación de los cognitivo y lo emocional, y el consiguiente detrimento de alguno de los dos aspectos, repercute en la conformación completa del sujeto. Hay quienes plantean, incluso, que el desarrollo del aspecto cognitivo en detrimento de la esfera emocional es en parte la causa del debilitamiento de los principios éticos y morales de nuestra sociedad. El comportamiento moral tiene que ver sin duda con la consolidación de la ciudadanía, por lo que – como lo propone la propia UNESCO - el mayor equilibrio entre lo cognitivo y lo emocional contribuirá al desarrollo de una sociedad democrática y tolerante, una sociedad de paz.
Los aspectos tangibles e intangibles de la cultura se pierden cuando no son valorados, ni se protegen los canales para que puedan ser transmitidos de generación en generación. Tiene que ser un compromiso de la sociedad toda fortalecer estos canales tanto dentro de la educación formal como de la informal. Al hacer más sólidos los lazos entre la identidad y la propia cultura, se aprende también a valorar y respetar la diversidad.
¿Cabe alguna duda acerca del potencial de acercar a los niños al arte –ya sea a través de la práctica y la experimentación, ya a través del disfrute y el estudio-? ¿Queremos o no queremos ciudadanos sensibles, inteligentes, críticos y creativos?
Desde la reflexión de Schiller sobre la educación estética de la humanidad, el arte ha sido considerado como el lazo principal entre los seres humanos y el libre desarrollo de su inteligencia y sensibilidad.
Acercar a los niños al arte es darles una morada para que surja su propia palabra. Palabra íntegra, comprometida, ética. Palabra para imaginar un mundo mejor. No es poca cosa.


[1] Escritora.
[2] Primo Levi, La tregua, Barcelona, Muchnik, p.21.
[3] Sigo en estos párrafos la lectura que Fernando Bárcena hace en su libro La esfinge muda. El aprendizaje del dolor después de Auschwitz, Barcelona, Anthropos, 2001, pp. 185 y ss.
[4] Ibid., p.188.
[5] Ver Juliana González, El ethos, destino del hombre, México, UNAM / Fondo de Cultura Económica, 1996.
[6] Ibid., p.24.
[7] Eduardo Nicol, “Humanismo y ética”, citado en J. González, op. cit., p.22.
[8] Según datos del INEGI.

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