Queridos,
Quisiera compartir con ustedes el estupendo artículo que Lydia Cacho escribió sobre la muerte de esta admirable luchadora social.
México, Diciembre 25 de 2009
¿Quién mató a Esther Chávez Cano?
Lydia Cacho
A Esther la conocí en Ciudad Juárez, Chihuahua en 1994 durante un
encuentro de mujeres. De inmediato comenzamos a hablar sobre qué hacer
para defender los derechos de las mujeres; yo como buena reportera
tomé mi libreta y escribí sus respuestas, ella con su mano sutilmente
detenía mi pluma y me pedía que la mirara a los ojos. Mira Lydia
ustedes que están jóvenes tienen que saber cómo van a dar la batalla,
apenas estamos intentando abrir la cloaca y cuando comiencen a salir
las ratas tendremos que saber qué hacer, cómo hacerlo y quién nos
protegerá. Esto sucedió hace casi dieciséis años.
Esta mujer menuda y recia, nacida en la ciudad de chihuahua el 2 de
junio de 1933 había convocado en 1992, junto con otras once
organizaciones, a la formación de un grupo para defender a las
mujeres. El nombre que eligieron fue 8 de marzo, como símbolo de que
algún día se realizara el sueño de ese colectivo de norteñas que no
pedían permiso para saberse ciudadanas de México y el mundo, para
defender a las mujeres y niñas del corredor fronterizo con los Estados
Unidos.
Esther tenía una mente matemática, su experiencia como contable le
preparó para convertirse en la primera mexicana que llevo el registro
y contabilizó, de forma empírica pero impecable y detallada, todos y
cada uno de los asesinatos de niñas y mujeres en su estado. Fue ella
quien nos señaló el camino, fue Esther quien intuyó que las cloacas
simbólicas no eran subterráneos callejeros sino instituciones del
Estado mexicano y colectivos de hombres capaces de asesinar por placer
y por poder. Fue ella quien apuntó en su primera libreta los detalles
de cómo aparecían las víctimas, de quienes lo reportaban y qué
autoridades hacían o dejaban de hacer. Muy pronto ya no era una
libreta sino varias. Esther no estaba sola, sino acompañada de un
grupo de extraordinarias activistas, todas ellas dispuestas a aprender
y a elaborar estrategias para prevenir la violencia contra las mujeres
y niñas. Fue por ello que en 1999 fundó Casa Amiga, un centro de
atención de crisis en el cual las mujeres tienen un espacio de
seguridad luego e huir de la violencia en casa, o cuando luego de una
violación no reciben más que malos tratos de las autoridades y una
mezcla de miedo y desprecio de su comunidad.
Aunque desde 1993 este colectivo advirtió que existían patrones
criminales en los homicidios de mujeres, los más poderosos empresarios
de Chihuahua eligieron descalificar y acallar las denuncias. Muchos
medios locales despreciaron las advertencias y el análisis prospectivo
que desde entonces se hacía sobre la descomposición de Chihuahua y de
Ciudad Juárez en particular. Ahora, a fines de 2009 esos mismos
empresarios, periodistas y autoridades que descalificaron a Esther,
han huido de México y viven en el otro lado de la frontera bajo el
amparo de las leyes norteamericanas. A esos Esther les llamaba “los
cómplices voluntarios”. Como una contable decidida a no perder la
cuenta de las ignominias y sus autores, Esther escribió los nombres de
aquellos que, teniendo poder para proteger la vida de las mujeres y
niñas, elegían ignorar sus asesinatos; aquellos que teniendo el poder
económico, político y social para cambiar a México, elegían no
hacerlo. Esther los señaló con la mano firme y la palabra justa y
verdadera.
El 17 de diciembre de hace cuatro años, la tarde que salí de la
prisión a la que me llevaron los protectores de las redes de trata de
mujeres aliados al gobernador Mario Marín, Esther Chávez Cano me
llamó. “Tienes que ser fuerte –me dijo sin quebrarse- es la hora de la
batalla, sacaste sus nombres a luz y te acompañamos para señalarlos,
siempre lo haremos, pero tú eres el blanco y ésta es una batalla
solitaria”. Esther siempre supo en qué momentos debía abrazarnos como
una madre nutricia y amorosa y cuándo debía señalar la ruta y la
estrategia para seguir adelante.
A lo largo de estos quince años Esther fue un faro internacional para
que el mundo encontrara el camino hacia Chihuahua, para que las y los
mexicanos que elegimos escuchar y hacer eco de la realidad, pudiésemos
narrar -que no entender- el fenómeno del feminicidio mexicano. Ella
vio la muerte de cerca muchas veces, pero pasó la mayor parte de su
existencia haciendo honor a la vida, a la suya, a la de las otras
mujeres y niñas y niños. Cada día reivindicaba el derecho de las y los
mexicanos a vivir con dignidad, a perseguir el sueño de un país libre
de violencia. Insistía en que para la reparación de México
precisábamos mostrarlo tal cual es, diagnosticar su enfermedad y
comenzar su tratamiento desde las raíces.
Cuando yo decidí abrir un refugio para mujeres maltratadas en Cancún
le mostré el proyecto a Esther, con esa sonrisa que iluminaba su
rostro pequeñito como el de un águila respiró profundo y me dijo que
le emocionaba que por todo el país se fueran abriendo espacios para
que las mujeres se sintieran protegidas y fueran capaces de
reinventarse para luego reconstruir a este país adolorido y machista.
En la última década se han abierto medio centenar de centros similares
en la república mexicana.
Esther ya había recibido el diagnóstico de Cáncer cuando la vi en
Ciudad Juárez; esa tarde tuve ganas de tomarla en mis brazos como si
fuera una niña dulce, la sentí cansada y triste. Se dejó acariñar como
sólo a veces lo hacía, cuando bajaba la guardia y hablaba de sí misma
y no del país ni del dolor de las otras. Se dio permiso para hablar
del miedo y las dos nos preguntamos porqué tantas mujeres que han
dedicado su vida a trabajar por las y los demás, mueren de cáncer.
Hablamos de Cecilia Loría, otra querida guía del movimiento de
mujeres que en ese entonces enfrentaba el sufrimiento de las
radiaciones; Esther dijo que este país mataba a las mujeres y a los
hombres buenos, que esperaba que algún día México protegiera y amara
más la vida que la muerte. Entonces decidió que ella daría la batalla
por su vida. Todas las que la conocimos sabíamos que la maestra Esther
moriría de pie, que la amiga moriría pensando en lo que faltaba por
hacer, que la hermana estaba cansada y en el fondo sabía que había
hecho más que suficiente por su patria y su gente. Todas sabíamos que
Esther moriría pronto, es cierto, pero no estábamos preparadas para
perderla. Este 24 de diciembre la mujer de cuerpo pequeño y espíritu
inconmensurable se fue rodeada de las valientes que eligieron estar a
su lado, que se convirtieron en sus alumnas y maestras, en sus
hermanas y cuidadoras. Esther dio el último suspiro y sólo espero que
en esos momentos finales haya tenido la certeza de que gracias a ella
miles de niñas y mujeres, vivas y muertas, fueron reconocidas y vistas
por el mundo gracias a su voz, a su entereza, a su entrega, a sus
inquebrantables convicciones.
No sé si fue el cáncer, o el dolor y el miedo acumulados, no sé si fue
la angustia de ver su terruño tomado por soldados y narcotraficantes
y bañado de sangre; no sé si fue saber que ella le dio la vuelta al
mundo para pedir ayuda y nos advirtió hace quince años que un país que
ignora el asesinato selectivo de sus niñas y mujeres luego verá la
muerte sistemática de sus hombres y niños. No lo sé.
Como sea, hace unos meses la última vez que hablé con ella, Esther me
dijo que a mi generación le toca seguir con la tarea y ver los frutos
de la paz en México. No tengo la certeza de que lo veremos, pero sí la
convicción de que algo debe cambiar para que este país no quede
impasible ante el deceso de sus mejores hombres y mujeres que trabajan
desde la luz y la congruencia para construir la paz. Ya hemos visto
demasiada muerte, tenderemos que buscar las herramientas para hacerle
honor a la vida, a la dignidad y a la libertad que se merecen –que nos
merecemos- todas y todos los mexicanos. Vaya por Esther Chávez Cano,
por su vida, por las lecciones aprendidas. Por ella y por todas, que
después del llanto encontremos el camino a la esperanza.
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