Hay días en que las palabras se vuelven líquidas. Se escurren entonces entre los dedos y caen al suelo salpicando los zapatos. Quisiera contar, tal vez, una historia, pero sólo logro ver la lluvia a través de una ventana ajena. Sin personajes ni trama: gotas sueltas y esquirlas de silencios. Como si no hubiera más que mercurio rodando lejos de las manos infantiles.
De pronto una imagen. Quizás. Un hombre caminando por un paisaje de grises. Una figura pintada sobre una tela cualquiera. Y siguen cayendo las palabras. No hay puño capaz de retenerlas. Ni a los pasos del hombre en el paisaje. Porque la lluvia es de otros y las gotas recitan en silencio el kaddish al ausente. Al que se ahogó en aquel naufragio. Un barco herrumbroso lo recuerda cada tanto. El hombre de la tela y el destino de ahogado.
Yo lo miro por la ventana que aquí alguien me presta. Como si fuéramos hermanos de leche. Lo miro. Vive justo lo que tarda en caer otra gota. No es siquiera la antigua tortura que horadaba los huesos: el maxilar enmohecido por la humedad de las noches sin estrellas. Cuarto creciente, dicen. Especialmente el maxilar. No hay voces, entonces. Sólo rezos líquidos para el silencio de la osamenta.
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