I.
Al día siguiente de haber empezado a leer Tombuctú, la novelita en la que Paul Auster cuenta la historia de Willy G. Christmas desde la perspectiva de Mr. Bones, su perro, recibí un mensaje de mi papá contándome que acababa de morir el Bachín. Con Lola a mis pies; una shitzu más bien hippie y de pelos parados (no por nada su segundo nombre es “Janisjoplin”, según decisión de Mariana) bastante demandante pero amorosísima, decidí que tenía que escribir algo sobre nuestros perros. Si Auster, Virginia Woolf, Jack London y otros tantos lo habían hecho, podría justificar esa decisión que me nacía de las entrañas, con una buena dosis de tradición (digo, por si alguien consideraba el tema “poco literario”. Aunque eso ¿a quién le importa?).
Como bien se ve en esta foto, los perros han formado parte de nuestra vida desde siempre.
La perrita que nos acompaña era ovejero alemán manto negro - los criaban en algún lugar en el norte del Gran Buenos Aires. Quizás un paciente de mi padre - y se llamaba Sombra. Era, es cierto, nuestro “doppelgänger”. No se separaba de nosotros. Vivía dentro de la casa - como han vivido todos nuestros perros - pero su espacio favorito era el jardín que disfrutaba con Pablo (ese bebé gordito y rubio) y conmigo, participando en todos nuestros juegos. Un día alguien dejó la puerta abierta y se escapó. La perrera municipal fue más rápida que mis padres. No llegaron a rescatarla. Nosotros éramos muy chicos, pero sé que fue nuestro primer enfrentamiento a la injusticia y a la muerte.
Pocos días después llegó una de sus hermanas. La llamamos Negra (se ve que no éramos demasiado originales). Le construyeron una casita en el fondo del patio en la que yo escribí el nombre. Una casita que nunca usó, como podrán imaginarse; siempre prefirió dormir a los pies de nuestras camas, o incluso encima de la cama, disputándole el lugar a una salchicha llamada Chiquita (nos gustaban los nombres descriptivos, más bien obvios). Chiquita había vivido casi toda su vida sobre la falda de mi abuela, su primer y único amor. Pero cuando mis abuelos dejaron su casa de Trenque Lauquen para instalarse en un departamento de la ciudad, decidieron que lo mejor sería que la perrita viviera con nosotros. Ella lo asumió con resignación y desapego. Siempre parecía que nos hacía el favor de aceptarnos en su vida, y sólo era verdaderamente feliz los sábados porque era el día que nos visitaban los abuelos y ella podía volver a dormitar y dejarse apapachar en su sitio favorito: las piernas de Mamina.
Chiquita se sumó muy a su pesar a nuestro pequeño zoológico doméstico formado por Negra, claro, por una gatita llamada Vaqui (porque las manchas blancas y negras la hacían parecer una holando-argentina); por Tortu, una tortuga de río de cuello largo y peligrosamente carnívora que vivió casi 20 años en una pecera en la sala de la casa (aunque, como bien dice Mafalda, la palabra “sala” aún me suene extranjera, y prefiera la muy autóctona “living”), por algunas gallinas, por el canario Arito (por Aristóteles), y por varias y diversas versiones de la tortuga Manuelita. ¡Hasta un cerdo vivió en casa! No un lindo chanchito rosadito y amoroso. No: un señor chancho. Me lo gané yo en una rifa en la Escuela Primaria número 15 Juan Bautista Alberdi de El Talar. De tooooodos los papelitos con los nombres de tooooodos los alumnos, alguien sacó el que decía “Sandra Silvina Lorenzano, 2do A”. ¡Un cerdo gigante me miraba desde una caja de madera!
Mi madre se había criado en dos ambientes en pleno centro de Buenos Aires y disfrutaba el aire libre, la casa amplia y las calles de tierra de nuestro pueblo como nadie. Ahora que yo también tengo nostalgia de esos espacios y de esa vida de bicicletas, polvo en el verano, charlas con el “Gordito” (créase o no, ése era el único nombre que le conocimos al almacenero. Así lo llamaban todos los vecinos), entiendo su sonrisa en las mañanas, su decisión de plantar un jazmín “del país” fuera de la ventana de la cocina, de cuidar como a un hijo el pequeño roble que nos daría sombra, pero sobre todo que nos daría maravillosas hojas doradas en el otoño. Quién iba a imaginar entonces el exilio, la distancia. Quién iba a imaginar la muerte.