19/2/12
Marta Traba: entre las palabras y las pieles
Mañana, 20 de febrero de 2012, comentaremos, en el Club de lectura, la novela Conversación al sur de Marta Traba. Por eso desempolvé este artículo que escribí hace casi diez años y que quiero compartir con ustedes:
Conversación con Marta Traba. Entre las palabras y las pieles
Sandra Lorenzano
A este límite hemos llegado, entonces, a pasar meses y años reclamando cuerpos como quien reclama maletas perdidas. Conversación al sur.
1. Un (im) posible retrato
Desde la foto nos miran los ojos negros de una mujer joven; es la suya una mirada que pareciera querer seducir con una mezcla de timidez y desparpajo, una mirada casi adolescente y una sonrisa apenas insinuada, en un gesto que no llega a ser desafiante sino apenas travieso. La foto es seguramente de los años cincuenta, cuando Marta Traba tenía veintitantos años, y hoy guarda para nosotros el dolor de las historias truncas; hoy conocemos ese futuro que ella apenas intuía en ese entonces, hoy vemos la picardía de sus ojos bajo el velo de la muerte.
Marta Traba nació en Buenos Aires el 25 de enero de 1930. Su padre era periodista, pero sus abuelos habían llegado de Galicia tan pobres que ni siquiera tenían maleta, contaba ella, “y entraron al país con una gallina bajo el brazo y un atado en la otra mano. (...) La madre tocaba el piano en las salas de cine mudo y llevaba a la niña todos los sábados a cines de barrio para ver al Gordo y el Flaco. De modo – decía Marta – que cuando por primera vez vi una película de verdad, “Intermezzo” con Ingrid Bergman, me asaltó una sensación de pudor y maravilla; creía que en cine sólo había pastelazos a la cabeza; no sabía que la gente podía exponer sus sentimientos, contar su intimidad, y para mí fue esa una revelación extraordinaria.”
Creció con la misma euforia, con el mismo compromiso, con las mismas contradicciones de tantos otros de su generación, de sur a norte de nuestro continente: Julio Cortázar, Cristina Peri Rossi, Ángel Rama, Elena Poniatowska... Perteneció, por vocación y convicción, al grupo de intelectuales latinoamericanos que dedicaron su vida a abrir al mundo las ventanas de nuestra cultura. Las discusiones internacionales, las experiencias vanguardistas, las propuestas de los nuevos artistas y pensadores entraron entonces con fuerza a América Latina, y al mismo tiempo el arte, la literatura, la reflexión de nuestros países comenzó a ser conocida y valorada en el resto del mundo, no a través de ejemplos aislados sino como una cultura que se mostraba fuerte, madura, propositiva. Era la época del “boom” en el campo literario, de los “happenings” que, en el Río de la Plata, apoyaba el Instituto Di Tella, la época en que un grupo de jóvenes plásticos mexicanos decidió romper con el muralismo y su rígido “no hay más ruta que la nuestra”, la de los inicios de la revolución cubana... Marta Traba vivió dentro de esta vorágine crítica y creativa, y conoció al paso de los años, como sus compañeros de ruta, el desencanto y el horror. Tomó distancia de Cuba apenas percibió los signos de autoritarismo prosoviético impuesto por el régimen de Fidel; militó activamente en contra de la política de Estados Unidos en la región; luchó desde sus trincheras – la literatura, la cátedra universitaria, el periodismo – contra las dictaduras que ensangrentaron América Latina.
Marta Traba desarrolló las distintas vertientes de su trabajo con la misma pasión y el mismo ahínco en los diversos países en los que vivió. Para ella, el exilio no fue un pretexto para lo plañidero sino un acicate para la escritura y la difusión de la cultura. “Estoy por la popularización de los grandes valores a través de distintos medios: televisión, libros, exposiciones, casas de cultura, películas...”, dijo en alguna entrevista. Y a eso se dedicó con toda la energía y el entusiasmo de que era capaz.
En los años cincuenta dejó su país natal y se instaló, como tantos intelectuales rioplatenses, en París. Allí comenzó su verdadera formación como crítica de arte y escritora. Años después, y a raíz de su matrimonio con el periodista colombiano Alberto Zalamea, vivió con él y con sus dos hijos pequeños en la ciudad de Bogotá. Fue Colombia, donde vivió 17 años, sin duda su segunda patria. Allí desarrolló una intensa actividad, en la que destaca la fundación del Museo de Arte Moderno. Fomentó una nueva manera de mirar las artes plásticas que permitió el crecimiento de propuestas y experiencias novedosas. Para lograr su objetivo de abrir el que consideraba claustrofóbico mundo del arte latinoamericano realizó una incansable tarea docente y periodística. En todos sus textos e intervenciones sobresalía lo implacable y agudo de su ojo crítico. Sus aportes en el campo de la estética y la historia del arte con títulos como Historia abierta del arte colombiano, El museo vacío, Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, En el umbral del arte moderno, La pintura nueva en Latinoamérica, El hombre americano a todo color, Historia plástica en el siglo XX en Latinoamérica, Arte de América Latina 1900-1980, son fundamentales para nuestro continente; con ellos contribuyó a organizar el campo de conocimientos, a formar la opinión del público, a alentar las nuevas propuestas plásticas. “Irreverente – explica Elena Poniatowska – todo lo desolemniza y al hacerlo nos lo vuelve accesible. Por sí sola Marta incendia más de una década de arte en América Latina”.
En 1969 abandonó Colombia y siguió un camino que la llevó de Montevideo a Caracas, de San Juan de Puerto Rico a Washington. En esta última ciudad se instaló con Ángel Rama, su marido.
“Yo tenía ideas preconcebidas bastante estrechas sobre los Estados Unidos, nacidas con razón del profundo rechazo que nos producen las relaciones políticas entre los Estados Unidos y nuestros países. Aquí aprendí a apreciar las ventajas internas de la vida norteamericana, al menos para la mayoría de los ciudadanos de este país. (...) Fue como si ganáramos un país, cosa que en las actuales circunstancias nadie menosprecia. Al aceptar la permanencia en la Universidad de Maryland se abrió ante nosotros un periodo de estabilidad. Compramos un pequeño departamento en Washington, trasladamos allí nuestros cuatro mil libros de consulta y nuestra modesta colección de artistas latinoamericanos. Casa, biblioteca y un lugar óptimo para vivir un tiempo; los museos de Washington y la Biblioteca del Congreso se parecieron bastante al paraíso.”
Sin embargo, en 1982 ambos fueron expulsados de Estados Unidos, acusados de “comunistas” – como en pleno macartismo -, por lo que tuvieron que mudarse de país una vez más, ahora a París. El exilio volvía a empezar. ¿Termina acaso alguna vez?
En 1953 Marta Traba publicó un libro de poemas, Historia natural de la alegría, pero su trabajo como narradora se inició algunos años después, en 1966, con la novela Las ceremonias del verano que recibió el Premio Casa de las Américas de ese año. El jurado, integrado por los escritores Alejo Carpentier, Juan García Ponce y Mario Benedetti, reconoció “su alta calidad literaria, que considera a la vez los problemas de expresión y estructura, por la constancia de su ritmo poético, la inteligencia para equilibrar las situaciones y el logro de una difícil unidad de composición”. Entre esta primera novela y En cualquier lugar, publicada póstumamente, Marta Traba escribió Los laberintos insolados, Pasó así, La jugada del sexto día, Homérica Latina, Conversación al sur, De la mañana a la noche, Casa sin fin, además de 22 libros de crítica e historia del arte y más de mil textos periodísticos y ensayos sobre artes visuales. Impartió cursos y seminarios en más de 25 universidades del continente, fundó galerías, un museo, condujo programas de historia del arte en radio y televisión. ¿Por qué, se preguntarán ustedes, alguien con una obra tan vasta e importante es tan poco recordada? ¿Por qué es tan difícil conseguir la mayor parte de sus libros? ¿Por qué se sabe tan poco de ella? ¿Quizás por haber sido una mujer intelectual en este continente aún “algo” machista? ¿Tal vez por haber defendido sus posiciones progresistas frente a tanto discurso conservador? ¿Por haber escrito novelas en las que el protagonismo absoluto lo tiene el cuerpo femenino? ¿Por haberse opuesto a cualquier tipo de límite autoritario cuando de arte se trata? ¿Por haber alzado su voz permanentemente a favor de los derechos humanos? Imaginen ustedes algunas de las respuestas posibles.
2. El doloroso grito de la memoria
“Se dio vuelta y vio venir hacia ella cuatro mujeres que se anudaban los pañuelos bajo la barbilla. Más lejos, al final de la cuadra, una muchachita se lo ataba al cuello mientras se acercaba. Miró las ventanas que daban a la calle. Nadie estaba asomado. (...) De repente se fijó en las edades (de la lista); la mayoría oscilaba entre quince y veinticinco años; siguió leyendo. Una mujer de 68, otra de 75. La cruzó un escalofrío. Un bebé de cuatro meses, una niña de dos años, otra de cinco, dos hermanitos de tres y cuatro. Empezó a temblarle la mano que sostenía la lista. ¿Cómo puede desaparecer un niño de cuatro meses? (...) Un espasmo en el estómago la obligó a buscar una pared donde apoyarse. Alguien se acercó y le dijo: ‘¡Vamos, coraje, no se desanime!’. (...) Cerca de mí una vieja levantaba con las dos manos una foto de esas de estudio artístico de barrio. (...) Otra llevaba una foto carnet en la palma de la mano, protegiéndola como si fuera un huevo que acabara de empollar ahí mismo; fue levantándolo con delicadeza y empezó a moverlo de derecha a izquierda; mientras lo hacía temblaba y las lágrimas le corrían por la cara, pero mantenía los labios apretados. Justo al lado, una sacó de la cartera una fotito enmarcada en un óvalo. Me miró y se sonrió como excusándose. No tenía más que fotos sacadas cuando era chico, ¿quién iba a pensar? Le pregunté qué edad tenía ahora. ‘Cumple veinte años el mes que viene. Un chico de oro. Pensábamos hacerle una fiesta.’ Casi no pudo terminar la frase, pero se repuso, suspiró y levantó también su marquito lo más alto que pudo. Empecé a sentirme mal sin hacer nada ni tener nada que mostrar. Levanté la lista con ambas manos y me quedé esperando. ¿Eso sería todo? ¿Llorar en silencio con otro que llora en silencio?” (pp. 88-89)
Cuerpos de mujer, cuerpos políticos que con su presencia constante denuncian las ausencias. Uno de los ejemplos de resistencia más fuerte y conmovedor frente al Estado autoritario, es el de las Madres de Plaza de Mayo. En la novela Conversación al sur aparecen por primera vez en la literatura argentina. Estamos en 1981. Falta todavía un año para la derrota de Malvinas que, entre otros factores, precipita la caída del gobierno militar; faltan dos para que se convoque a elecciones democráticas, pero Marta Traba no llegará a ver asumir a Alfonsín la presidencia. Sin duda, esta novela acompaña y duplica el gesto de constituir el cuerpo – y la palabra - femeninos en espacio de resistencia. Las Madres y sus vueltas alrededor de la plaza -"porque no están permitidas las reuniones; hay que circular"- se convierten en signo de la oposición a la dictadura, a través de un acto ritual que conjunta política y estética sobre la propia piel. Sus cuerpos marcados por la brutal desaparición de sus hijos, señalados con un pañuelo blanco en la cabeza – en realidad un pañal, porque “qué madre no guarda un pañal de sus hijos”, como se preguntaron - siguen hoy clamando justicia con la misma frase que al comienzo de la pesadilla: "Con vida los llevaron, con vida los queremos".
“La plaza es el lugar donde se produce el verdadero y único milagro de la resurrección, cuando llego, siempre necesito unos segundos para mí. Para ese reencuentro tan fuerte que siento. Los primeros pasos tienen mucha profundidad y cuando me pongo el pañuelo en la casa de las Madres, antes de salir para la plaza, y me lo aprieto fuerte en la barbilla, es un abrazo, el abrazo de los treinta mil.” (Hebe de Bonafini)
Como en una nueva gestación, los cuerpos de los hijos vuelven a estar presentes en los cuerpos de las madres. “Nuestros hijos nos parieron a nosotras, nos dejaron embarazadas para siempre”, han dicho. Las figuras de las Madres se convierten así en las portadoras de la memoria de todo un país.
En una sociedad dominada por el miedo, las Madres salieron con su dolor a las calles enfrentándose al Estado policial. En silencio - un arma sutil ante la vocinglería oficial- enseñando las fotos de sus hijos, transforman la Plaza de Mayo en el lugar simbólico de oposición; como en una suerte de teatro, la población entera, estuviera presente o no, se convertía en audiencia y testigo del gesto que, de algún modo, restituía lo perdido al señalarlo. La presencia de los ausentes (el abrazo de los treinta mil).
¿Qué duelo es posible hacer frente a tanta muerte? ¿Cómo se puede hablar de las heridas que dejan 30 mil ausencias? ¿Cómo vive una sociedad sin 30 mil cuerpos queridos? No hay cuerpo que Antígona pueda abrazar. La memoria duele en los rostros, jóvenes para siempre, que nos miran todos los días desde las páginas del diario; la memoria duele cada jueves en la ronda de las Madres.
“¿Qué cantaré sino al puro silencio de tu boca? (...) En la Argentina la eternidad es jueves para siempre / - escribe Pedro Orgambide - (...) mientras las madres que otros llaman locas / giran dan vueltas este jueves / para que no haya olvido. / Para que no haya olvido / (...) antes que sea tarde y no quede memoria / en los arrabales de la luz que otros llaman patria.”
Antígona desafía la ley del Estado oponiéndose a la orden de Creonte (“...no tendrá tumba ni entierro, nadie lo llorará, pues está prohibido. Deberá permanecer insepulto, para que se lo coman perros y buitres y quienes lo vean se horroricen.”). “Era mi hermano y para mí eso basta”, clama mientras cubre el cuerpo de Polinices con el suyo propio. Con su gesto, es la ley de la sangre la que vuelve a escena frente a un Estado que en su arbitrariedad y autoritarismo no sólo deja a sus ciudadanos sin protección sino que los convierte en el blanco de políticas criminales. Como Antígona, las Madres de Plaza de Mayo reivindican los lazos de sangre como aquello que las autoriza y respalda en su reclamo. Así, toman uno de los elementos privilegiados por el discurso de la dictadura, la familia, y lo transforman en el motor principal de la lucha por la justicia. Recuperando la tradición clásica del Ágora o Forum, convierten el espacio público en un espacio para la liturgia, “para los actos del pueblo”, pero donde los verdaderos actores han desaparecido. Su ocupación de la plaza subvierte el papel asignado a la mujer por el discurso oficial como depositaria de los valores nacionales, sostenedora de la familia sobre la cual se monta el aparato represivo. Para la dictadura, las madres son las defensoras de la tradición patriótica y la familia. El orden social que impone se basa en la exclusión de la mujer del mundo político-público, con el consiguiente fortalecimiento del intento de sujetarla al ámbito privado-apolítico (aunque sepamos desde hace tiempo que estas dicotomías están lejos de ser reales en términos absolutos). Núcleo social primigenio, a la familia se le adjudica la misión de evitar los “desbordes” de cualquiera de sus miembros a través del control y la vigilancia. Al mismo tiempo, fue uno de los blancos favoritos de la represión; familias enteras fueron destruidas con el fin de extraer los “tejidos infectados” del cuerpo social, ya que la familia reproduce no sólo los valores dominantes sino también la disidencia.
En los regímenes totalitarios hay una invasión completa del espacio privado por el público, mientras, por otra parte, se da una privatización de la vida pública en la cual la política ya no es necesaria. En la familia interactúan ambas esferas. Si el gobierno se infiltra en el ámbito doméstico “aconsejando”, pautando comportamientos o incluso decidiendo la amputación del cuerpo familiar, las Madres de Plaza de Mayo harán el gesto inverso: instalar su intimidad en el espacio público convirtiendo en problema social algo que el Estado quiere ocultar en la trama de la individualidad (“Algo habrá hecho”). Parten del lugar que se les ha asignado como protectoras de la familia para emprender su lucha.
“Lo que la socialización de los hijos – es decir, el afirmar que todos los desaparecidos son hijos de todas las madres – produce es ciertamente un cambio en el significado de la maternidad: no es el lazo biológico sino el ser víctimas de la represión lo que determina la filiación familiar.”
Estas “nuevas” familias se construyen a partir de redes de solidaridad y de dolor compartido, como sucede con Dolores e Irene, las protagonistas de Conversación al sur. También en la novela, como en la plaza, a los lazos de sangre se suma una lucha común que convierte lo familiar, lo íntimo en político.
Seguir clamando que los desaparecidos regresen con vida es un compromiso ético que extrañamente complementa la necesidad de tener un sitio donde ir a llevarles flores o poemas, un lugar donde recordarlo.
La muerte anónima es la consumación del despojo de identidad que se propusieron los aparatos represivos; despojo que busca hacer desaparecer el cuerpo y la biografía de cada uno de los seres que entra al infierno. "Porque el crimen radica no sólo en la vejación de los cuerpos, en su aniquilación física, sino, más perverso aún, en dejar a un ser humano sin su propia muerte, en despojarlo de aquello que lo devuelve, paradójicamente, a su condición..." de ser humano". (Forster p.39)
Arrebatarles a las madres los cuerpos de sus hijos, a las abuelas los cuerpos de sus nietos, a los hijos los cuerpos de sus padres, a la sociedad los cuerpos de una generación completa, fue la estrategia llevada a cabo por el autoritarismo para asegurarse la victoria en la lucha de la memoria contra el olvido; como si las ausencias pudieran, bajo la sombra del horror, transformarse en “inexistencias”, como si los 30 mil desaparecidos no dolieran de manera permanente, como si los 30 mil desaparecidos no fueran una herida que no cierra en la piel de la gente.
Cuando en realidad, los 30 mil vuelven una y otra vez, están presentes en cada ronda de las Madres, en cada marcha por los derechos humanos. Los 30 mil están con nosotros cada día.
Marta Traba, como Pedro Orgambide, como las Madres, como las Abuelas de Plaza de Mayo y hoy el grupo HIJOS (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), supo que el silencio puede ser también una forma de la derrota, que callarse es un modo de apostarle al olvido. De ahí la escritura urgente, dolida, imprescindible de Conversación al sur, novela que en inglés se llama precisamente Mothers and Shadows, como grito de alerta para el presente, como diálogo con el futuro. Memoria y palabras contra los traficantes del olvido.
Frente a la violencia institucional que pretende violentar los cuerpos, “borrarlos”, desaparecerlos, la escritura de Traba se propone recuperarlos como núcleos de la narración:
“Y de repente, sin motivo aparente, me doblé en dos y caí de rodillas en esa macabra calle blanca, gimiendo como un animal. Gemía cada vez más fuerte, y Luisa me abrazaba y me abrazaba sin hablar y sin hacer nada por callarme, aunque no se asomó ni un alma viviente en ese paisaje de yeso.” (p.118)
A través del diálogo entre dos mujeres, Marta Traba reconstruye una atmósfera opresiva en la cual el compromiso y el miedo – ambos como marcas en los cuerpos femeninos – son los signos más visibles de la relación con una realidad que no se alcanza a comprender. Conversación al sur es también una pregunta acerca de la relación entre cuerpo y escritura, dos instancias que pertenecen al ámbito de lo privado pero que son atravesadas – muchas veces de manera violenta – por el horror de la historia colectiva. Marta Traba se cuestiona menos sobre la propia textualidad que sobre este cruce entre la historia personal y la historia social, inscrito “en la piel”.
Conversación al sur acompaña, decíamos, desde la literatura, el gesto de las Madres de Plaza de Mayo de convertir el cuerpo femenino en espacio de resistencia al poder. En ambas propuestas, son las mujeres quienes irrumpen en una esfera pública sometida al control represivo del estado y desde sus pulsiones más básicas – el reclamo por sus hijos – interfieren el discurso político dominante.
Escrita en el exilio, la novela está marcada por la urgencia; se trata de una obra de denuncia en la que casi no hay alejamiento del referente inmediato, sino que domina el afán de tematizarlo de manera directa. Sin embargo, lo anterior no cancela las búsquedas ni formales ni simbólicas. Más que en un proceso de “alegorización”, tenemos que pensar en el intento de dar cuenta de la complejidad de la situación provocada por las dictaduras del Cono sur (el escenario es una mezcla de Buenos Aires y Montevideo, con continuas referencias a la situación chilena donde el hijo de Irene y su nuera embarazada han desaparecido) desde la transgresión que significa una enunciación que tiene su origen en el cuerpo femenino.
Hélène Cixous proclama: “Cancela tu cuerpo y cancelarás tu aliento”. En este sentido, el aliento que funda la novela es el mismo que sostiene la corporalidad de las mujeres.
“Se estremeció al oír el timbre” es la oración que abre el relato y conjuga los dos núcleos alrededor de los cuales se va a armar: el cuerpo y el miedo. Un cuerpo que se estremece ante un hecho aparentemente insignificante como la presencia de alguien llamando a la puerta, nos sitúa en un ambiente distinto al de la “normalidad” cotidiana; nos sitúa de lleno en la “cultura del miedo”. Irene abre la puerta y encuentra una figura a la que, en un primer momento, le cuesta reconocer: se trata de Dolores. La actriz de cuarenta y tantos años y la joven militante que ha pasado por la cárcel y la tortura irán construyendo a partir de ese instante, un diálogo a veces cómplice, otras, tenso y difícil, que pondrá en escena las marcas de una sociedad que vive bajo dictadura. Muertes, desapariciones, proyectos fracasados...el ejercicio de memoria que se juega es doloroso.
Por supuesto en esta realidad serán consideradas transgresoras aquellas mujeres que convierten lo tradicionalmente considerado político en el eje de su inserción en lo social. Entre ellas, Dolores y Victoria – las dos jóvenes, las dos militantes – que construyen una vida privada precaria en función de su militancia. Ambos nombres simbolizan los extremos posibles que tal proyecto de vida les ofrece; el que la segunda – Victoria – pase a engrosar las listas de desaparecidos, y que Dolores sobreviva muestra el triunfo del horror.
La maternidad se convierte también en algo político. Si en principio puede ser pensada como una reivindicación de la posibilidad del cuerpo femenino de dar vida a un nuevo ser, en una realidad dominada por la muerte, también (sobre todo) el ser madre lleva la marca de la violencia: Dolores pierde a su hijo durante la tortura, Victoria decide abortar cuando muere su compañero y ella se convierte en una de las responsables de su grupo de militancia. Ellas, como todas las protagonistas de la novela de Traba, llevan en su cuerpo las cicatrices de la ausencia de los hijos.
El diálogo y la memoria serán un espacio donde sobrevivir. También lo será la casa-útero que parece protegerlas de la violencia del afuera. Sin embargo, al igual que el vientre de Dolores fue insuficiente para proteger a su hijo de la tortura, el hogar no servirá para impedir la irrupción final de los asesinos y su carga de muerte. La violación tendrá lugar una vez más:
“Los brutales golpes contra la puerta de calle las despertaron a las dos al mismo tiempo. Dolores se levantó de un salto y se puso a gritar sin control. Corrió hacia el fondo de la casa con Irene detrás tratando de calmarla, pero estaba completamente fuera de sí... (...) La mujer pensó que se salvaría de ese pánico enloquecido si lograba percibir algo dentro de su cuerpo, pero por más atención que puso en oírse, no escuchó ni el más leve rumor de vísceras, ni un latido. En ese silencio absoluto, el otro ruido, nítido, despiadado, fue creciendo y, finalmente, las cercó.” (p.170)
Éste es el último párrafo de la novela, donde la muerte que ha estado rondando el texto permanentemente parece haberse instalado ya en el único espacio de resistencia posible, el propio cuerpo. Estamos ante una escritura en duelo que le apuesta, sin embargo, al poder de la palabra, a la palabra nacida del aliento como quería Cixous, y que hoy me gustaría recuperar para que podamos empezar a hablar de otro dolor – nosotras mujeres mexicanas del siglo XXI -, para que nuestras palabras recuerden también a Antígona, como la recordaban las de Marta Traba, para que como ella seamos capaces de pelear con nuestra escritura contra la violencia ejercida nuevamente contra los cuerpos femeninos, para que digamos con otras madres que se suman a las de Plaza de Mayo, ahora desde nuestra frontera norte, “Ni una muerta más”.
3. Pensar América Latina
Marta Traba no había nacido en un país sino en un continente. Pocas veces a lo largo de nuestra historia hubo una conciencia de unidad mayor en nuestro territorio que en las décadas de los años 60 y parte de los 70; quizás sólo comparable al siglo XIX y el afán bolivariano. Nunca fue una militante en el sentido literal del término, no perteneció a ningún partido político ni vivió en la clandestinidad, pero su compromiso fue absoluto con los “condenados de la tierra” como los llamaba Franz Fanon, lectura imprescindible en esa época y ampliamente recomendable en la nuestra, neoliberal y desmemoriada. Homérica latina, título de una de sus obras, podría ser el encabezado de toda su producción. Haberse alejado en su juventud de las “callecitas de Buenos Aires”, como dice el tango, le dio una perspectiva amplia del dolor instalado al sur del río Bravo, y de él habló a través de “los humores de la escritura-entraña, las vísceras-letras, de esta matriz-mujer – y estoy citando a Elena Poniatowska, hermana sin duda, como lo muestran estas palabras, de Marta Traba – que entrega su cuerpo entero y nos dice que ha llegado el momento del grito sagrado. ¡Qué bárbaramente bella Marta Traba! Padece la tortura a manos de los gorilas, busca en todas las cárceles clandestinas, recorre todas las oficinas burocráticas, gime, aúlla, se debate, jamás emprende la retirada. Nos mantiene en vilo, no podemos cerrarla, hacerla a un lado, sus novelas son un ruido en nuestra cabeza, nos persiguen, nos acosan, ¿qué va a ser de nosotros después? Sus libros son los que a uno le cambian la vida – en la medida en que la literatura puede cambiar cosa alguna - . Después de leerla ya no puede uno ser exactamente el mismo. De pronto, es la gente insignificante la que empieza a contar, los que se refugian en la estación, los que no tienen adónde ir ni qué ponerse. Frente a los políticos locales, nuestro bloqueo es total; no entendemos nada, ni una palabra de su idioma: el mismo a lo largo de América Latina. Junto a Marta y por Marta, escogemos a los que no hablan, los del silencio, los de a pie...” (p.16)
Hacia fines de los 70, jugando a armar un decálogo de aquello a lo que se oponía, Marta Traba dijo “Estoy totalmente en contra de:
- La invasión de USA a Santo Domingo en 1961 (para comenzar sólo desde una fecha en que comencé a actuar públicamente).
- Las invasiones de Rusia a Checoslovaquia y Afganistán.
- La dictadura militar argentina.
- La dictadura en otros países latinoamericanos: Uruguay, Paraguay, Chile.
- Los asesinatos perpetrados y encubiertos por los gobiernos de El Salvador, Guatemala, Honduras.
- La intervención de los Estados Unidos en Centroamérica.
- Las torturas donde quiera que se denuncien.
- Las falsas acusaciones de USA contra intelectuales latinoamericanos.
- El comunismo soviético como negación del socialismo.
Es imposible resumir tantas luchas de solidaridad... por el canal de Panamá, por los sindicatos polacos, ¿cómo acordarse de todas? ¿O de todas las firmas contra dictadores y torturadores?” (En cualquier lugar, p. 24)
La tentación de incluir nuestras propias oposiciones es grande y estoy segura de que serían compartidas por ella. No tengo dudas de que se opondría a la guerra en Irak - declarada por un megalómano metido a presidente -, a la violencia de la “border patrol”, a la construcción de un muro en medio oriente que volverá aún más terribles las condiciones del vida del pueblo palestino, y sin duda a la brillante idea de nuestros “cultísimos” gobernantes de cargarle el IVA a los libros o hacer desaparecer el Instituto Mexicano del Cine, por nombrar sólo algunas lindezas que nos han tenido en vilo en los últimos tiempos... En fin, permítanme que yo también descargue algo de esta furia dolorosa con la que vivimos.
De estos libros que nos cambian la vida, como dice Elena Poniatowska, el último se publicó de manera póstuma en 1984, se trata de En cualquier lugar. Si Conversación al sur es la novela de la represión, En cualquier lugar es la novela del exilio. “El exilio revolvió todas las cosas y las desquició brutalmente; pero también las puso en claro”, dice en alguna de sus páginas. La propia vida de Marta Traba, marcada por el nomadismo – a veces voluntario, a veces obligado –, sus propios exilios, pueden percibirse a través del texto:
“Bajaba la escalera del edificio con pasos rápidos y sólo en el borde de la acera, con la mano lista para llamar un taxi, le sobrevenía un velocísimo dolor; ¿dónde estaba?, ¿en qué ciudad?, ¿adónde iba? Salía de ese súbito aturdimiento mirando fino hacia fuera para reconocer un camino que recorría todos los días. Y entonces el nombre de la ciudad se iba deletreando y la sensación del inminente peligro se amortiguaba. Así, el mundo se convertía cada vez más en un lugar de extrañas sílabas. Le era imposible reconstruir una sola frase. Cada palabra era una tabla flotando en un mar embravecido y silencioso, sin orillas, y ahí estaba ella, aferrada.” (p.48)
Sostiene Juan Gustavo Cobo Borda que, conociendo el grado de exigencia con que Traba miraba su propio trabajo, sin duda hubiera vuelto una y otra vez sobre el texto. “En la última carta que recibí de Marta Traba – escribe -, fechada en Washington en 1982, me decía: ‘Terminé la novela y la arrinconé cuidadosamente para que añeje, a ver si acepta una lectura menos emotiva.” En cualquier lugar y Conversación al sur son novelas gemelas en su pasión descarnada y brutal; en su crítica a la represión que despoja a la gente de su vida, de su cuerpo, de su país, pero también en su mirada implacable sobre las infinitas divisiones y enfrentamientos de los grupos políticos opositores; gemelas en su melancolía que no se deja vencer, gemelas en su pelea por la fuerza de la palabra, en la importancia de la voz femenina. “Toda mujer que escribe es una sobreviviente”, dice Adrienne Rich, y Marta Traba sabe de esas huellas, sabe de las cicatrices de la historia que tiene sobre su piel toda mujer, toda sobreviviente.
4. Otro modo de mirar
Me entero a través de internet del homenaje que le rinden, con exposiciones y conferencias, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Museo que ella fundó en su compromiso por la difusión y apoyo al arte contemporáneo y que reforzaba su trabajo en la televisión y en su cátedra de historia del arte en la Universidad Nacional.
Las preocupaciones sociales y políticas de Traba, sus acciones a favor de los derechos humanos y de las causas de las mayorías, acompañaron o fueron acompañadas a lo largo de toda su vida por su pasión por el arte, fundamentalmente por la literatura y la plástica. Ella creyó, como tantos otros, en el poder subversivo de la belleza, desde su trabajo como estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, con el crítico de arte Jorge Romero Brest. En la revista Ver y Estimar publicó sus primeros artículos sobre plástica, y ya en 1958, con una maestría en Historia del Arte cursada en la Sorbonne en París, su ensayo sobre estética El museo vacío, “donde analizó a Crocce y a Worringer y expuso la necesidad de que existiera un paralelo coherente entre el arte moderno y el hombre actual”. (ver “Marta Traba” en la web de la biblioteca Luis Ángel Arango). “En 1961 apareció La pintura nueva en Latinoamérica, donde puso en evidencia el olvido en que se encontraba el arte de nuestro continente.” “A la crítica me llevaron dos circunstancias, dice en una entrevista: el deseo de que otros experimentaran el mismo placer estético que yo sentía ante el arte contemporáneo, y la necesidad de reglamentar una anarquía mental que me llevaba a aquel uso de la palabra porque sí, por el solo placer de verla escrita. La crítica me enseñó a pensar, a moderar y equilibrar ese pensamiento.” Con sus libros, sus artículos y sus múltiples actividades buscó subsanar el enorme desconocimiento que existía sobre la plástica latinoamericana, así como crear un nuevo público, crítico, formado, sólido, interesado. En Arte de América Latina 1900-1980 hizo un recorrido país por país, y “fue señalando los movimientos y las características individuales que el arte contemporáneo presentaba. En un sistemático orden histórico fue explicando desde la aparición de artistas que destacaron individualmente hasta la cadena de sucesos que hicieron posible la aparición de movimientos, tendencias y posturas. Ella vio el arte latinoamericano como un rompecabezas, donde cada pieza era tan necesaria como la de al lado para formar el conjunto y comprender cada paso.” Estaba convencida de que el arte no tenía que ser el privilegio de un élite sino que su disfrute y conocimiento era un derecho de todos.
5. A modo de cierre
Intenté en estas páginas acercarme a unos pocos aspectos de su obra, tan vasta que sería imposible de analizar en unas pocas páginas. Antes de terminar quisiera hacerles una confesión: no conocí a Marta Traba. Como muchos de los que nos hemos reunido estos días a propósito del aniversario del terrible accidente aéreo que el 27 de noviembre de 1983 terminó con la vida de cuatro queridisímos intelectuales latinoamericanos, en plena creatividad - Jorge Ibargüengoitia y Manuel Scorza, además de Ángel y Marta -; como muchos de ellos, tengo que confesarles que no conocí a Marta Traba. Sin embargo, hace ya largos años que converso con su obra; hace ya largos años que aprendí con Irene y Dolores, las protagonistas de Conversación al sur, que la memoria es la huella que marca el espacio infinito que va de la palabra a las pieles; hace ya largos años que sé del manto protector que tienden las voces de mujeres ante un entorno violento; hace ya largos años que me siento cómplice de esa mirada casi adolescente, a medio camino entre la timidez y el desparpajo. Por eso me duelen estos veinte años.
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