Publicado en la revista Nexos de septiembre de 2007
1.
Mass-klo, matisklo... aproximadamente así suena la única palabra que pronunció Hurbinek en toda su vida. Hurbinek “no era nadie”, cuenta Primo Levi en La tregua, “un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos tres años, nadie sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre: aquel curioso nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros (...) Estaba paralítico de medio cuerpo y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como hilos; pero los ojos, perdidos en la cara triangular y hundida, asaeteaban atrozmente a los vivos, llenos de preguntas, de afirmaciones, del deseo de desencadenarse, de romper la tumba de su mutismo”.[2] ¿Cómo se puede nacer y morir sin un nombre? El silencio de Hurbinek es la negación de la humanidad de cada uno de nosotros. Su “ser nadie” es el abismo donde perdemos nuestro propio rostro. Su falta de palabras cancela el sentido de nuestras propias palabras. “La palabra que le faltaba – continúa Primo Levi – y que nadie se había preocupado de enseñarle, la necesidad de la palabra, apremiaba desde su mirada con una urgencia explosiva: era una palabra salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afrontar, de tan cargada que estaba de fuerza y de dolor. Ninguno excepto Henek: era mi vecino de cama, un muchacho húngaro robusto y florido, de quince años. Henek se pasaba junto a la cuna de Hurbinek la mitad del día. Era maternal más que paternal (...) Henek, tranquilo y testarudo, se sentaba junto a la pequeña esfinge, inmune al triste poder que emanaba; le llevaba de comer, le arreglaba las mantas, lo limpiaba con hábiles manos que no sentían repugnancia; y le hablaba, naturalmente en húngaro, con voz lenta y paciente. Una semana más tarde, Henek anunció con seriedad, pero sin sombra de presunción, que Hurbinek ‘había dicho una palabra’. ¿Qué palabra? No lo sabía, una palabra difícil, que no era húngara: algo parecido a mass-klo, matisklo.” El horror como negación de la palabra, como negación del lenguaje, como negación del saber y del logos, de los sentidos y del cuerpo. Pero algo de humanidad queda siempre entre los seres humanos, algo de humanidad queda aun bajo los seres cancelados. Como en aquel hombre, prisionero de Buchenwald que llenaba las fichas con los datos de los que iban llegando. “Profesión”, le preguntó al joven Jorge Semprún, de menos de veinte años, deportado desde Francia. “Estudiante” contestó éste con orgullo y quizás algo de inconsciente soberbia. “Student”; una palabra que puesta en la tarjeta de control hubiera significado la pronta ejecución del resistente español. El hombre lo miró tal vez con compasión, y sin volver a preguntar escribió en el espacio en blanco “Stukateur”. De ese modo le salvó la vida. Algo queda de humanidad; como en Henek, que desde sus quince años, su ternura y su testarudez, sabe que el silencio de Hurbinek es la derrota de todos; su empeño en lograr que finalmente las preguntas, los deseos, el dolor del niño sin nombre salieran de “la tumba de su mutismo” es una apuesta por la vida en el límite de su desaparición. La relación entre ambos, esa relación en que “el adolescente dotado de palabra, acoge la palabra por venir y todavía no dicha de Hurbinek”, es una “situación educativa radical”.[3]
En este sentido, la educación, tal y como queda derivada de este encuentro, “del encuentro entre la palabra muda y la palabra ya adquirida, no es otra cosa que la voluntad por hacer un lugar al otro dentro de uno, aunque sea al precio de la deconstrucción del propio yo, pero aceptando que este lugar de acogimiento no está ni previsto ni programado. Es buscar y desear que surja la palabra en el otro, que el otro encuentre su propio modo de expresión, sin dictar la palabra que deba decir desde ningún a priori. Educar es, en fin, justo lo contrario del totalitarismo”.[4]
No es simplemente transmitir un saber, una palabra, sino crear el espacio para que esa palabra surja en el otro. Experiencia de donación y de recepción, de creación compartida. Henek sabe que el humanismo significa cultivar lo que de verdaderamente humano hay en el niño nacido en Auschwitz. Henek sabe que a través de esa extraña palabra que finalmente aparecerá en los labios de Hurbinek - mass-klo, matisklo... – conviven de manera tensa y desagarrada lo mejor y lo peor de nuestra cultura. Sabe que allí, en ese quiebre, en esa fisura que lleva al infinito, está la mínima victoria de la vida sobre la muerte.
2.
Si para nosotros, como para Hurbinek, educar es abrirle al otro las puertas de sus propias posibilidades, guiarlo en la búsqueda de su propia palabra, propiciar la realización de aquello que lo hace verdaderamente humano, compartimos, entonces, con el joven húngaro la idea de que un lazo indisoluble une educación y humanismo. Es decir, la educación considerada como modo de velar por la “humanización” de los seres humanos. No estamos hablando de saberes, o no principalmente, sino de los muy diversos caminos en que cada uno puede cumplir su propio ser, en que cada uno puede cumplir su destino, su daimon. “Llega a ser el que eres”, decía Píndaro. Ni más ni menos. Un humanismo que parta ya no de la idea del ser humano colocado en el lugar supremo de la creación, sino un humanismo roto, quebrado, fracturado, por la experiencia del mal absoluto; un humanismo de la libertad, consciente de que la libertad puede ser, como dijo Sartre, el “terror”; un humanismo que dé cuenta de los claroscuros que fundan la modernidad, de las crisis que la han marcado – más allá de discusiones de términos -; que asuma el cuidado de los otros y de su entorno desde una propuesta sin centros; un humanismo descentrado, entonces, que sea a la vez búsqueda y resistencia; un humanismo discontinuo, crítico. No creo que valga la pena entrar a la discusión de si verdaderamente hablamos de humanismo o de “anti-humanismo”; en todo caso, hablamos de un concepto alejado de la tradición metafísica, de las etiquetas, y del narcisismo antropocéntrico. Podríamos llamarlo quizás un humanismo “menor”, en el sentido más revulsivo del término, ése que crearon Deleuze y Guattari para hablar de la literatura de Kafka.
La paideia que proponían los griegos no puede hoy ignorar siglos de historia, no puede olvidar las brutales desigualdades que marcan el mundo actual, especialmente evidentes en países como el nuestro; no puede hoy ignorar la prepotencia y ostentación que van de la mano de la violencia; la discriminación e intolerancia como justificación de “guerras preventivas” o de muros indignos –ya sea en Medio Oriente, en Tijuana o en Río de Janeiro-. La paideia hoy debe partir de nuestro ser lastimado, del desencanto y el dolor, pero al mismo tiempo de la fuerza de los márgenes, de una riqueza que no es sólo logos, sino también cuerpo, sino también afectividad, deseo. No hay educación basada en verdades absolutas sino en búsquedas compartidas, en ese acoger al otro para que encuentre su propia voz, su propia palabra, desde la dignidad y autonomía de los seres humanos, desde el riesgo que implica la libertad, desde la obligación – para muchos ya anacrónica – de pelear por un mundo más justo, es decir, entre muchas otras cosas, por un mundo donde todos tengan las mismas posibilidades educativas, y no donde tengan más privilegios en este campo quienes han nacido con más privilegios en todos los otros campos.
En este sentido, el humanismo es, ante todo, una concepción ética.[5] La educación, la de todos los días en todo lugar, pero también la educación formal - la de la escuela en cada uno de sus niveles - tiene como causa última, como pilar esencial, el cultivo, el cuidado de esa eticidad constitutiva de lo humano en su sentido más profundo. El cuidado de esa morada, de ese refugio – éste era el significado de ethos en griego – donde regresamos ante los embates de un afuera dominado por la mercantilización, la violencia, la intolerancia, la opresión. ¿Dónde si no en esa morada de la humanitas podríamos, como Hurbinek, pronunciar nuestra palabra? ¿Dónde podríamos hacer de esa palabra, palabra en diálogo, palabra para los otros? Palabra a través de la cual se cumple el destino terrenal del ser humano; homo es humus: es tierra[6].
3.
“El humanismo no es un saber sino una forma de ser”[7], una manera “específica de concebir la naturaleza humana”, es por lo tanto y ante todo, una concepción ética. ¿De qué estamos hablando, entonces, cuando hablamos de humanismo y de su relación con la escuela? Hablamos de una escuela cuyo compromiso principal sea, precisamente, ayudar a que se cumpla el ser del hombre, su humanitas, y esto – vale la pena aclararlo - no se logra solamente a través del cultivo de las llamadas “humanidades”, sino, por supuesto, de la conjunción y el diálogo de todos los campos del saber. Proponemos una ciencia y una tecnología vertebradas también ellas por un discurso humanista, de compromiso con la sociedad. Difícilmente nuestro continente saldrá de su realidad de pobreza y desigualdad – por mucho que quieran convencernos de lo contrario con discursos “globalifílicos” – mientras el número de científicos apenas supere los 100 mil en una población de 500 millones de habitantes, y el producto interno bruto destinado a este rubro sea vergonzosamente inferior al del mundo desarrollado (0,3% frente al 4% aproximadamente), o mientras los maestros sigan recibiendo sueldos de hambre (el salario de los maestros es directamente proporcional al interés de un Estado por la educación). Estas reivindicaciones poco tienen que ver con una dictadura mercantilista que olvida que la información y el conocimiento no son lo mismo (“Quiero para los estudiantes no cabezas bien llenas, sino cabezas bien hechas”, decía Montaigne), que olvida que la creatividad y la investigación son fuente de saber, que olvida que una sociedad sin memoria es una sociedad sin raíces, sin rostro, y por lo tanto, muy probablemente, sin proyecto de futuro (difícil este tema de la memoria en un mundo como el nuestro que prefiere entretenerse con los reverberos de la superficie, no profundizar en nada que pueda recordarnos nuestra propia muerte; difícil en una cultura tan afecta a apretar la tecla “delete”, para que no duela, para que – como dice la canción – “que no quede huella, que no y que no”). Tampoco se realiza el homo humanus si se olvida que en una democracia el ser humano es también un ciudadano; ciudadanía ésta que no puede estar construida sobre las desigualdades de acceso a los bienes materiales y simbólicos. Ciudadanía de la igualdad, entonces, la que buscamos, pero respetuosa de las diferencias que hacen que cada una de nuestras sociedades sea heterogénea y múltiple. Ser ciudadano es mucho más que emitir un voto el día de las elecciones, o regodearnos - o lamentarnos según sea el caso -, con videoescándalos, o con manifestaciones vistas desde la comodidad de nuestro lugar frente a la televisión; es “hacer nación”, ser responsables de lo que ocurre en nuestra sociedad, y desde ese lugar, desde los derechos pero también desde las obligaciones que ese lugar da, exigir mínimas garantías a los derechos humanos, a la diferencia, a la libertad de pensamiento. Sin duda, el tema de la formación de ciudadanía, inseparable del compromiso ético, debe ocupar un lugar fundamental en las preocupaciones educativas.
4.
Inicio este cuarto inciso citando nuevamente a Paulo Freire cuando dice: “La educación necesita tanto de formación técnica, científica y profesional como de sueños y utopías”. ¿Cómo hacer para que la escuela ayude a tener fe en sueños y utopías? ¿Cómo hacer para que los niños, los jóvenes, nuestros estudiantes, defiendan su derecho al sueño y a la utopía? Sabemos que la defensa de ese derecho los hará seres humanos más creativos, seguros de sí mismos, imaginativos, comprometidos y solidarios con el otro, con Hurbinek. ¿Acaso no sería ésta la base de una verdadera educación democrática? ¿De una educación que no corte las alas, sino que ayude a que crezcan y se hagan fuertes? ¿De una educación que – como decíamos al principio - desea que “surja la palabra en el otro, que el otro encuentre su propio modo de expresión, sin dictar la palabra que deba decir desde ningún a priori”?
Si la educación es entonces aquello que va a permitir que los seres humanos se desarrollen en libertad, aquello que va a proteger sus sueños y utopías, tiene que ser un espacio que favorezca la curiosidad, la creatividad, el diálogo… En este sentido, la educación comparte con el arte más de lo que muchos se atreven a aceptar; o debería compartir. ¿Hay acaso mayor espacio de libertad que el arte?
La educación que nuestra democracia necesita, esa educación como práctica de la libertad, no puede, no debe darle la espalda al arte, a las infinitas posibilidades que el arte otorga para plasmar precisamente sueños y utopías.
La “educación por el arte” es en sí misma quizás una utopía. Una utopía con historia: Es Platón quien habla del arte como la base de toda forma de educación.
Como planteaba Herbert Read en su texto clásico, Educación por el arte, no estamos hablando estrictamente de lo que conocemos como “educación artística” sino de una completa y verdadera “educación estética” que busque el desarrollo integral de los seres humanos en relación con su mundo y su época. No se trata de que los niños preparen un “bailable” de fin de curso, o tengan clases de dibujo en la escuela primaria. El arte para esta propuesta no es un “complemento bonito” al que, si queda tiempo después de las cosas “serias”, podemos dedicarle un rato, sino la base de una formación que favorezca la sensibilidad, la creatividad, la independencia y autonomía, la relación con la propia comunidad. Una formación que permita a los seres humanos llegar a ser lo que verdaderamente son: seres que nacen con potencialidades que la sociedad debe ayudar a desarrollar, no a recortar para adaptar a cada uno a los modelos preestablecidos. “…que las lecciones de vuestro niños tomen la forma de juego. Esto os ayudará también a apreciar cuáles son sus aptitudes naturales”, escribió Platón en La República. ¿Cómo permitiríamos que se desarrollaran si no diéramos espacio para que se manifiesten? No se trata de “acomodar” los sueños y las utopías, sino de propiciar su “desacomodo” imaginativo, de desarrollar la variedad, no la uniformidad. El ideal de ciudadanía de un Estado democrático o libertario no puede pasar por la homogeneidad de sus ciudadanos.
“El trabajo libre o arte – escribió Santayana – es simplemente la naturaleza desplegando sus potencialidades, tanto en el mundo como en la mente, y desplegándolas conjuntamente, en la medida en que guardan armonía en ambas esferas.”
Así, la educación que se lleva a cabo a partir de la sensibilidad estética busca hacer de cada individuo un ser completo a través del desarrollo de los varios procesos mentales que lo constituyen: sensación, percepción, intuición, sentimiento, pensamiento.
¿Cómo imaginar caminos para hacer de nuestro mundo un mundo mejor si no es a través del desarrollo de la imaginación o de los sentimientos? ¿Cómo crear esos caminos sin propiciar el desarrollo de la percepción, en todos los sentidos, de la creatividad?
Estas afirmaciones que tal vez resulten obvias para muchos, no se han concretado verdaderamente, en nuestros planes y programas educativos. Si, como establecen todas las declaraciones y convenciones internacionales, el derecho a la educación debe proporcionar a niños y adultos un desarrollo pleno y armonioso propiciando su participación en la vida artística y cultural, entonces se sigue que la educación por el arte tiene que ser parte fundamental de los programas educativos. Dice la UNESCO en sus documentos sobre el tema: “La educación por el arte es un derecho humano universal, abarcando también a aquellos que suelen estar excluidos de la educación formal, como los inmigrantes, los grupos culturalmente minoritarios y las personas con capacidades diferentes.” Y a continuación hace una enumeración de los derechos que se vinculan con esta propuesta. Cito algunos, sólo a modo de ejemplo:
De la Declaración Universal de los Derechos Humanos
Artículo 22
Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho (…) a obtener (…) la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad.
Artículo 27
1. Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten.
Transcribo unos ejemplos más tomados de la Convención sobre los Derechos de los Niños:
Artículo 29: 1. Los Estados Partes convienen en que la educación del niño deberá estar encaminada a: a) Desarrollar la personalidad, las aptitudes y la capacidad mental y física del niño hasta el máximo de sus posibilidades…
Artículo 31: 1. Los Estados Partes reconocen el derecho del niño al descanso y el esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y en las artes.
¿De qué derechos estamos hablando cuando, en nuestro país, uno de cada seis niños de entre 6 y 14 años trabaja?[8]
Sabemos que todos, los que trabajan y los que no, los que pueden ir a la escuela y los que no, todos tienen un enorme potencial creativo. Sabemos también que no todos van a poder desarrollarlo. Permitir que los niños desarrollen este potencial, incorporando además elementos de su propia cultura en la educación, cultivará en ellos el sentido de la creatividad y la iniciativa, la imaginación, la inteligencia, la capacidad para la reflexión crítica, la autonomía, y la libertad de pensamiento y de acción. Es decir que el arte, la educación estética, los hará mejores personas.
Si lo pensamos en los términos que le gustan al neoliberalismo en todas sus ramas, realmente no sirve para nada. No proporciona ninguna ganancia medible. ¿Cómo se miden, por ejemplo, la conciencia moral o la capacidad crítica? ¿Será esta “inutilidad” lo que hace que tenga tan poco peso en las políticas educativas? ¿O que llegue a excluirse? La Secretaría de Educación Pública le ha solicitado abiertamente a ciertas escuelas de formación para maestros que eviten en el planteamiento de sus nuevos proyectos educativos los términos “arte” y “cultura”, entre otros. De tal suerte que, por ejemplo, las propuestas destinadas al “fortalecimiento de las actividades culturales” tienen que ser ahora reformuladas como “fortalecimiento a actividades ¡curriculares!”.
La aproximación de cada uno a la vida artística y cultural enseña además, de manera progresiva a entender, apreciar y experimentar las diversas expresiones a través de las cuales los seres humanos exploran y proponen acerca de su realidad. La verdadera educación artística integra los aspectos físico, intelectual, afectivo y creativo. La separación de los cognitivo y lo emocional, y el consiguiente detrimento de alguno de los dos aspectos, repercute en la conformación completa del sujeto. Hay quienes plantean, incluso, que el desarrollo del aspecto cognitivo en detrimento de la esfera emocional es en parte la causa del debilitamiento de los principios éticos y morales de nuestra sociedad. El comportamiento moral tiene que ver sin duda con la consolidación de la ciudadanía, por lo que – como lo propone la propia UNESCO - el mayor equilibrio entre lo cognitivo y lo emocional contribuirá al desarrollo de una sociedad democrática y tolerante, una sociedad de paz.
Los aspectos tangibles e intangibles de la cultura se pierden cuando no son valorados, ni se protegen los canales para que puedan ser transmitidos de generación en generación. Tiene que ser un compromiso de la sociedad toda fortalecer estos canales tanto dentro de la educación formal como de la informal. Al hacer más sólidos los lazos entre la identidad y la propia cultura, se aprende también a valorar y respetar la diversidad.
¿Cabe alguna duda acerca del potencial de acercar a los niños al arte –ya sea a través de la práctica y la experimentación, ya a través del disfrute y el estudio-? ¿Queremos o no queremos ciudadanos sensibles, inteligentes, críticos y creativos?
Desde la reflexión de Schiller sobre la educación estética de la humanidad, el arte ha sido considerado como el lazo principal entre los seres humanos y el libre desarrollo de su inteligencia y sensibilidad.
Acercar a los niños al arte es darles una morada para que surja su propia palabra. Palabra íntegra, comprometida, ética. Palabra para imaginar un mundo mejor. No es poca cosa.
[1] Escritora.
[2] Primo Levi, La tregua, Barcelona, Muchnik, p.21.
[3] Sigo en estos párrafos la lectura que Fernando Bárcena hace en su libro La esfinge muda. El aprendizaje del dolor después de Auschwitz, Barcelona, Anthropos, 2001, pp. 185 y ss.
[4] Ibid., p.188.
[5] Ver Juliana González, El ethos, destino del hombre, México, UNAM / Fondo de Cultura Económica, 1996.
[6] Ibid., p.24.
[7] Eduardo Nicol, “Humanismo y ética”, citado en J. González, op. cit., p.22.
[8] Según datos del INEGI.