La Jornada
Miércoles 14 de noviembre de 2007 Correo enviado.
Sandra Lorenzano presenta su primera novela, hoy, a las 19 horas, en la librería Octavio Paz, del FCE, en avenida Miguel Ángel de Quevedo 115, Chimalistac Foto: Carlos Cisneros En la contraportada del primer libro de narrativa de Sandra Lorenzano escribe Sylvia Molloy: “Novela coral, donde las voces se alternan, intentando decir lo que no se puede decir, apresar relatos para siempre ajenos, oficiar un duelo que es y no es el nuestro, es un rumor de ausencias donde el cuerpo erótico ofrece pasajero refugio mientras que la cita literaria (otro cuerpo, otra voz más), funciona como aguijón, acentuando la falta, manteniendo vivo el llamado. Saudades es también –sobre todo– una reflexión sobre las grandezas y miserias de ese lenguaje ‘que no va a ninguna parte’ y que a pesar de ello nos solicita”. Con autorización del Fondo de Cultura Económica, ofrecemos a nuestros lectores el arranque de esta novela, a manera de adelanto
Alguna vez habías leído acerca de los conciertos silenciosos que forman parte de cierta tradición china. Todo sucede, en los instantes previos al inicio, como en cualquier otro concierto: los músicos sentados en semicírculo esperan con atención la señal del director; en el momento en que él hace el gesto de dar una palmada con ambas manos, ejecutantes y público contienen la respiración… Sus manos se detienen antes de producir sonido alguno, y los músicos comienzan a “tocar” sus instrumentos en silencio. Pero no se trata de una pantomima sino de un ritual que lleva, quizás, a la búsqueda de la armonía total. Allí, el sonido es superfluo. Es como si el concierto tuviese lugar muy lejos, quizás “en la otra orilla de la vida…” Ese silencio era el que anhelabas; un silencio que te permitiera sobrevivir. Llegaste cargada del ruido del horror, de aquella tarde en que la realidad se quebró en mil pedazos. Te habías quedado rota; las palabras deshechas, tartamudas. Aprendimos no a hablar sino a balbucear… Dejar vacío el asiento 21-C había sido un modo de acercarte a un refugio sin palabras. Necesitabas ese silencio de la otra orilla de la vida; necesitabas saber dónde estabas antes de empezar a manchar la tela. Saliste del aeropuerto con tu mochila al hombro –la maleta llegaría al día siguiente, “por el cambio de itinerario”, te dijeron–, en busca de ese silencio que hiciera que nuevamente tu rostro fuera tu rostro, y las palabras recuperaran su sentido. El silencio era también tu protección, tu coraza, el modo de no lastimar más las imágenes que te acompañaban, tu memoria. O silencio que sai do som da chuva espalha-se, num crescendo de monotonia cinzenta, pela rua esterita que fito, había escrito Bernardo Soares, y ahora tú ibas en busca de ese mismo silencio, en las mismas calles, a orillas del Tágide. Le pediste al taxi que te llevara al centro y un olor a mar, a puerto, te mareó con una mezcla de dolor y sorpresa. ¿Cuántos habían hecho el camino inverso al tuyo dejando acá sus amores? ¿Cuántos habían subido a los barcos con una pequeña botella de aceite de olivas portuguesas entre sus cosas? Pueblo de migrantes, una pura nostalgia. Cerca de la orilla, las gaviotas esperan el momento de zambullirse. Amo, pelas tardes demoradas de verão, o sossego da cidade baixa… Necesitabas encontrar ese sosiego y convertirlo en parte de ti; necesitabas el silencio para tratar de entender lo que había sucedido, para hacer en tu interior un relato que explicara –que te explicara– los perfiles del horror, para que el torbellino de la angustia no se te instalara para siempre en la piel. Sólo si encontrabas ese sosiego podrías recuperar el sentido de las palabras. Aprendimos no a hablar sino a balbucear… Sacaste tu cuaderno y anotaste el párrafo completo; dibujaste algunos trazos. Era aún mediodía y la ciudad estaba en plena ebullición, faltaban algunas horas para que descubrieras la lentitud de la tarde. Detrás de ti, la estación de trenes te recordó las palabras de Soares… e tudo se me converte numa noite de chuva e lama, perdido na solidão de un apeadeiro de desvio, entre dois comboios de terceira classe. Prefieres dejar la mirada en el mar; las estaciones grandes te encierran, te asfixian, no las más pequeñas con bancos apenas cubiertos por un techo y jubilados calentándose al sol; pero las grandes siempre te han angustiado, como si en su interior pudieras extraviarte para siempre, como si todo se volviera Numa noite de chuva e lama. Mejor el aire que te da de lleno en la cara y el graznido de las gaviotas en ese río que es casi mar. Ai quem me dera as que eudetei ao mar! As que el lacei à vida, e nao voltaram!... Escucho a alguien que canta, mientras te pienso con casi veinte años, haciendo tus primeros dibujos del exilio frente a los barcos cargados de despedidas y promesas. “Mamá, no llore; claro que les escribiré”. “Cuídeme a la Fátima, que en cuanto regreso me caso”. “Te voy a extrañar, Amor”. Te pienso con casi veinte años comenzando apenas ese largo viaje. Intento imaginarte buscando tu instrumento en el concierto de silencio que anhelabas. Los primeros dibujos fueron los barcos y las gaviotas de esa orilla que ha visto tantas despedidas. Pueblo de migrantes, una pura nostalgia. Las valijas de cartón llevaban siempre una imagen de la virgen y una lámpara con aceite de olivas portuguesas: “Me traje un poco de nuestra tierra”, sonreían los abuelos recordando ese sitio del que salieron hacía más de cincuenta años. No hubo naufragio como lo hubo para Camoes, pero a veces parece que la vida los hubiera ido hundiendo de a poco. “Mariquinhas, saca un poco del vinho verde para ofrecerle a la señorita. Del que nos mandó tu tío. Aquí no lo conseguimos, ¿sabe?” Y el vino tiene sabor a saudade, a lejanía. En el bolsillo más pequeño del abrigo guardaron con celo la llave de la casa. “Yo ya no sé si alcance a regresar. Pero seguro tú lo harás. La casa estará esperándote”. Ai quem me dera as que eu detei ao mar! As que eu lancei à vida, e nao voltaram!... El sol comenzó a dorar las calles de la Baixa. Te levantaste de la banca y respiraste profundamente queriendo guardar dentro de ti todo el aire que te regalaba el Tajo. Te colgaste la mochila al hombro y comenzaste a caminar hacia la Rua do Alecrim.
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