II.
En unas viejas películas que filmó mi padre en las que mi hermana Bibi de tres años hacía de El Zorro, porque alguien le había regalado el disfraz, aparecen dos cachorritos que persiguen y les muerden los pies a “Bernardo” (Daniel, mi hermano menor, que con dos años aún no decía una sola palabra por lo que resultaba óptimo para el papel del mudo que acompaña a Diego de la Vega), al bandido encarnado por el “puberto” de pelo largo en que se había convertido Pablo, y al Sargento García, representado por la más cachetona de la familia (¿adivinen quién era???). Los cachorritos se llamaban Kimba y Panta y habían llegado a casa de la mano de uno de los personajes más fascinantes de nuestra infancia: el tío Mauricio. Mauricio Paley, tío de mi madre, era un porteño digno de un aguafuerte de Roberto Arlt: medio reo, mujeriego, mal hablado, fracasado en los negocios... Mi abuela materna, Luisa, era la mayor de los hermanos y la única que había nacido en Odessa; todos los demás nacieron en Buenos Aires adonde habían llegado los padres atraídos por la política de inmigración que respondía a lo planteado por el Preámbulo de la Constitución:
Nos, los representantes del pueblo de la Nación Argentina, reunidos en Congreso General Constituyente por voluntad y elección de las provincias que la componen, en cumplimiento de pactos preexistentes, con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino...
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Alguna vez he contado que tengo una copia de este preámbulo colgada en mi estudio porque me conmueve enormemente. “...para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino...”. Frase que atrajo a los Paley, y a los Schifrin que también eran judíos y rusos. Que sedujo a los Ferro, que llegaron desde Génova, y a los Lorenzano, que venían de Calabria, de la bassa Italia. Ésas son mis raíces. En esas historias de inmigrantes está mi memoria. “Todo mezclao, todo mezclao”, como escribió Nicolás Guillén.
Pues un buen día, el tío Mauricio, que adoraba a su sobrina, y - por carácter transitivo - a esos cuatro hijos que ella había tenido con el goy de la familia, llegó con un par de maravillosos cachorros pastor alemán. Divinos, juguetones, traviesos. Pero de pronto dejaron de jugar, de mordernos los tobillos, de perseguir a la Vaqui, de ladrarle a Don Spada, el jardinero. A los pocos días comenzaron a caminar con dificultad, y unas semanas más adelante estaban totalmente paralizados. Les había dado moquillo. Kimba y Panta están enterrados en el jardín. Al Zorro se le caían las lágrimas por debajo del antifaz.
III.
Y tuvimos - ¡qué privilegio! - nuestro perro argenmex. Había llegado a casa ya bautizado y nadie se atrevió a cambiarle el nombre: fue Johnny, entonces, al norte y al sur del Ecuador. En realidad: ”Shony” al sur; “Iony” al norte.
Después del golpe de estado del 24 de marzo del 76, mis padres comenzaron a hablar de dejar el país. ¿Cómo? ¿Papá estaba en peligro? ¿Y nosotros? ¿Adónde nos iríamos? ¿Y la escuela? ¿Y los amigos? Fueron meses vertiginosos, oscuros, tristes. Salimos de Ezeiza el 8 de julio. Quizás por eso sigo odiando ir a Buenos Aires en invierno. Es gris, lluvioso, frío, y siempre huele al miedo del exilio. Armamos maletas con lo mínimo indispensable (¿qué es lo mínimo indispensable cuando uno abandona su hogar?), abrazamos a la gente querida, lloramos, escribimos cartas de despedida, juramos amores eternos, y nos subimos al avión. ¿Y Johnny? Perdimos las fotos de la infancia, los libros de la biblioteca, el Tigre y sus ríos entrañables, el fondo del jardín con nuestros perros enterrados, el jazmín y el roble. Y perdimos también a nuestro perro.
He contado muchas veces ya mi llegada a México. El dolor de la despedida todavía fresco se mezclaba con la sorpresa de la libertad recién descubierta. Llegamos a las Torres de Mixcoac, igual que tantos otros exiliados. A 5 - 301. Noé Jitrik y Tununa Mercado ya hacía más de un año que vivían también allí, con sus hijos ¡y con el Cuzco! Un cocker que seguía con devoción a Magdalena en sus recorridos por las plazas. Ellos sí trajeron al perro, reclamábamos nosotros, centrando en el buen Johnny toda nuestra nostalgia. Papá perdía la mirada por la ventana buscando infructuosamente el horizonte. ¿Tienen ustedes idea de lo claustrofóbico que puede volverse un pampeano en una ciudad rodeada de montañas?
Afortunadamente, la solidaridad tiene razones que la razón desconoce: un grupo de amigos de mis padres juntaron algo de dinero y nos mandaron a Johnny a la otrora región más transparente.
Fuimos todos al aeropuerto. Finalmente, era el regreso del hijo pródigo. “No llegó”, le decían a mi padre los empleados de la aduana. “Aquí no hay ningún perro”. “No insista”. ¿Está usted seguro? Hasta que oímos un ladrido. “¡Johnny!”, gritó papá. La escena que cuento a continuación sigue a pie juntillas el relato paterno y debe ser imaginada en cámara lenta: el collie y mi padre corren uno hacia el otro y se funden en un abrazo que dura varios segundos. Era la patria que llegaba en versión canina.
Ahora sí la familia estaba completa. La extrañeza ante los nuevos olores, los ruidos, las costumbres, las palabras, desaparecía cuando llegábamos a casa y el perro movía la cola de plumero, tan feliz como nosotros con el reencuentro.
Fue nuestro confidente muchos años. Con su muerte terminó mi adolescencia. Lo enterramos en algún lugar de Ciudad Universitaria, en ese nuevo hogar que fue para todos nosotros la UNAM.