15/5/13

¡Feliz día!

¡Feliz día!


La herencia es una cosa curiosa, sin duda; pero yo tengo claro que fue mi abuela – maestra en un pueblo de la pampa – quien me heredó las ganas de ser maestra, el amor por la tiza, el pizarrón y el salón de clases, y la convicción de que se puede hacer algo por los demás desde esa trinchera.  Desde todas las trincheras, institucionales y no. Será por eso que empecé a dar clases hace más de 30 años, y que un aula es el único espacio en el que me siento verdaderamente en casa.
Ella me enseñó a leer y a escribir cuando yo tenía 5 años recién cumplidos y acaba de fracturarme la muñeca izquierda. Como tenía más ganas de aprender a escribir que de esperar a que me quitaran el yeso preferí abandonar mi ya declarada zurdez (¿se dice así?) y empecé a tomar el lápiz con la derecha. La zurdez se me pasó, la tosudez, como bien lo saben muchos de ustedes, nunca. 
Lo que comenzó ahí no fue solamente una intensísima relación abuela-nieta sino un amor absoluto por la figura y el trabajo de las maestras. Tanto que puedo recordar los nombres y apellidos, el color de tinta que usaban y - si me esfuerzo un poco - hasta la voz, de todas mis maestras desde el jardín de infantes hasta el último día del doctorado. 
Tengo que confesar que muchos, muchísimos de ellos contribuyeron a reforzar la herencia de mi abuela: la señorita Lidia en primer grado, la señorita Beatriz en tercero, Gloria en quinto, Ludueña y Gigena en secundaria, Luz Fernández Gordillo al llegar a México, Raquel Bárcena en la Nacional de Educadoras, Luis Rius, María Luisa Capella, Angelina Muñiz, Snamari Gomís, Federico Álvarez y tantos otros en la Facultad... 
También suelo recordar a la mayor parte de mis alumnos. Tengo pésima memoria para casi todo, pero no para lo que sucede en el salón de clases.
Es cierto, quise ser Makarenko, y después Paulo Freire, y todavía lloro con todos los libros y todas las películas que muestran el milagroso vínculo maestro-alumno. Soy cursi y de lágrima fácil. ¿Qué le vamos a hacer?
Hoy sigo pensando que allí, entre los chicos (y los grandes), intentando analizar juntos una metáfora, o disfrutando de la lectura de un cuento, o discutiendo sobre una hecho histórico, o intentando desentrañar una fórmula matemática, o memorizando la tabla del 9, o los nombres de los faraones egipcios, o imaginando travesías por los ríos de África, o simplemente aspirando el olor a madera, a tinta fresca, a cuadernos, a ganas de escuchar y de aprender, de dialogar y de compartir, de este lado y de aquel, de aquel lado y de éste, que hay siempre que más de dos se juntan para seguir jugando a la escuelita - finalmente siempre es un juego -, como cuando éramos chicos, allí - decía - está uno de los más entrañables y apasionantes regalos de la vida.
Por eso quiero empezar el día dándoles las gracias - de verdad, de verdad - a quienes me contagiaron este amor y este entusiasmo, y a quienes me han permitido que yo intente transmitirles un poquito de todo esto.
Y sí: sigo pensando que la tiza y el pizarrón son uno de los mejores inventos de la tecnología. 
¡Feliz día!

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