ASÍ ESCRIBO
Los años pasan y nosotros también
Recuerdo con una emoción cercana al privilegio el tiempo antes de que aparecieran en nuestras vidas los procesadores de palabras. Por ejemplo, el que tengo frente a mí todos los días: Mac Os X. Procesador 2 por 2 GHz Power, PC G-5, Snow Leopard, “Una puesta a punto del sistema operativo más avanzado del mundo. El Snow Leopard mejora toda tu experiencia en Mac. A todos los niveles, es más rápido, fiable y fácil de usar. El Mac que ya conoces y adoras, aún mejor”, un spot que me resulta más difícil de entender que la Analítica Trascendental en La crítica de la razón pura de Kant. Después está la enorme pantalla de 16 pulgadas, la memoria 512 mb ddr2 sdram, los software y la fibra óptica.
Ahora recuerdo los días que pasaba en México cuando aún vivía en Alemania y no existían los procesadores de palabras. El estrecho pero glorioso departamento de mis padres en Cadereyta Strasse en la colonia Condesa se ponía patas arriba porque yo lo había tomado de nuevo para hacer una de las traducciones del alemán que se publicaría en el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre!, que dirigía Carlos Monsiváis. Por ese entonces desempacaba mi máquina Olympia de escribir, me sacaba de múltiples bolsillos unos plumines alemanes con finísimas puntas de pico de mosquito, extraía de las maletas una biblioteca ambulante (Elias Canetti, Hans Magnus Enzensberger, Robert Musil, Hermann Broch y Karl Kraus), me armaba de dos resmas de papel bond gramaje 29 de 500 hojas cada una —que luego tendría que reponer, puesto que apenas me alcanzarían para un borrador de unas 25 cuartillas, y faltaba aún pasar el texto varias veces en limpio— y, ante los ojos alarmados de doña Alicia, mi madre, y los ojos escépticos de don Pepe, mi padre, ponía todo aquello sobre la versátil mesa del comedor.
Lo que ocurría en los días siguientes era que todas las líneas telefónicas de la ciudad de México estaban ocupadas, al decir de Luis Miguel Aguilar. Unas, porque se me ocurría —decía el Güicho— tomar el directorio telefónico, marcar el número y leerles a todos sus moradores los avances de mi traducción y/o presentación de lo traducido; otras líneas estaban ocupadas porque —afirmaba también el Güicho— “les hablaba a los amigos para preguntarles si una minucia exquisita en la traducción quedaba mejor que otra minucia exquisita”; y las últimas líneas telefónicas se ocupaban con amigos de José María Pérez Gay preguntándose:
—¿Ya te habló Chema? Me dejó pensando. ¿Tú crees que ese específico dativo alemán, en la traducción de Canetti sobre Hashiya, puede resolverse con un buen acusativo español?
Los años pasan y nosotros también. Ahora, en los tiempos del procesador de palabras Mac OS X. Procesador 2 por 2 GHz Power, PC G-5, Snow Leopard las cosas han cambiado de modo radical y hemos entrado de una vez para siempre en el inevitable continuo real-virtual, como diría mi profesor de la Universidad Iberoamericana, el rumano Horia Tanasescu. Me obsesiona la idea de que no me pertenece lo que se encuentra escrito en la pantalla. Por lo general despierto temprano, desayuno y me pongo ante la computadora. Leo por encima los titulares de los periódicos en internet, pero me aferro más al papel de los diarios. Ahora, como antes, soy un lector de tiempo completo. Leo todo el día sin detenerme. Me es imposible leer textos en la pantalla. Cada vez estoy más convencido de que internet nunca sustituirá a los libros.
A partir de 2007 me he propuesto escribir La profecía de la memoria: Walter Benjamin y su tiempo, un ensayo histórico sobre uno de los autores que me han acompañado a lo largo de mi vida Leo hasta el mediodía. Mientras tomo unas cuatro tazas de café, me debato entre los seis volúmenes de la correspondencia de Walter Benjamin. Por fortuna tengo a unos pasos un célebre expendio de café veracruzano. Después de comer, a las seis o siete de la tarde, me dispongo para ir a trabajar a mi periódico La Jornada.
Si he de ser sincero, el procesador de palabras ha vuelto más fácil la difícil tarea de escribir, ya no llamo por teléfono para pedir auxilio ni comento con los amigos más cercanos lo que escribo. La pantalla de la computadora se ha convertido en una suerte de caverna platónica de la soledad.
Ahora recuerdo los ojos alarmados de doña Alicia, mi madre, y los ojos escépticos de don Pepe, mi padre, y busco mi máquina Olympia de escribir, pero mis padres, como la máquina, ya no están, se han ido para siempre. Siento una extraña mezcla de nostalgia y esperanza en medio de la escritura y las tazas de café, entonces me pregunto si un recuerdo es algo que tenemos o algo que hemos perdido para siempre. Sabemos que los recuerdos no existen: reescribimos siempre la memoria del mismo modo como reescribimos siempre la historia.
Revista Nexos 01/10/2009
http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=3287