17/2/15

Fotos de Rogelio Cuéllar

Tal como lo propuso el propio Rogelio en "En busca del cuento perdido" de hoy, aquí están las fotos sobre las cuales nos gustaría que escribieran un pequeño texto:

Dolores Castro en un bosque que es papel tapiz.
José Emilio Pacheco en un mar que no es mar.
Esther Seligson en un desierto que no es desierto, y en el que, a pesar de su nombre, no hay leones.

¿Qué pueden contar de alguna de las fotos (o de todas)?






2/2/15

¡Feliz cumpleaños al genial James Joyce!

El 2 de febrero de 1882 nacía en Dublín, el genial James Joyce.

Para celebrarlo, les propongo ver este documental (partes 1 y 2). ¡Qué lo disfruten!




27/1/15

Tenga para que se entretenga

Queridos amigos de "En busca del cuento perdido",

Tal como lo prometimos en el programa de anoche, aquí va el enlace para que puedan leer completo el cuento de José Emilio Pacheco "Tenga para que se entretenga".

http://goo.gl/g5eLRk

¡Que lo disfruten!

Fotografía tomada de la versión electrónica de la revista Proceso del 31 de enero de 2014

13/1/15

"El gato negro"

Queridos amigos de "En busca del cuento perdido", les dejo aquí la versión completa del cuento "El gato negro" de Edgar Allan Poe con el que celebramos el martes 13.
¿Quién dijo miedo????





El gato negro

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

¡Felicidades!

¡Feliz año a todos ustedes, queridos amigos! Espero que hayan empezado bien este ya turbulento 2015.

Una amiga me mandó este mensajito que me gustó mucho y por eso quisiera compartirlo con ustedes:


Que en 2015 se cumplan casi todos nuestros deseos, menos los de venganza. 
Que el tiempo corra a la medida de nuestros pasos. 
Que amemos todo lo que podamos y que nos amen más todavía. 
Que tengamos algún pecho calentito donde descansar –sea fraterno, materno, amistoso o amoroso- y que las penas y las alegrías sean compartidas, para soportarlas o gozarlas.



31/12/14

Queridísimos todos,

Quiero cerrar este 2014 agradeciéndoles que estén aquí, cerquita, acompañándome a pensar, a sentir, a disfrutar, a crear, a indignarme... a vivir (¡qué privilegio!), y deseándoles que tengan un MARAVILLOSO año nuevo.

Que en 2015 se cumplan casi todos sus deseos, menos los de venganza. Que el tiempo corra a la medida de sus pasos. Que amen todo lo que puedan y que los amen más todavía. Que tengan algún pecho calentito donde descansar –sea fraterno, materno, amistoso o amoroso- y que las penas y las alegrías sean compartidas, para soportarlas o gozarlas. Que entre todos ayudemos a que nuestro amado México encuentre los caminos de paz que tanto necesitamos.

En pocas horas empezaré un viaje al (casi) fin del mundo en busca de un sueño. ¿No deberían ser así, acaso, todos los comienzos? Estaré desconectada durante algunos días, pero, por supuesto, todos ustedes seguirán conmigo.

¡Los quiero! ¡Muchísimas felicidades!!!



24/12/14

¡Felicidades!

Queridos,

Millones de gracias a todos y cada uno de ustedes por ser mis compañeros y cómplices en este maravilloso vuelo que llamamos vida.

Que tengan una hermosísima navidad y un luminoso 2015.

Que el próximo año sea generoso con todos, y sobre todo con nuestro amado y dolido México. ¡Felicidades!


23/11/14

Pensando en Paul Celan (Para qué poetas en tiempos de penurias 3)

El gran poeta Paul Celan nació el 23 de noviembre de 1920 en Czernowitz (Cernauti), Rumania, y se suicidó en París, tirándose del puente Mirabeau, el 20 de abril de 1970. Quizás porque no pudo soportar más la memoria del horror, quizás porque supo que el gesto más radical era el del silencio.
Él, que se había preguntado "¿Cómo escribir, madre, en la lengua de tus asesinos?", renovó la poesía en legua alemana.
Sus versos son uno de mis talismanes en la vida, por eso quiero compartirlos hoy con ustedes.



Fuga de muerte
(Traducción de José María Pérez Gay)

Leche negra del alba te bebemos de tarde
te bebemos al mediodía y en la mañana
te bebemos de noche
bebemos y bebemos
cavamos una tumba en el aire
donde no estamos encogidos
Un hombre vive en la casa
juega con las serpientes
escribe cuando oscurece a Alemania tu pelo de oro
Margarete
escribe y sale de la casa
y brillan las estrellas y silba a sus perros
silba a sus judíos
y los manda a cavar una tumba en la tierra
y nos ordena ahora toquen para bailar

Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana y al mediodía
te bebemos de tarde
bebemos y bebemos
Un hombre vive en la casa
y juega con las serpientes y escribe
y escribe cuando oscurece a Alemania
tu pelo de oro Margarete
tu pelo de ceniza Sulamith
cavamos una tumba en el aire
donde no estamos encogidos
Grita
caven más hondo canten unos toquen otros
y empuña el acero del cinto
lo blande
sus ojos son azules
hundan más hondo las palas
toquen unos bailen otros

Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos de mañana y al mediodía
te bebemos de tarde
bebemos y bebemos
un hombre vive en la casa
tu pelo de oro Margarete
tu pelo de ceniza Sulamith
un hombre juega con serpientes
Grita toquen más dulce la muerte
La muerte es un maestro de Alemania
y grita toquen más oscuro los violines
luego ascienden al aire
convertidos en humo
sólo entonces tienen una tumba en las nubes
donde no están encogidos.

Leche negra del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía
la muerte es un maestro de Alemania
te bebemos en la tarde y de mañana
bebemos y bebemos
la muerte es un maestro de Alemania
sus ojos son azules
te alcanzan sus balas de plomo
te alcanzan sin fallar
un hombre vive en la casa
tu pelo de oro Margarete
lanza sus mastines contra nosotros
nos regala una tumba en el aire
juega con las serpientes y sueña
la muerte es un maestro de Alemania
tu pelo de oro Margarete
tu pelo de ceniza Sulamith.


Otro poemas de Celan en:

http://amediavoz.com/celan.htm

http://www.philosophia.cl/biblioteca/celan/poemas.pdf



http://www.periodicodepoesia.unam.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=2065&Itemid=115

21/11/14

Algunas notas sobre la marcha de ayer

Estoy conmovida y orgullosa por lo que vi y viví en la marcha de ayer:

Miles de personas recordando a los normalistas de Ayotzinapa. El conteo del 1 al 43 para terminar con un sonoro "Justicia", fue la consigna más repetida (junto con "Fuera Peña").


Una movilización que agrupó a muy diversos sectores sociales: desde los chicos "nice", furiosos y asustados, hasta familias completas indígenas y campesinas. No fuimos sólo los mismos progres intelectuales de siempre. Conmovedora la reunión de tantos y tan diferentes compatriotas.

Grupos de budistas vestidos de blanco y con incienso, un grupo grande de monjas gritando por la "iglesia de los pobres", un buen contingente bajo la bandera del arcoiris (los más creativos en las consignas. Mi favorita: "Si Zapata viviera, en tacones anduviera"). Muchas familias, muchísimos jóvenes, y un espíritu pacífico que excluyó o le puso coto rápidamente a cualquier expresión violenta. 

Salí del Ángel, llegué al Zócalo, y puedo asegurar que todo el recorrido fue como lo estoy contando. No sé qué pasó después, pero no fue expresión auténtica de los que marchamos.

¡Viva México!


















18/11/14

"Venimos de la tierra de los muertos", Rafael Pérez Gay


Aquí va la versión completa del cuento que empezamos a leer en "En busca del cuento perdido" del martes 18 de noviembre. Lo tomamos del libro Ciudad fantasma. Relato fantástico de la Ciudad de México (XIX-XXI), antología de Bernardo Esquinca y Vicente Quirarte, publicado por editorial Almadía,


VENIMOS DE LA TIERRA DE LOS MUERTOS
RAFAEL PÉREZ GAY


-La vida después de la muerte. Si lo dudas, ven a la casa de Tlalpan -en las palabras de Andrea isneros resonaba la fuerza destructiva de la fe.
No creo en la posibilidad de una segunda existencia más allá de este mundo, pero la frase me perturbó como si fuera un hecho comprobado en un laboratorio de fantasmas. La fe ciega quebranta al más plantado filósofo racionalista. Durante años, Andrea fue una coleccionista insaciable de vidas imposibles, buscadora arrebatada de mundos impracticables. Le entregó su juventud a las agitaciones de la izquierda y a sus ritos de paso. Defendió a capa y espada la revolución cubana y amó a un hombre de Pinar del Río que la abandonó; ejerció el proselitismo de la guerrilla latinoamericana y tuvo un novio nicaragüense, activista de la revolución sandinista; en solidaridad con los presos políticos, realizó secretas misiones sexuales con un montonero argentino; cuando los fulgores del año de 1968 eran brasas de aquel fuego mítico, aceptó ser la amante de un santón del movimiento estudiantil. Con reservas no del todo explícitas, simpatizó con la sublevación guerrillera del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y con el éxito insólito del subcomandante Marcos. Que yo sepa, no ha tenido un amante ndígena: a Andrea le gustan los hombres urbanos, blancos, barbados, iluminados por la luz del heroísmo.
Cuando el crédito se agotó en el banco de las ideologías, Cisneros emigró al psicodrama, a la macrobiótica, a las experiencias místicas, a las creencias esotéricas. Esa cruzada por la fe construyó un gran obelisco en el centro de su vida. El alba del siglo XXI la sorprendió en la búsqueda de seres de otros tiempos perdidos en los pliegues de este mundo. Puestas así las cosas, no tenía por qué perturbarme que Andrea se refugiara en el último anhelo del ser humano: la búsqueda de la eternidad.
-Te da miedo lo desconocido -me definió con un trazo seco. Su voz fue más enfática-: Ven a la casa de Tlalpan.
Tenía razón, siempre me dio miedo la oscuridad del azar. A Cisneros y a mí nos unían los escombros de nuestros años de juventud. Las grandes causas nos habían abandonado durante el camino de nuestros años cuarenta. Ella se amparó en el pequeño fanatismo, cerca del obelisco de la fe. A mí simplemente me faltaron las fuerzas ciegas de la convicción. Insistió:
-El sábado nos reunimos. Te dejo la dirección -apuntó en una servilleta desechable la calle y número.
Antes de irse, se despidió con un beso y una caricia en la nuca, vagos ecos desprendidos del pasado de nuestra vida amorosa segada por la guadaña del fracaso. Alrededor de la dirección de la casa de Tlalpan dibujé en la servilleta líneas quebradas, flechas sin rumbo, una tormenta. Los fogonazos de alcohol me recordaron los días del cataclismo. Siempre llega el día en que ocurre un desastre interno, tarde o temprano. Fui al médico. Ordenó un análisis de laboratorio que tiene nombre de performance neoyorkino: Perfil 20. Imaginé una exposición en la Sexta Avenida con una veintena de los contornos de una roca arrancada por artistas de vanguardia a la energía mágica del Tepozteco. No se trataba de rocas sino de investigar los rincones del cuerpo humano, en este caso el mío, mediante una muestra sanguínea, una radiografía de pulmón y un electrocardiograma. Aparte había que llevar muestras de los detritus mañaneros, en ayunas, en dos frascos. Tomar estas exposiciones es una obra de romanos. Días después memoricé palabras y cifras del raro vocabulario de los hombres y las mujeres de nuestra edad. No son pocas: leucocito s, linfocitos, nitritos, glucosa, bilirrubina, plaquetas, antígeno prostático, colesterol, triglicéridos, ácido úrico. Antes hablábamos de noches de amor, bares, amistad, libros, droga, sexo.
El médico me mandó con un neurólogo, el neurólogo realizó diversas pruebas y me transfirió con un psiquiatra. Informo rápido: ahora le cuento historias a un analista y él, después de explorar el socavón del Ello, resume la vida en conceptos monumentales. Me roba seis o siete minutos por sesión. Sé por qué lo hace. Después de mi consulta toca su turno a una mujer delgada de pelo largo en rizos negros, ojos de aceituna y un cuerpo que amotinaría los deseos incluso de un psicoanalista. Los psiquiatras piensan que los pacientes somos estúpidos.
Los días siguientes al encuentro con Andrea los ocupé en la hemeroteca. He dedicado años de mi vida a una investigación sin fin sobre la prensa del siglo XIX. No he podido terminarla. Lo digo de una vez: un día la fuerza nos abandona. Algunos fingen fortalezas inagotables pero mienten:
su único patrimonio es el vacío, Sumé tres mañanas leyendo La Libertad, el gran órgano del positivismo mexicano durante la dictadura de Porfirio Díaz. Copié artículos desconocidos de Justo y Santiago Sierra, Manuel Gutiérrez Nájera y Francisco Cosmes. Guardo archivos electrónicos con una cantidad considerable de exhumaciones. Los investigadores somos sepultureros, traficantes de huesos viejos salvados apenas por ese momento en que la materia del pasado se vuelve combustible para el presente. Los periódicos viejos guardan el imán inexplicable de las vidas perdidas en otros tiempos. Uno de los imanes me atrajo a dos noticias del mes de octubre de 1881. Mientras un buque fondeaba en Veracruz cargado de sueños europeos, pasajeros exhaustos de sol y tormentas marítimas, un escandaloso crimen había ocurrido en la Ciudad de México. Durante una sesión de espiritismo en una casa de la calle de Escalerilla, una mujer asesinó a un hombre: "Una médium poseída por seres indescifrables mata a un inocente". Tomé notas para el improbable libro por el que gané una de las becas que otorga el gobierno a escritores que lo engañan como yo. El viernes por la tarde cerré mi laptop protegido por la argucia del deber cumplido. La noche que cubría el exterior de la hemeroteca le daba un aire siniestro a los alrededores de la Ciudad Universitaria. En esa zona eran frecuentes los robos, los asaltos, las golpizas. Por sobre todas las cosas, de eso se trataba México en aquel tiempo. Dentro del coche metí la mano a la bolsa del saco para tomar un cigarrillo.
Dejar de fumar había sido otra de mis batallas perdidas. Anoté en un papel pegado a la cajetilla un número, la cantidad de cigarrillos que había fumado. Hasta ese momento había aspirado veinte. Un triunfo de la voluntad. Recordé la frase de Mark Twain: "Dejar de fumar es facilísimo, yo lo he hecho miles de veces". Junto con el paquete, mis dedos trajeron la servilleta con la dirección que apuntó Cisneros. La cita era el sábado a la seis de la tarde.
Esa noche me entregué a la libertad y al capricho. De regreso de la hemeroteca modifiqué el rumbo y me detuve en una cantina de la avenida Revolución. Bebí y fumé sin enjuiciarme. Mientras derrotaba al fiscal que nos vuelve la vida insoportable leí en el periódico noticias de incordios políticos, disputas electorales, actos de corrupción. Creer o no creer ocupaba el centro de la vida pública, como si la fe hubiera tomado el lugar de los acontecimientos verificables. Bien pensado, la fe siempre usurpa las funciones de los hechos. Más tarde revisé los archivos de mi computadora. En los últimos meses había logrado algunas páginas presentables acerca de las encrucijadas culturales de finales del XIX, el cambio de siglo visto a través de figuras como Tablada, Nervo, Couto, Leduc, Ceballos, Campos, algunos de los poetas y narradores de Revista Moderna, ese antro genial y no poco pretencioso de las letras mexicanas. Ellos despidieron al siglo XIX y recibieron el XX entre fantasías de burdel, sueños de ajenjo, relatos de suicidio y desafIos a la muerte.
El único tramo claro de mi vida en ese entonces lo ocupaba un contador inflexible que se había adueñado de mis años. Todo lo calculaba: los días, las horas, los cigarros, los whiskys, las calorías, los kilos, las páginas, los fracasos. El contador recaudaba cada noche sus impuestos. Seguí la huella de mi instinto y evadí las cifras. Me escapé del interventor y salí de la cantina festejando una liberación. Unas calles adelante entré en un hotel. Frecuenté hoteles de paso
con Andrea Cisneros y en mis años locos con mujeres enredadas en la telaraña de mis mentiras. Me registré y subí a mi cuarto. Abrí el Aviso Oportuno de El Universal y leí: "Modelo edecán. Sinaloense. Elegante, personalidad, seducción excitante. Erótica, lencería, ligueros. Parejas, lesbianas. Soy independiente. 5603-2289. Pregunta por Abby".
Pregunté.
-Vi tu anuncio en el periódico.
Me interrumpió:
-Tengo los ojos aceitunados y treinta años. Mis medidas son 86, 59, 90; mi altura, uno setenta y tres Pelo largo y rubio, a media espalda. Mil doscientos pesos, dos horas, todos los contactos que quieras.
Debe ser la edad. En mi juventud nunca fui con putas, pero de un tiempo a esta parte empezaron a interesarme los encuentros rápidos liberados de la guillotina de los com-
promisos, lejos de los hundimientos irrevocables. Recibí en el cuarto a una mujer joven dispuesta a los fuegos breves, en la cúspide de sus veinte, de pelo en llamas amarillas, uno setenta de estatura y, en eso no había mentido, una mirada casi vegetal en distintos tonos de verde. Usaba un abrigo negro, ligero, un sombrero de fieltro, muy cerca delflapper, una blusa fucsia entallada, un pantalón negro y zapatos altos.
-¿Cómo te quieres llamar?
-Abby.
-¿Te gusto? -me preguntó mientras se desvestía.
-Me gustas -le respondí cuando empezamos a intercambiar nuestras sombras.
Alguna vez Tlalpan fue un lugar de fincas y casas de campo, huertas amplísimas, grande jardines, largos y altos muros de adobe, calles solitarias abi madas en el silencio. Aquel territorio de roca volcánica y fuentes brotantes emergió del desastre. Las calamidades destruyen y crean regiones inimaginables. En esos días, por cierto, yo buscaba regiones devastadas en mí mismo. Todos buscamos esas regiones, pero les anticipo: es inútil.
El magma del Xitle sepultó a los pueblos cuicuilcas, los ríos desviaron su cauce bajo una capa de lava de ochenta metros. Mientras se enfriaba la superficie del pedregal, en la profundidades la lava seguía en movimiento. Los gases buscaron su propia salida formando enormes grietas que se convirtieron en cuevas. Las corrientes de agua trasminaron la piedra porosa en el fondo de la tierra y emanaron fuente cristalinas, manantiales en el pedregal y entre el bo que. Un edén petrificado. Ése era el paisaje de Santa Úrsula, Peña Pobre, Fuentes Brotantes, Xitla. Con el paso del tiempo, donde hubo un cedral pusieron un campo de golf, donde brotaban aguas cristalinas crecieron edificios de interés social y basurales. A esto algunos le llaman progreso.
El tránsito en la avenida Tlalpan era un enjambre de hojalata hirviente. Inventé un atajo. Tengo manía por lo atajos. Detrás del Estadio Azteca las calles me llevaron por callejones donde apenas avanzaba el coche entre los muros. En las esquinas se acumulaban montañas de basura y bandas de jóvenes pobres. A las seis y media de la tarde oscurecía. Cuando pasé frente a un cementerio y decidí que estaba perdido llegué a la esquina de las calles de Congreso y Galeana. Di vuelta en Congreso y estacioné el coche. Toqué en un portón de madera, bajo un gran farol, que unía dos muros altos de piedra y adobe. Pregunté:
-¿Andrea Cisneros?
-Lo están esperando +me dijo un hombre guiándome por un camino de baldosas que dividía un jardín sembrado de nísperos.
Caminé por el pasillo de una construcción del siglo XVIII cuya remodelación respetó los arcos coloniales, los pechos de paloma y los balcones. Un gran candelabro en el techo iluminaba la sala. De lejos vi a una niña en la habitación, pero cuando avancé unos pasos observé un rostro cruzado por el tiempo y unas manos pequeñas trabajadas por los años. Dos hombres y tres mujeres, Cisneros entre ellos, rodeaban a una enana sentada en un sillón de respaldo alto
que la empequeñecía aún más. Hice mis cálculos mientras Andrea me presentaba como un estudioso del pasado mexicano. La enana se había enfundado en un vestido azul eléctrico, las iernas le colgaban del asiento y terminaban en unos botines negros lustrados con obsesión. Uno treinta de estatura.
-La verdad es un árbol con raíces -dijo la enana a través de una voz metálica, un sonido en litigio con la anatomía humana-o Cada uno tiene sus propios misterios y cada uno debe escribir su propia Biblia. La vida no es nada.
Me sublevé. Atravesar la ciudad cortando el tránsito intolerable de un sábado por la tarde para oír el sermón de una enana demagoga era un castigo inmerecido. Como si no lo supiéramos: lo único que no echa raíces es la verdad y la Biblia que todos escribimos termina como la otra, con una traición y un crimen. Por culpa de la enana destruí el plan del día. Fumé cinco cigarrillos en media hora. Aniela Long contó su historia.
Una noche de verano del año de 1954, cuando sus padres vivían y ella era una enana adolescente, alguien tocó la puerta. Tlalpan todavía conservaba los rasgos campestres que perdió con el crecimiento de la Ciudad de México. En la calle oscura retumbaron los aldabonazos urgentes en el portón. Aniela acompañó a su padre a la puerta. En el umbral aparecieron un hombre y una mujer envuelto en sombras. El hombre le dijo: "Venimos de la tierra de los muertos y no encontramos lo que buscábamos. Ayúdanos, Aniela". El señor Long cerró la puerta, pero el mensaje había sido depositado en el mundo de los vivos. Desde entonces Aniela Long supo que podía comunicarse con los muertos. El padre de la enana hizo sus primeras armas masónicas en lajuventud e inició a su hija en la tradición masónica arcana. Hundida en el sillón, la enana contó esta historia salida de los metales de su voz:
-Los primeros francmasones eran los canteros que edificaron el Templo de Salomón en Jerusalén. Durante la construcción, algunos masones fueron iniciados en los misterios có micos relacionados con la geometría, las matemáticas y la alquimia. Cada piedra que utilizaban para construir el templo no era una piedra corriente sino una Piedra Filosofal. Ese conocimiento se transmitió de masón a masón a través de los siglos -continuó la enana-o Después de la noche de las sombras que regresaron de la tierra de los muertos, mi padre me llevó a una sesión espiritista. Ahí se reveló que yo era una médium muy dotada y supe que se puede ver más lejos cuando nos asomamos a la oscuridad desde la luz y no, como se cree, cuando vamos de la oscuridad hacia la luz. Lo primero revela, lo segundo deslumbra. ¿A qué hora empezamos?
La enana los tenía en un puño, suspendidos en el estupor. Según entendí, los dos matrimonios y Andrea se reunían sin excepción cada sábado en la casa de Tlalpan. Hice un plan de evasión: el baño, una disculpa y de nuevo a la ciudad. Andrea me esperó afuera del baño.
-Quédate a la sesión.
-¿Espíritus a mis años? Nos hablarán los muertos, nos van a explicar nuestras vidas pasadas. Me voy.
-Quédate por mí.
Me quedé.
Nos sentamos alrededor de una mesa redonda de madera en un salón dedicado a las sesiones espíritas. La enana colocó un vaso con agua en el centro de la mesa. La luz en penumbras hacía visible la oscuridad y le disputaba cada rincón a las tinieblas. La enana nos ordenó que colocáramos las manos suavemente sobre la mesa y que nos rozáramos con las yemas de los dedos. Mi lugar estaba entre Andrea y un hombre a quien conocí durante sus años militantes en uno de nuestros partidos de izquierda, un hombre ornado con el estandarte de las creencias.
Al cabo de unos minutos de silencio, el agua del vaso se movió, primero con suavidad, luego como si alguien sacudiera el vaso, se formó una figura líquida en la madera.
Busqué la trampa, pero lo que vino después me impidió descubrir la mano espírita que agitaba el agua. La enana tragaba saliva, emitía sonidos animales. Empezó a hablar:
-Uno de ellos morirá pronto -dijo con una voz grave, una tonalidad distinta a la que habíamos oído minuto antes-. Un hotel, una mujer de la noche: que se perdone a mismo.
-¿Quién nos visita? -preguntó Andrea.
-El más joven de ellos morirá.
-¿Quién nos visita? -insistió, pero no hubo respuesta.
La enana tosía, se atragantaba con su propia saliva, le faltaba el aire. El trance la desvaneció. Andrea y el comunista espírita la cargaron y la recostaron en un sillón de la sala. Aniela parpadeaba. Recuperada la voz metálica contó un extraño cuento acerca de los espíritus que encontró durante el trance, siete sombras en una casa iluminada por velas.
-Siete hombres reunidos alrededor de una mesa. Uno de ellos me ofreció flores, pero otro fue hostil y agresivo. Tenía miedo -dijo Aniela desorientada, perdida en el tiempo-. Nos entregan un mensaje.
Presencié esta escena atrás del grupo que la rodeaba y retuve la imagen con las tenazas de la incredulidad. Andrea Cisneros me tomó del brazo y me dijo en voz baja, al oído:
-Necesito un trago -más que oírla sentí el calor de su aliento en el cuello.
Regresamos por el camino de baldosas flanqueado por nísperos. Acompañé a Cisneros a su coche y caminé hacia el mío. Ella preguntó:
-¿En qué bar?
-En el de tu casa -sugerí-o Dos tragos, no más -habló el contador.
La calle creaba efectos fantasmales. Sombras de árboles proyectadas en los muros de adobe, ruidos inexplicables: un gato inmortal atravesó la noche de Tlalpan. Prendí un cigarro aceptando que había sobrepasado el límite, "Enana de mierda", pensé cuando encendí el motor. Desde luego, nadie en esa casa sabía del hotel y de la prostituta, sólo yo, si acaso.
A vuelta de rueda en Insurgentes. Una línea dorada, inmóvil, hasta el edificio en que Andrea puso su casa después de nuestra separación, un departamento en la calle Xola. Tardé en llegar más de lo estimado. Lo supe porque, según el interventor, en el coche fumé cuatro cigarrillos duran-
te el viaje.
-Te perdiste otra vez -afirmó Andrea entregándome un whisky.
-Menos que los extraviados en el mundo de los espíritus -respondí a punto de dar el primer sorbo.
-¿Lo dudas? Aniela se comunica con los muertos, espíritus incansables que vagan entre nosotros -de nuevo la fuerza destructiva de la fe en sus palabras.
-El único espíritu que vi fue el de una enana histérica, una charlatana de manicomio, llévenla al psiquiatra y enciérrenla con una chambrita de fuerza.
-¿Con quién? ¿Con Armijo? Te has convertido en una copia al carbón de tu psicoanalista. Creen que con fármacos y diván se acaba con otras realidades. Como sea, le ayudará más a ella que a ti. Tú eres un caso perdido.
Tenía razón. Me bebí el whisky de tres sorbos y me serví el siguiente, doble. Encendí el cigarrillo número treinta y cinco del día, de nuevo el contador me acompañaba.
-¿De verdad crees en la vida después de la muerte?
-Los he oído y los he visto. Tú fuiste testigo.
-Oí a una enana hablar con la voz de un viejo, una duplicación de la personalidad, nada más.
-Oíste una voz de otro tiempo que hizo contacto con nosotros.
Ella bebía brandy y repetía de memoria creencias infiltradas en sus desengaños. La necesidad de creer en la penumbra del más allá se convirtió en una nueva misión. Como no había cambiado al mundo en su juventud, Andrea decidió mudarse a otros mundos menos miserables que el nuestro. No hay fanatismo sin doctrina. El círculo espírita de la casa de Tlalpan se había acercado a maestros del misticismo cristiano como Eckhart o Nicolás de Cusa, algunos textos recuperados de la teología espiritista del visionario sueco Emanuel Swedenborg, tratados de ocultismo, mesmerismo y las invocaciones de Allan Kardec.
El grupo de Tlalpan consideraba la existencia del alma humana y su supervivencia después de la muerte un asunto que requería respuestas. Aniela Long era una de ella. Todos ellos consideraban a la enana una médium ajena a la limitaciones temporales, al espacio tridimensional. Para ponerle
tierra firme a sus especulaciones leían a J. C. Zoellner, un investigador psíquico que sostuvo desde 1879 hasta el día de su muerte la existencia de una cuarta dimensión de la realidad; en ese lugar habitaban seres capaces de adentrarse en nuestro mundo. Éstas eran las pruebas, el respaldo de la teoría de la supervivencia post mórtem o la verdad de otras realidades al margen de la nuestra. Este poderoso brebaje los había narcotizado.
-Aniela es capaz de ver los espíritus de los muertos. Ha tenido visiones que presagian la muerte. En una ocasión vio la imagen de un féretro donde yacía su madre. Dos meses después murió -había una sincera conmoción en sus palabras, un anhelo triste de verosimilitud y eternidad. Andrea fue más allá-: Algunas veces Aniela ve fantasmas detrás de las personas de las que está cerca. Muchas veces son fuerzas protectoras.
Guardé silencio. Ya dije que dialogar con la fe de los otros es imposible. Acepté que sus dudas sobre la vida y la muerte eran, por desquiciadas que sonaran, legítimas. Muchas veces la legitimidad crece en la locura. Cuando me despedí, Andrea me desafió:
-Vamos el próximo sábado.
No respondí, en parte porque estaba haciendo las cuentas de la noche: ocho whiskys, cuarenta y cinco cigarrillos, tres horas. El contador nunca descansaba.
Esa noche soñé con mi muerte. Desperté ahogándome con mi propia saliva. Pasé el resto de la noche fumando, entregado a los misterios de la sesión de esa tarde y al vaticinio de la enana. Repetí la frase: "Uno de ellos morirá pronto. Dejen que se perdone".
A la mañana siguiente marqué el número de mi analista, pero Armijo no contestó el teléfono. Cuando uno los necesita, los psicoanalistas desaparecen. Por eso recurrí a mi
amigo Ernesto Carmona, un colega mayor al que quise por su facilidad para construir mundos propios e irrepetibles:
-¿Crees en la vida después de la muerte?
-¿Estás borracho?
-De verdad. ¿Crees en algo más allá de la vida?
-De momento, no.
Me invitó a comer ese día. Me prometió una plática sobre la muerte. Cuando llegué, su casa era una jaula de pájaro. Dos o tres políticos en el candelero, un escritor que gastaba
las suelas en cocteles y se apuntaba a todos los premio literarios, mujeres a la caza de un porvenir renombrado, en fin, una desgracia de la que Carmona se sentía orgulloso mientras renovaba el tiempo de gloria de sus compañeros del año de 1968. Fijé una frontera con el hacha de las opiniones irreversibles: la generación de la libertad estaba formada por los hombres menos libres que he conocido. Adoradores de la fama, propia y ajena, atados al potro del prestigio,
buscadores inauditos de poder, complacientes con políticos truhanes, sumisos con los caciques de la cultura. En eso terminó la epopeya de sus años juveniles, en el cautiverio de la ambición desaforada, en la codicia oculta tras sus banderas de pioneros demócratas. Cuando salí de la casa de Carmona, la frase de la enana regresó: "El más joven de ellos morirá".
Sonó mi teléfono celular. Andrea Cisneros:
-¿Vendrás el sábado?
-¿Qué edad tienen los que van con Aniela?
-¿A quién le importa?
-A mí. ¿Son de mi generación?
-Todos son mayores que tú, incluyéndome, por seis meses, ¿o ya te olvidaste también de mi fecha de nacimiento? ¿Vienes o no?
-Voy.
-¿Crees en la vida después de la muerte?
-¿Estás borracho?
-De verdad. ¿Crees en algo más allá de la vida?
-De momento, no.
Me invitó a comer ese día. Me prometió una plática obre la muerte. Cuando llegué, u casa era una jaula de pájaro. Dos o tres políticos en el candelero, un escritor que gastaba las suelas en cocteles y se apuntaba a todos los premio literarios, mujeres a la caza de un porvenir renombrado, en fin,
una desgracia de la que Carmona se sentía orgulloso mientras renovaba el tiempo de gloria de sus compañeros del año de 1968. Fijé una frontera con el hacha de las opiniones irreversibles: la generación de la libertad estaba formada por los hombre menos libres que he conocido. Adorado-
res de la fama, propia y ajena, atados al potro del prestigio, buscadores inauditos de poder, complacientes con políticos truhanes, sumisos con los caciques de la cultura. En eso ter-
minó la epopeya de sus años juveniles, en el cautiverio de la ambición desaforada, en la codicia oculta tras sus banderas de pioneros demócratas. Cuando salí de la casa de Carmona,
la frase de la enana regresó: "El más joven de ellos morirá".
Sonó mi teléfono celular. Andrea Cisneros:
-¿Vendrás el sábado?
-¿Qué edad tienen los que van con Aniela?
-¿A quién le importa?
-A mí. ¿Son de mi generación?
-Todos son mayores que tú, incluyéndome, por seis meses, ¿o ya te olvidaste también de mi fecha de nacimiento? ¿Vienes o no?
-Voy.
La tarde húmeda del 6 de mayo de aquel año, el círculo espiritista se reunió de nuevo en la casa de Tlalpan. Andrea y yo llegamos en el mismo coche y atravesamos juntos el camino de baldosas que dividía el jardín sembrado de nísperos. En la sala nos esperaban la enana y cuatro espiritistas. Cuando saludé a Aniela Long, me dijo:
-Si no quiere, no tiene por qué estar aquí. La vida no es nada.
Si hubiera tenido un espejo enfrente habría visto una sonrisa quebrada y estúpida dibujada en mi cara de asombro. La enana me había derrotado de nuevo antes de empezar la sesión.
-Me interesa lo que ocurrirá aquí esta tarde -me disculpé, pero ella me dio la espalda para hablar con el viejo comunista espírita.
Por segunda vez, Aniela Long me alteraba. Al menos había una posibilidad entre mil de que por algún medio, conocido o desconocido, supiera de mi encierro en el hotel con una puta. De ser así, entonces en la puerta tocaba el vaticinio de mi muerte. Por lo demás, alguien le dijo o ella percibió desde la primera vez mis sospechas de la mentira en que se fundaba el teatro espírita.
-Pasemos -dijo la enana encabezando una fila silenciosa de siete creyentes.
Nos sentamos alrededor de la mesa de madera. Pusieron dos vasos de agua en vez de uno. La habitación estaba más oscura que la vez anterior. Un juego de sombras reflejaba en el muro formas indescifrables desprendidas de las llamas de dos velas puestas en una repisa de madera labrada. La enana dio la orden. Nos tocamos con suavidad las yemas de los dedos. Durante tres minutos, el silencio fue la única señal del otro mundo.
-Pedimos con respeto la asistencia de los seres que traen un mensaje para esta casa -se oyó la voz metálica de Aniela.
Nadie respondió.
-En esta casa son bien recibidos -insistió la enana.
Un minuto después el agua de los vasos se movió como sacudida por una mano invisible, la enana se contorsionó sobre la silla. Habló con la voz grave de un hombre:
-¿Qué quieren de nosotros?
Cisneros tomó la palabra:
-Un mensaje y la paz eterna para ustedes.
-Vienen de la tierra de los muertos. ¿Cuándo murieron? -preguntó alguien a través de la voz ronca de Aniela.
-No hemos muerto. Aún estamos aquí -respondió Andrea.
La enana tosía, tragaba saliva y movía la cabeza hacia atrás.
-¿Quiénes son ustedes? -preguntó Andrea con la voz cortada por el asombro.
-Somos artistas y ustedes nos visitan -Aniela tosía mientras hablaba-o Hemos desafiado a la muerte ya la eternidad con el exceso perpetuo: ¿su visita es una advertencia?
Necesitaba un cigarrillo, ese día había fumado dieciocho. Siempre que me siento confundido me dan ganas de fumar. Andrea interrumpió mi deseo:
 -¿En dónde están?
-En San Agustín de las Cuevas. Buscamos a Bernardo en el olor de los nísperos. ¿Ustedes cuándo murieron? -insistió la voz del hombre a través de Aniela.
-No estamos muertos -apenas se oía la voz de Cisneros en las sombras.
-Nos hemos reunido para invocar a Bernardo y pedirle que descanse en paz.
-¿Quién es Bernardo?
-El más joven de nosotros. Lo perdimos y ahora invocamos su alma para el descanso y el perdón.
-¿Quién es Bernardo? -la voz de Andrea recurría al énfasis inútil del eco.
-El más joven de nosotros. Ustedes, ¿cuándo murieron?
Se oyó un golpe seco en la mesa y luego un silencio oscuro.
La enana tardó en regresar del trance. Le dieron un té de hierbas preparadas. En la casa de Tlalpan también creían en la herbolaria; según ellos, en la antigüedad los mexicanos eran sabios. Los espíritas se arrebataban la palabra. Andrea preguntó:
-¿Quién vino esta noche?
Aniela tragó el menjunje y dijo con una voz que atravesó el espejo opaco de la verdad:
-Nadie nos visitó esta noche. Nosotros hicimos la visita y asistimos a otro lugar y a otro tiempo. Han ocurrido dos sesiones espíritas al mismo tiempo. Hemos sido nosotros quienes llevamos un mensaje de muerte.
-¿Quién es Bernardo? -preguntó Andrea.
-No lo sé -respondió Aniela antes de sorber el bebistrajo de hierbas ancestrales-. Estuvimos fuera del tiempo, no por encima, sino dentro, entre lo antiguo y lo nuevo.
Encendí el cigarrillo número diecinueve. En materia de voluntad, el mejor día de la semana, el contador me habría felicitado. La enana había ofendido mi incredulidad, como cuando un agnóstico recibe una prueba del absoluto.
Después de esa tarde de mayo, no regresé a la casa de Tlalpan. Me reintegré a la rutina de los archivos y a los sueños nocturnos de principios del siglo xx. La verdad saltó de una pila de documentos roídos por el tiempo, a punto de perder la memoria. Se trataba de una carta de Ciro Ceballos a José Juan Tablada, pensionado entonces en Japón por el mecenas Jesús Luján. La mano de Ceballos fechó esas líneas el 6 de mayo de 1901. El vago azar o las precisas leyes, como
quería el clásico, me pusieron en el centro de la trama; la caligrafia irregular decía:
Hemos perdido a Coutito. Lo enterramos hace una semana en el panteón francés. Al tercer día de su muerte nos reunimos a invocar su espíritu perdido bajo la luna tramontana de San Agustín de las Cuevas. A la sesión espírita asistimos Luján, Leduc, Campos, Valenzuela, yo y una médium que nos presentó Alfredo Ramos Martínez. A la luz de las velas invocamos a Coutito. Aunque te sé descreído te lo cuento: en algún momento de la sesión un fuerte olor a nísperos inundó el salón. Buscando el espíritu de nuestro amigo dimos con la voz de otros muertos. Una mujer desdichada nos preguntó por el momento de nuestra muerte. Nos erizó la piel la idea de que en verdad estuviéramos muertos. No hay fantasmas más tristes que los que se niegan a abandonar el reino de los vivos. Así les pasaba a estas almas en pena que encontramos mientras buscábamos a Bernardo, sombras aferradas a la tinta neutra de la vida y sus desgracias ...
Lo supe de golpe, como cuando llega una revelación. Entendí entonces la grieta del tiempo en la que habíamos caído. En el momento en que oí el diminutivo, Coutito, agregué en mi mente el nombre: Bernardo, una leyenda negra de las letras mexicanas. El joven Couto era un desastre insufrible de alcoholismo y pedantería juveniles. Envenenado por Laforgue, Baudelaire, Verlaine, desde los diecisiete años el escritor maldito despeñó su vida en bares y prostíbulos. Algunos investigadores han visto en él a una víctima de la bohemia. En lo personal, siempre me pareció un son o sin oficio ni beneficio. Couto vivía en el Hotel del Moro con Amparo, una prostituta recobrada de los burdeles en el alba del xx en la Ciudad de México. Dilapidaban la noche en tugurios inconcebibles. Se sentía el príncipe de los amaneceres, pero deambulaba por la calle de Santa Isabel como un vagabundo. En sus últimos meses lo torturó el dolor en las encías partidas por la piorrea. El exceso de bromuro lo convirtió en un amnésico perdido. Y con todo, les hacía gracia a sus amigos artistas, al fin y al cabo era uno de los fundadores de Revista Moderna. Murió de una pulmonía fulminante el S de mayo de 1901, a los veintidós años de edad.
La reunión en la casa de Tlalpan sucedió el 6 de mayo del año 200 1, cien años y tres días después de la muerte de Cauto. Tendido en el ataúd, Bernardo recibió la visita de Alberto
Leduc, Rubén Campos, Pablo Escalante Palma y Ciro Ceba- 110. inguno de los espíritas de este lado del mundo conocía esta historia, no tenían por qué conocer esta intriga inútil del tiempo en que se levantaba el telón del nuevo siglo. Me llevé conmigo el secreto. Pude revelárselo a Cisneros, pero
preferí no hacerlo. Aquel día, después de la sesión, Andrea y yo caminamos por el jardín antes de atravesar el portón de madera empotrado en los muros de piedra y adobe. Más tarde la despedí en el edificio de Xola. Me fui a beber solo y a poner en orden la trama enloquecida a la que me arrastró Andrea.
En la cantina de avenida Revolución dije en voz alta:
-Enana de mierda.
Me había bebido ocho whiskys y fumado veinte cigarrillos en dos horas. Todo un récord. El interventor estaba sentado frente a mí. Siempre he sido un egoísta, a nadie le revelé los datos de esta historia. Estoy mintiendo, se la conté a Armijo, pero los analistas están programados para
no creer en nada. Salí a la noche sucia de avenida Revolución y caminé al hotel. Cuando me registré pensé sin rencor en Andrea Cisneros. No era la primera vez que dejaba una
puerta abierta hacia la oscuridad. Les digo de nuevo: todas las enanas son una mierda.





Dos joyas filmadas por mujeres

 En los días en que estuve a media máquina vi dos joyas filmadas por mujeres:  - "Atlantics", película franco senegalesa de Mati D...