En el suplemente Kiosko de El Universal de hoy aparece mi artículo "La cama es mi Plaza de Marrakesh".
Mañana lo subo al blog. Prometido!
11/10/09
4/10/09
"La justicia" en la Suprema Corte
En El Universal de hoy
México D.F., a 4 de octubre de 2009
"La justicia” en la Suprema Corte
Sandra Lorenzano
En México hay un altísimo porcentaje de personas en la cárcel esperando que les dicten sentencia. La duración de los procesos (y la referencia a Kafka implícita en este término no parece casual) excede vergonzosamente los plazos establecidos por la Constitución. Esto quiere decir que quizá muchos de quienes (sobre)pueblan nuestros reclusorios sean inocentes, o hayan ya cumplido el tiempo que les correspondería como pena. Por supuesto, la mayor parte de estas demoras se da entre gente de escasos recursos, entre otras cosas por la ineficiencia y la corrupción de los “abogados de oficio”, tal como lo reportan los informes de la Comisión de Derechos Humanos del DF sobre el tema. Archivos y más archivos, expedientes y más expedientes se acumulan, amontonados, amarillentos, olvidados, postergados, en más de una oficina. Ya lo contó José Clemente Orozco en uno de los murales que pintó en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y este es sólo uno de los vicios de nuestro sistema judicial.
Por otra parte, muchos delincuentes circulan libremente junto a nosotros, habiendo convertido a nuestro país en uno de los más violentos e inseguros del mundo. Claro que muchas veces estos delincuentes usan uniforme u ocupan cargos públicos.
De estos temas habla, entre otras cosas, la obra que Rafael Cauduro realizó, casi siete décadas después que el muralista tapatío, también para la SCJN. Su título es La historia de la justicia en México y fue inaugurada el pasado mes de julio. De estos temas habla. De las terribles fallas del sistema de justicia mexicano. O dicho de otra manera: de algunos de los rostros de los condenados de la Tierra.
En una superficie de 290 metros formada por ocho muros ubicados en tres niveles, en la llamada “escalera de magistrados”, los “siete crímenes mayores” que ahí aparecen son una bofetada de realidad en el recinto que ocupa la autoridad máxima del Poder Judicial. Imágenes de homicidios, violación, secuestros, torturas, procesos viciados, represión estatal nos golpean desde esas paredes convertidas en denuncia y recordatorio permanente de nuestra ensangrentada cotidianidad.
¿Habrán pensado en algo así los máximos jueces de la nación al encargar el proyecto? El día de la inauguración, el ministro Ortiz Mayagoitia hizo votos para que las futuras generaciones vieran esta crítica como aquello que nuestro país logró superar. El pintor fue quizá menos optimista; frente al panorama actual no se trata, dijo, de hacer “celebraciones” de ningún tipo al hablar de la justicia.
Por supuesto que, a pesar de una que otra denuncia, son mucho más tranquilizadoras las imágenes creadas por Luis Nishizawa, Leopoldo Flores e Ismael Ramos para las otras tres esquinas del recinto. La propuesta de Cauduro es artísticamente sorprendente. Simbólicamente brutal. No parece haber salida posible en los relatos que cuentan esos muros convertidos en pesadilla.
Allí está el tzompantli cuya vista recibe cada día a los ministros cuando pasan del estacionamiento a la puerta del elevador que los llevará a sus oficinas. No dudo que muchos de ellos entren mirando al suelo o desviando los ojos. Las hileras de cráneos sobrecogen a pesar de la pátina que les da el “tranquilizante” relato de la arqueología. Está también la “sala de expedientes” —mi fragmento favorito del mural—, con el óxido que cubre por igual los legajos y los rostros desesperanzados que alcanzan a vislumbrarse en los cajones, como fantasmas de la angustia y la resignación. Sobre otro de los paneles, la perspectiva nos envuelve en el vértigo de la caída para llevarnos al fondo de un pozo; allí compartimos el espacio con un cuerpo cuya silueta está señalada con una línea blanca.
¿Quién ha cometido el crimen? ¿Alguno de los cientos de reclusos que se asoman por los barrotes de una cárcel cuya diabólica estructura se pierde en un horizonte sin salidas? ¿O el secuestrador que tiene arrinconado en un cuarto a un hombre de camisa blanca y corbata? ¿O tal vez el que ha violado a la mujer que sangra sobre una silla? ¿O quizá alguno de los que miran desde “afuera” como si se tratara sólo de un espectáculo? Lo turbio, lo oscuro, lo perverso, lo violento de nuestra sociedad y su sistema de justicia está ahora sobre los muros que ven cada día los funcionarios del máximo tribunal de la nación. Ni más ni menos.
El trabajo de planos y perspectivas es magistral. El mensaje, desconsolador. Esas escenas que rematan con la represión a una marcha que a, su vez, sale de una pared grafiteada que, a su vez, es parte de los cuerpos de los soldados que, a su vez… en un juego de cajas chinas que recuerda en algo a los laberintos visuales de Escher, pero pasados por el horror de nuestra realidad nacional, buscan la continuidad entre la calle y el silencio del recinto. El inicio de la escalera está junto a una puerta que da al exterior. La semejanza que desde ahí se ve entre lo pintado por Cauduro y el “cuadro viviente” que ofrece el Centro Histórico no es mera coincidencia.
En el último piso unos uniformados montan guardia sobre los vidrios (de hecho, Rafael Cauduro fue el único de los artistas invitados a pintar en los muros de la Corte que utilizó y modificó también las ventanas). Tras esas figuras militares o policiales, un grupo de ángeles con rostro de mujer intenta desplegar las alas. Si lo lograrán o no es una de las tantas preguntas que quedan abiertas. Del inframundo de los cráneos que nos reciben en el sótano a un cielo que dudosamente pueda consolarnos.
Las respuestas —después de las resoluciones de Acteal, del caso Lydia Cacho, de los curas pederastas, del nombramiento del nuevo procurador general de la República, de los también “nuevos” 6 millones de pobres, de los más de 14 mil asesinados en lo que va del sexenio, de los narcotraficantes en las listas de Forbes, etcétera, etcétera, etcétera— pueden ustedes imaginarlas.
Escritora
México D.F., a 4 de octubre de 2009
"La justicia” en la Suprema Corte
Sandra Lorenzano
En México hay un altísimo porcentaje de personas en la cárcel esperando que les dicten sentencia. La duración de los procesos (y la referencia a Kafka implícita en este término no parece casual) excede vergonzosamente los plazos establecidos por la Constitución. Esto quiere decir que quizá muchos de quienes (sobre)pueblan nuestros reclusorios sean inocentes, o hayan ya cumplido el tiempo que les correspondería como pena. Por supuesto, la mayor parte de estas demoras se da entre gente de escasos recursos, entre otras cosas por la ineficiencia y la corrupción de los “abogados de oficio”, tal como lo reportan los informes de la Comisión de Derechos Humanos del DF sobre el tema. Archivos y más archivos, expedientes y más expedientes se acumulan, amontonados, amarillentos, olvidados, postergados, en más de una oficina. Ya lo contó José Clemente Orozco en uno de los murales que pintó en la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y este es sólo uno de los vicios de nuestro sistema judicial.
Por otra parte, muchos delincuentes circulan libremente junto a nosotros, habiendo convertido a nuestro país en uno de los más violentos e inseguros del mundo. Claro que muchas veces estos delincuentes usan uniforme u ocupan cargos públicos.
De estos temas habla, entre otras cosas, la obra que Rafael Cauduro realizó, casi siete décadas después que el muralista tapatío, también para la SCJN. Su título es La historia de la justicia en México y fue inaugurada el pasado mes de julio. De estos temas habla. De las terribles fallas del sistema de justicia mexicano. O dicho de otra manera: de algunos de los rostros de los condenados de la Tierra.
En una superficie de 290 metros formada por ocho muros ubicados en tres niveles, en la llamada “escalera de magistrados”, los “siete crímenes mayores” que ahí aparecen son una bofetada de realidad en el recinto que ocupa la autoridad máxima del Poder Judicial. Imágenes de homicidios, violación, secuestros, torturas, procesos viciados, represión estatal nos golpean desde esas paredes convertidas en denuncia y recordatorio permanente de nuestra ensangrentada cotidianidad.
¿Habrán pensado en algo así los máximos jueces de la nación al encargar el proyecto? El día de la inauguración, el ministro Ortiz Mayagoitia hizo votos para que las futuras generaciones vieran esta crítica como aquello que nuestro país logró superar. El pintor fue quizá menos optimista; frente al panorama actual no se trata, dijo, de hacer “celebraciones” de ningún tipo al hablar de la justicia.
Por supuesto que, a pesar de una que otra denuncia, son mucho más tranquilizadoras las imágenes creadas por Luis Nishizawa, Leopoldo Flores e Ismael Ramos para las otras tres esquinas del recinto. La propuesta de Cauduro es artísticamente sorprendente. Simbólicamente brutal. No parece haber salida posible en los relatos que cuentan esos muros convertidos en pesadilla.
Allí está el tzompantli cuya vista recibe cada día a los ministros cuando pasan del estacionamiento a la puerta del elevador que los llevará a sus oficinas. No dudo que muchos de ellos entren mirando al suelo o desviando los ojos. Las hileras de cráneos sobrecogen a pesar de la pátina que les da el “tranquilizante” relato de la arqueología. Está también la “sala de expedientes” —mi fragmento favorito del mural—, con el óxido que cubre por igual los legajos y los rostros desesperanzados que alcanzan a vislumbrarse en los cajones, como fantasmas de la angustia y la resignación. Sobre otro de los paneles, la perspectiva nos envuelve en el vértigo de la caída para llevarnos al fondo de un pozo; allí compartimos el espacio con un cuerpo cuya silueta está señalada con una línea blanca.
¿Quién ha cometido el crimen? ¿Alguno de los cientos de reclusos que se asoman por los barrotes de una cárcel cuya diabólica estructura se pierde en un horizonte sin salidas? ¿O el secuestrador que tiene arrinconado en un cuarto a un hombre de camisa blanca y corbata? ¿O tal vez el que ha violado a la mujer que sangra sobre una silla? ¿O quizá alguno de los que miran desde “afuera” como si se tratara sólo de un espectáculo? Lo turbio, lo oscuro, lo perverso, lo violento de nuestra sociedad y su sistema de justicia está ahora sobre los muros que ven cada día los funcionarios del máximo tribunal de la nación. Ni más ni menos.
El trabajo de planos y perspectivas es magistral. El mensaje, desconsolador. Esas escenas que rematan con la represión a una marcha que a, su vez, sale de una pared grafiteada que, a su vez, es parte de los cuerpos de los soldados que, a su vez… en un juego de cajas chinas que recuerda en algo a los laberintos visuales de Escher, pero pasados por el horror de nuestra realidad nacional, buscan la continuidad entre la calle y el silencio del recinto. El inicio de la escalera está junto a una puerta que da al exterior. La semejanza que desde ahí se ve entre lo pintado por Cauduro y el “cuadro viviente” que ofrece el Centro Histórico no es mera coincidencia.
En el último piso unos uniformados montan guardia sobre los vidrios (de hecho, Rafael Cauduro fue el único de los artistas invitados a pintar en los muros de la Corte que utilizó y modificó también las ventanas). Tras esas figuras militares o policiales, un grupo de ángeles con rostro de mujer intenta desplegar las alas. Si lo lograrán o no es una de las tantas preguntas que quedan abiertas. Del inframundo de los cráneos que nos reciben en el sótano a un cielo que dudosamente pueda consolarnos.
Las respuestas —después de las resoluciones de Acteal, del caso Lydia Cacho, de los curas pederastas, del nombramiento del nuevo procurador general de la República, de los también “nuevos” 6 millones de pobres, de los más de 14 mil asesinados en lo que va del sexenio, de los narcotraficantes en las listas de Forbes, etcétera, etcétera, etcétera— pueden ustedes imaginarlas.
Escritora
29/9/09
20/9/09
Travesías de domingo
Acabo de recibir un libro delicioso - A Plea for Eros - de una de las narradoras que más me interesan en este momento: Siri Hustvedt. Se trata de un conjunto de ensayos de corte más bien autobiográfico, que exploran la memoria personal y familiar así como el contexto en que surge la escritura, en relación con el propio oficio literario.
Va un parrafito, sólo para abrir boca:
"In my walking life, I'm a woman, buy sometimes in my dreams I'm a man... In every book, the writer's body is missing and this absence turns the page into a place where we are truly free to listen to the man or woman who es speaking. When I write a book, I am also listening. I hear the characters talk as if they were outside me rather than inside me.(...) ...when I write the same ambivalence becomes muy liberation, and I am free to inhabit both men and women and to tell their stories."
Vale la pena acercarse a las dos últimas novelas de Hustvedt publicadas en español: Todo cuanto amé y Elegía para un americano (ambas están en Anagrama). Siri Hustvedt es una maestra de la construcción narrativa, con una prosa tersa y compleja a un tiempo, con un excepcional diseño de personajes. Son las suyas narraciones inteligentes, sumamente elaboradas, profundas, con una sensibilidad seguramente enriquecida, entre otras cosas, por sus años de dedicación a la crítica de arte. En este campo, sus ensayos compilados en el libro Mysteries of the Rectangle muestran su veta más analítica y reflexiva.
Parece que este año podremos escucharla en la FIL de Guadalajara. Ojalá...
8/8/09
Ay, Rosario...
Sandra Lorenzano
Publicado en El Universal
Viernes 07 de agosto de 2009
http://www.eluniversal.com.mx/editoriales/45153.html
Una de las novelas que no sólo más profundamente me ha marcado en términos personales sino que considero fundamental para entender el México de hoy —a pesar de que apareció en 1957— es Balún Canán de Rosario Castellanos. En esas páginas en las que se cruzan las palabras de una narradora niña con la memoria ancestral de los pueblos indígenas, la corrupción oficial con la prepotencia de los latifundistas, el alcoholismo con la violencia dentro y fuera de cada hogar, aparecen los claroscuros de una realidad signada por las desigualdades, el sexismo y la explotación.
Allí están muchas de las respuestas para quienes en enero de 1994 se preguntaron con una mezcla de perversa ingenuidad e irresponsabilidad: “¿Cómo? ¿Todavía pasan estas cosas en Chiapas?”. Casi 40 años antes, Rosario Castellanos las había visto, las había sufrido, las había señalado. Pocos, muy pocos quisieron verlo entonces. Muy pocos quieren verlo aun ahora.
Balún Canán es sobre todo una novela sobre el poder. Una novela política en el mejor sentido, en la que está presente tanto la política nacional —desde la conquista al gobierno de Lázaro Cárdenas— como las micropolíticas que arman el tejido de nuestra cotidianidad. Castellanos, de cuya muerte se cumplen 35 años hoy, había aprendido en carne propia que “lo personal es político”. Sobre todo para las mujeres. El sector más oprimido de los oprimidos en las páginas de la novela. Y fuera de ella. La discriminación y la opresión construyen una pirámide en la que quienes están abajo son también los que menos tienen, los más desposeídos, los indios, pero hay además otra línea que atraviesa esa pirámide: la del género.
Sin duda muchas cosas han cambiado desde que se publicara el libro, o desde que una jovencísima Rosario se atreviera a pensar la filosofía que aprendía en la UNAM desde otra perspectiva, con otra mirada: la mirada oblicua, cuestionadora, de las mujeres inteligentes. Muchas cosas han cambiado. Muchas otras no, o no de manera homogénea en todo el país.
Por recordar sólo lo que sucede en Guanajuato, cito lo que escribió hace dos semanas, en este periódico, José Gerardo Mejía: “Por recomendación de la Secretaría de Gobernación, el Sistema Nacional para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres rechazó conformar una comisión investigadora para esclarecer distintas agresiones a los derechos humanos contra mujeres, incluida la violación de una menor de nueve años de edad”. Por recomendación de la Segob. ¡Caramba! Y podríamos hablar también de los crímenes que continúan impunes en Ciudad Juárez o en el estado de México (que tan “glamoroso” se presenta en otros aspectos) o en la frontera con Guatemala. O pensar en el caso de Ernestina Ascencio o en el de las hermanas triquis Daniela y Virginia, por si queremos decir algo de las constantes violaciones a los derechos humanos por parte de nuestro patriótico Ejército. Vale la pena entrar al sitio del Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio y darle una mirada a los aterradores datos que presentan.
O podríamos pensar en el retroceso en cuanto a legislación sobre salud reproductiva que ha habido en varios estados. Desde la histórica sentencia de la Suprema Corte en la que declara la constitucionalidad de la despenalización del aborto en el DF en las primeras 12 semanas de gestación (http://informa.scjn.gob.mx), 14 estados modificaron sus constituciones para “proteger la vida desde el momento de la concepción/fecundación”. Esto se traduce en la vulneración y desconocimiento de los derechos fundamentales de las mujeres, como el derecho a la vida, a la intimidad, a la libertad y a la autodeterminación reproductiva, todos reconocidos por la Constitución. Así lo argumentan las más de 500 mujeres que se han amparado contra las decisiones de las autoridades locales.
Es evidente la flagrante complicidad de muchos de los organismos oficiales con los sectores más conservadores de la sociedad. El desplegado redactado en el marco de la Cuarta Reunión Nacional de los Mecanismos para el Adelanto de las Mujeres en las Entidades Federativas del Sistema Nacional para la Igualdad entre Mujeres y Hombres, entre otras cosas, dice: “Exigimos que los institutos de las Mujeres y las dependencias federales, estatales y municipales cumplan con su responsabilidad jurídica de hacer realidad el derecho de las mujeres a vivir una vida libre de violencia”.
Como plantea la antropóloga de la Universidad de Brasilia Rita Segato, en el caso de la violencia contra las mujeres no estamos hablando de “violencia de género, sino sobre cómo el género es violencia y esa violencia es la fundadora de todas las otras formas de violencia. (…) El género es —desde esta perspectiva— una máquina genocida”. Ay, Rosario…
Escritora
© 2009 Copyright El Universal-El Universal Online
Publicado en El Universal
Viernes 07 de agosto de 2009
http://www.eluniversal.com.mx/editoriales/45153.html
Una de las novelas que no sólo más profundamente me ha marcado en términos personales sino que considero fundamental para entender el México de hoy —a pesar de que apareció en 1957— es Balún Canán de Rosario Castellanos. En esas páginas en las que se cruzan las palabras de una narradora niña con la memoria ancestral de los pueblos indígenas, la corrupción oficial con la prepotencia de los latifundistas, el alcoholismo con la violencia dentro y fuera de cada hogar, aparecen los claroscuros de una realidad signada por las desigualdades, el sexismo y la explotación.
Allí están muchas de las respuestas para quienes en enero de 1994 se preguntaron con una mezcla de perversa ingenuidad e irresponsabilidad: “¿Cómo? ¿Todavía pasan estas cosas en Chiapas?”. Casi 40 años antes, Rosario Castellanos las había visto, las había sufrido, las había señalado. Pocos, muy pocos quisieron verlo entonces. Muy pocos quieren verlo aun ahora.
Balún Canán es sobre todo una novela sobre el poder. Una novela política en el mejor sentido, en la que está presente tanto la política nacional —desde la conquista al gobierno de Lázaro Cárdenas— como las micropolíticas que arman el tejido de nuestra cotidianidad. Castellanos, de cuya muerte se cumplen 35 años hoy, había aprendido en carne propia que “lo personal es político”. Sobre todo para las mujeres. El sector más oprimido de los oprimidos en las páginas de la novela. Y fuera de ella. La discriminación y la opresión construyen una pirámide en la que quienes están abajo son también los que menos tienen, los más desposeídos, los indios, pero hay además otra línea que atraviesa esa pirámide: la del género.
Sin duda muchas cosas han cambiado desde que se publicara el libro, o desde que una jovencísima Rosario se atreviera a pensar la filosofía que aprendía en la UNAM desde otra perspectiva, con otra mirada: la mirada oblicua, cuestionadora, de las mujeres inteligentes. Muchas cosas han cambiado. Muchas otras no, o no de manera homogénea en todo el país.
Por recordar sólo lo que sucede en Guanajuato, cito lo que escribió hace dos semanas, en este periódico, José Gerardo Mejía: “Por recomendación de la Secretaría de Gobernación, el Sistema Nacional para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres rechazó conformar una comisión investigadora para esclarecer distintas agresiones a los derechos humanos contra mujeres, incluida la violación de una menor de nueve años de edad”. Por recomendación de la Segob. ¡Caramba! Y podríamos hablar también de los crímenes que continúan impunes en Ciudad Juárez o en el estado de México (que tan “glamoroso” se presenta en otros aspectos) o en la frontera con Guatemala. O pensar en el caso de Ernestina Ascencio o en el de las hermanas triquis Daniela y Virginia, por si queremos decir algo de las constantes violaciones a los derechos humanos por parte de nuestro patriótico Ejército. Vale la pena entrar al sitio del Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio y darle una mirada a los aterradores datos que presentan.
O podríamos pensar en el retroceso en cuanto a legislación sobre salud reproductiva que ha habido en varios estados. Desde la histórica sentencia de la Suprema Corte en la que declara la constitucionalidad de la despenalización del aborto en el DF en las primeras 12 semanas de gestación (http://informa.scjn.gob.mx), 14 estados modificaron sus constituciones para “proteger la vida desde el momento de la concepción/fecundación”. Esto se traduce en la vulneración y desconocimiento de los derechos fundamentales de las mujeres, como el derecho a la vida, a la intimidad, a la libertad y a la autodeterminación reproductiva, todos reconocidos por la Constitución. Así lo argumentan las más de 500 mujeres que se han amparado contra las decisiones de las autoridades locales.
Es evidente la flagrante complicidad de muchos de los organismos oficiales con los sectores más conservadores de la sociedad. El desplegado redactado en el marco de la Cuarta Reunión Nacional de los Mecanismos para el Adelanto de las Mujeres en las Entidades Federativas del Sistema Nacional para la Igualdad entre Mujeres y Hombres, entre otras cosas, dice: “Exigimos que los institutos de las Mujeres y las dependencias federales, estatales y municipales cumplan con su responsabilidad jurídica de hacer realidad el derecho de las mujeres a vivir una vida libre de violencia”.
Como plantea la antropóloga de la Universidad de Brasilia Rita Segato, en el caso de la violencia contra las mujeres no estamos hablando de “violencia de género, sino sobre cómo el género es violencia y esa violencia es la fundadora de todas las otras formas de violencia. (…) El género es —desde esta perspectiva— una máquina genocida”. Ay, Rosario…
Escritora
© 2009 Copyright El Universal-El Universal Online
1/8/09
Libros y más libros
Mi amiga - y estupenda fotógrafa - Moramay Herrera Kuri, que trabaja en el Fondo de Cultura Económica, me hace las siguientes preguntas:
A tu juicio, cuáles son los 10 libros más importantes que se han publicado en el Fondo a lo largo de estos 75 años, o tus favoritos en realidad...
La segunda es cuál es tu experiencia como escritora, lectora o editora del Fondo. Lo que queremos es que nos narres alguna anécdota o experiencia que hayas tenido en el FCE.
Va mi respuesta:
Empiezo por la segunda pregunta que, en realidad, da la clave para la primera:
Desde que tengo memoria, mis padres guardaban en el clóset más alto de la casa – después aprendí que eso en buen idioma argentino se llama “baulera”, aunque en mi casa se llamara simplemente “el placarcito del baño”, porque curiosamente esa especie de tapanco de entrada pequeña pero muy profundo, estaba en el baño (¿qué habrá pensado el arquitecto que diseñó la casa en los años 40? Si es que la diseñó un arquitecto, claro. Nunca lo supimos a ciencia cierta) -, pero bueno, a lo que voy: decía que guardaban en ese lugar varias cajas (¿cinco, seis, ocho? Como todo recuerdo, éste es incierto) con libros. Me sorprende la normalidad con que veíamos nosotros, los chicos, allá por los años sesenta, que una parte de la biblioteca familiar estuviera oculta. Parecía tan natural como el pan con manteca y azúcar de las mañanas, o las "vueltas manzana" en bicicleta, o las moscas del verano porteño. Sabíamos que había habido un golpe de Estado hacía poco tiempo. Me acuerdo del momento en que entró una vecina mientras desayunábamos y le dijo a mi mamá: “Graciela, prendé la radio que hubo golpe”. Pero como ése no era el primero ni sería el último, las cajas con libros (“huacales”, en realidad, dicho en mexicano) estaban allí y seguirían allí por diez años más. Iba a escribir para siempre, pero no fue así.
Cuando el 24 de marzo de 1976 hubo un nuevo golpe militar, mi padre decidió que era el momento de deshacerse de la parte más querida de su biblioteca, la del “placarcito del baño”. Empezamos entonces a usar más que nunca la parrilla del fondo del jardín. Todas las noches, encendíamos el fuego para ir quemando el tesoro de la familia. Todos llorábamos. ¿Sería cierto que no había otra forma de salvar la vida? Papá ya había estado preso por “ideólogo de izquierda” (?) en el 68 y parecía que ahora “la mano venía más dura”. Deshacernos de los libros era protegernos. Varias noches repetimos el ritual, hasta que un vecino, de los muchos cómplices del autoritarismo que rondan siempre por ahí, comentó una tarde: “¿No está haciendo demasiados asaditos, doctor?” Fin de las fogatas.
A partir de entonces, llenábamos maletas y las tirábamos al río. Otra vez, claro, llorábamos todos. Lo que vino después es historia conocida: la represión, los desaparecidos, el exilio. Los libros del placarcito fueron las primeras víctimas de la familia.
Cualquiera que conozca el catálogo del Fondo puede imaginarse cuántos de sus títulos murieron en la hoguera. Yo recuerdo algunos en este momento:
Los dos tomos de La breve historia de la Revolución Mexicana de Jesús Silva Herzog (¿cómo iba a estar en un lugar visible un libro con la palabra “revolución” en el título. Cuando llegamos a México y descubrimos que acá se llamaba así la avenida por la que caminábamos todos los días para ir al colegio, pasando por el mercado de Mixcoac, no podíamos creerlo.)
Los de abajo de Mariano Azuela. Un título demasiado “populista”.
El pensamiento hispanoamericano de José Gaos. Era sospechoso a pesar de que no dijera “latinoamericano”, palabra mucho más subversiva. Y por supuesto todo el marxismo publicado hasta ese momento.
En mi catálogo personal se suman muchos libros del Fondo a los que vuelvo una y otra vez, para escribir sobre ellos, para dar clases o simplemente por el puro “placer del texto”.
Pienso, por ejemplo, en El llano en llamas que fue el primer libro que me regalaron en México. Me lo dio Pilar García Fabregat que era mi profesora de historia, con una hermosa dedicatoria que me invitaba a conocer de verdad mi nuevo país. Después corrí a la librería a comprar yo sola Pedro Páramo, por supuesto.
Pienso en Balún Canán de Rosario Castellanos que me enoja y me conmueve por igual cada vez que lo leo. O en los cuatro tomos de las Obras Completas de Sor Juana que otra maestra – Anamari Gomís - me regaló cuando entré a la Facultad.
Pienso en Libertad bajo palabra y en El arco y la lira. Los dos libros que me resultan más entrañables de Octavio Paz. En Memorias póstumas de Blas Cubas de Machado de Assis. O en Arte y poesía de Heidegger al que llegué gracias a Paul Celan.
Y muchos otros que me han revelado mundos – exteriores e interiores – y que me acompañan de manera cómplice y generosa en la vida. Lejos de cualquier tapanco.
A tu juicio, cuáles son los 10 libros más importantes que se han publicado en el Fondo a lo largo de estos 75 años, o tus favoritos en realidad...
La segunda es cuál es tu experiencia como escritora, lectora o editora del Fondo. Lo que queremos es que nos narres alguna anécdota o experiencia que hayas tenido en el FCE.
Va mi respuesta:
Empiezo por la segunda pregunta que, en realidad, da la clave para la primera:
Desde que tengo memoria, mis padres guardaban en el clóset más alto de la casa – después aprendí que eso en buen idioma argentino se llama “baulera”, aunque en mi casa se llamara simplemente “el placarcito del baño”, porque curiosamente esa especie de tapanco de entrada pequeña pero muy profundo, estaba en el baño (¿qué habrá pensado el arquitecto que diseñó la casa en los años 40? Si es que la diseñó un arquitecto, claro. Nunca lo supimos a ciencia cierta) -, pero bueno, a lo que voy: decía que guardaban en ese lugar varias cajas (¿cinco, seis, ocho? Como todo recuerdo, éste es incierto) con libros. Me sorprende la normalidad con que veíamos nosotros, los chicos, allá por los años sesenta, que una parte de la biblioteca familiar estuviera oculta. Parecía tan natural como el pan con manteca y azúcar de las mañanas, o las "vueltas manzana" en bicicleta, o las moscas del verano porteño. Sabíamos que había habido un golpe de Estado hacía poco tiempo. Me acuerdo del momento en que entró una vecina mientras desayunábamos y le dijo a mi mamá: “Graciela, prendé la radio que hubo golpe”. Pero como ése no era el primero ni sería el último, las cajas con libros (“huacales”, en realidad, dicho en mexicano) estaban allí y seguirían allí por diez años más. Iba a escribir para siempre, pero no fue así.
Cuando el 24 de marzo de 1976 hubo un nuevo golpe militar, mi padre decidió que era el momento de deshacerse de la parte más querida de su biblioteca, la del “placarcito del baño”. Empezamos entonces a usar más que nunca la parrilla del fondo del jardín. Todas las noches, encendíamos el fuego para ir quemando el tesoro de la familia. Todos llorábamos. ¿Sería cierto que no había otra forma de salvar la vida? Papá ya había estado preso por “ideólogo de izquierda” (?) en el 68 y parecía que ahora “la mano venía más dura”. Deshacernos de los libros era protegernos. Varias noches repetimos el ritual, hasta que un vecino, de los muchos cómplices del autoritarismo que rondan siempre por ahí, comentó una tarde: “¿No está haciendo demasiados asaditos, doctor?” Fin de las fogatas.
A partir de entonces, llenábamos maletas y las tirábamos al río. Otra vez, claro, llorábamos todos. Lo que vino después es historia conocida: la represión, los desaparecidos, el exilio. Los libros del placarcito fueron las primeras víctimas de la familia.
Cualquiera que conozca el catálogo del Fondo puede imaginarse cuántos de sus títulos murieron en la hoguera. Yo recuerdo algunos en este momento:
Los dos tomos de La breve historia de la Revolución Mexicana de Jesús Silva Herzog (¿cómo iba a estar en un lugar visible un libro con la palabra “revolución” en el título. Cuando llegamos a México y descubrimos que acá se llamaba así la avenida por la que caminábamos todos los días para ir al colegio, pasando por el mercado de Mixcoac, no podíamos creerlo.)
Los de abajo de Mariano Azuela. Un título demasiado “populista”.
El pensamiento hispanoamericano de José Gaos. Era sospechoso a pesar de que no dijera “latinoamericano”, palabra mucho más subversiva. Y por supuesto todo el marxismo publicado hasta ese momento.
En mi catálogo personal se suman muchos libros del Fondo a los que vuelvo una y otra vez, para escribir sobre ellos, para dar clases o simplemente por el puro “placer del texto”.
Pienso, por ejemplo, en El llano en llamas que fue el primer libro que me regalaron en México. Me lo dio Pilar García Fabregat que era mi profesora de historia, con una hermosa dedicatoria que me invitaba a conocer de verdad mi nuevo país. Después corrí a la librería a comprar yo sola Pedro Páramo, por supuesto.
Pienso en Balún Canán de Rosario Castellanos que me enoja y me conmueve por igual cada vez que lo leo. O en los cuatro tomos de las Obras Completas de Sor Juana que otra maestra – Anamari Gomís - me regaló cuando entré a la Facultad.
Pienso en Libertad bajo palabra y en El arco y la lira. Los dos libros que me resultan más entrañables de Octavio Paz. En Memorias póstumas de Blas Cubas de Machado de Assis. O en Arte y poesía de Heidegger al que llegué gracias a Paul Celan.
Y muchos otros que me han revelado mundos – exteriores e interiores – y que me acompañan de manera cómplice y generosa en la vida. Lejos de cualquier tapanco.
31/7/09
El triunfo de la "narcocultura"
Sociedad / íconosEl triunfo de la "narcocultura"
Canciones populares, ropa fabricada especialmente y una imagen social que penetra en la juventud son algunas marcas del narcotráfico que, una vez globalizadas, impactan en la sociedad más allá de las políticas contra la droga
lanacion.com | ADN Cultura | S?do 2 de mayo de 2009
25/7/09
In the Shadow of the Sun (1980)
A Derek Jarman film with music by Throbbing Gristle
IMDB User wrote:
Derek Jarman used some of his 70s home movie footage to produce this wonderful piece of exploitational avantgarde cinema. Actually the original material has been slowed down to a speed of 3-6 frames, then Jarman added colour effects and the pulsating, menacing score by Industrial supergroup Throbbing Gristle
The result is a piece of art not to dissimilar to Jarman«s painting work in using found footage as elements of memory and mind that resemble ideas reflected in the Cabala and in C.G. Jung`s writings about an archetypical past that is hidden in everyone of us.
senseofcinema wrote:
The first, In the Shadow of the Sun (1974-80), was originally put together by Jarman himself in 1974 from re-shot Super-8 material including footage from The Art of Mirrors and Journey to Avebury, amongst several others. The film was eventually blown-up to 35mm and premiered at the 1981 Berlin Film Festival. The focus on ritual, mysticism and obscure alchemical symbolism links it with the work of Anger. However, Jarman's preference for the work of Carl Jung and the "white" magician John Dee, is quite distinct from Anger's invocations of the "black" magician Alistair Crowley.
14/7/09
10/7/09
UNIVERSITY OF CALIFORNIA, SANTA BARBARA
SEGUNDO COLOQUIO DE VERANO
LITERATURA MEXICANA
A LA UNA, A LAS DOS Y A LAS TRES
ESCRITORAS UC-MEXICANISTAS
ROSA BELTRÁN, SANDRA LORENZANO, CRISTINA RIVERA GARZA
Sábado 11 de julio de 2009
G i b r a l t a r (S a n t a Y n e z Apartments 6750 El Colegio Road)
Apertura: Arturo Giráldez
A la una: de 1:00 a 1:45 pm
Debra Herrick, “Disneylandia, el espacio en ‘Diletantes: amor en la postmodernidad’ de Rosa Beltrán”
Oswaldo Estrada, “Juego de damas en Rosa Beltrán”
Nora Marisa León-Real Méndez, “Mi reino por un Imperio en La corte de los ilusos de Rosa Beltrán”
Modera: Julio González-Ruiz
A las dos: 1:50-4:00 pm
Arturo Giráldez, “Saudades, memoria y deseo”
Sara Poot-Herrera, “Saudades y fidelidades de Sandra Lorenzano”
Miguel Zugasti, “Re-hacer el espejo roto. Saudades de Sandra Lorenzano”
Re-ceso, recesan… resesiones
Nicola Gavioli, “Through the Cutlery: Who’s Afraid of Cristina Rivera-Garza? La ansiedad del lenguaje en La muerte me da”
Danielle Borgia, “Vaivenes de género en La cresta de Ilión de Cristina Rivera Garza”
Omar Miranda Flores, “El adjetivo interior en La muerte me da de Rivera Garza”
Modera: Beatriz Mariscal
Intermedio: 4:00-5:00 pm [pinchos y botanas]
No sólo de leer vive el hombre… y tampoco la mujer… (pa’ella, pa’él y pa’todos)
A las tres: 5:00-6:00 pm
Jorge Ruffinelli, “Rivera Garza, Beltrán, Lorenzano: sin fronteras”
Sandra Lorenzano, “Saudades de Saudades”
Cristina Rivera Garza, “29 misivas desde la frontera más distante”
Sara Poot-Herrera, “Somos mucho más que tres. Diálogo con Sandra Lorenzano y Cristina Rivera Garza”
Clausura: Ricardo Maldonado
Hispanic Summer Institute, UCSB
Department of Spanish and Portuguese, UCSB
UC-Mexicanistas
Silvergreens
SEGUNDO COLOQUIO DE VERANO
LITERATURA MEXICANA
A LA UNA, A LAS DOS Y A LAS TRES
ESCRITORAS UC-MEXICANISTAS
ROSA BELTRÁN, SANDRA LORENZANO, CRISTINA RIVERA GARZA
Sábado 11 de julio de 2009
G i b r a l t a r (S a n t a Y n e z Apartments 6750 El Colegio Road)
Apertura: Arturo Giráldez
A la una: de 1:00 a 1:45 pm
Debra Herrick, “Disneylandia, el espacio en ‘Diletantes: amor en la postmodernidad’ de Rosa Beltrán”
Oswaldo Estrada, “Juego de damas en Rosa Beltrán”
Nora Marisa León-Real Méndez, “Mi reino por un Imperio en La corte de los ilusos de Rosa Beltrán”
Modera: Julio González-Ruiz
A las dos: 1:50-4:00 pm
Arturo Giráldez, “Saudades, memoria y deseo”
Sara Poot-Herrera, “Saudades y fidelidades de Sandra Lorenzano”
Miguel Zugasti, “Re-hacer el espejo roto. Saudades de Sandra Lorenzano”
Re-ceso, recesan… resesiones
Nicola Gavioli, “Through the Cutlery: Who’s Afraid of Cristina Rivera-Garza? La ansiedad del lenguaje en La muerte me da”
Danielle Borgia, “Vaivenes de género en La cresta de Ilión de Cristina Rivera Garza”
Omar Miranda Flores, “El adjetivo interior en La muerte me da de Rivera Garza”
Modera: Beatriz Mariscal
Intermedio: 4:00-5:00 pm [pinchos y botanas]
No sólo de leer vive el hombre… y tampoco la mujer… (pa’ella, pa’él y pa’todos)
A las tres: 5:00-6:00 pm
Jorge Ruffinelli, “Rivera Garza, Beltrán, Lorenzano: sin fronteras”
Sandra Lorenzano, “Saudades de Saudades”
Cristina Rivera Garza, “29 misivas desde la frontera más distante”
Sara Poot-Herrera, “Somos mucho más que tres. Diálogo con Sandra Lorenzano y Cristina Rivera Garza”
Clausura: Ricardo Maldonado
Hispanic Summer Institute, UCSB
Department of Spanish and Portuguese, UCSB
UC-Mexicanistas
Silvergreens
9 de julio
Volamos toda la noche y llegamos a la mañana temprano. Hacía frío. Siempre hace frío al amanecer en el aeropuerto de la ciudad de México. Claro que eso lo aprendí después. Apenas habíamos dormido por la mezcla de miedo, tristeza y excitación. Yo, que me había vuelto fanática de la obra de Ferrer y Piazzolla, “María de Buenos Aires”, me repetí fragmentos de las canciones durante toda la noche (las rarezas que uno puede hacer en la adolescencia serían motivo de otro texto); cualquier interpretación resulta obvia, lo sé. A lo mejor el disco era de los que nos había dejado Luis, el hermano de papá, que había llegado a México un par de meses antes que nosotros, y que había tenido un par de programas en Radio Universidad de Córdoba – uno de jazz y el otro de tango – antes de la dictadura. En Argentina era “fecha patria” – el día de la declaración de la independencia – y para nosotros, en la familia, el día en que celebramos el cumpleaños de mi padre. No sé si el mover los cumpleaños a los feriados es una costumbre de todos los argentinos o una característica familiar. Él nació el 8 de julio, pero inscribirlo el 9 podía significar que se salvaría de hacer el servicio militar. ¿Y qué madre quiere que su hijo entre al ejército? Por lo menos mi abuela no.
Tengo un recuerdo confuso de la llegada. Sólo sensaciones. El frío. La extrañeza. El llanto de mis hermanos menores.Los demás pasajeros iban pasando uno a uno por los escritorios del personal de migración. “Háganse a un lado”, nos dijeron a nosotros. Los cuatro chicos y mamá, que tenía entonces diez años menos de los que tengo yo ahora, nos quedamos paraditos muy tiesos y asustados a unos pasos del funcionario, cruzando los dedos para que todas nuestras maletas, maletitas, bolsas y muñecos, no lo hicieran dudar de la verdad de lo que anunciaba el sello que el Consulado había puesto en nuestros pasaportes: 45 días.
Han pasado treinta y tres años.
“La edad del Cristo azul se me acongoja”, escribió López Velarde.
9/7/09
5/7/09
Gracias, querido Pavese, por dejar que la poesía tape un poco el ruido de las elecciones.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
-esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo-. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola sobre ti misma te inclinas
en el espejo. Oh querida esperanza,
también ese día sabremos nosotros
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como contemplar en el espejo
el resurgir de un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados.
Mudos, descenderemos en el remolino.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
-esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo-. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola sobre ti misma te inclinas
en el espejo. Oh querida esperanza,
también ese día sabremos nosotros
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como contemplar en el espejo
el resurgir de un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados.
Mudos, descenderemos en el remolino.
2/7/09
Y siguiendo con el tema de la infancia encontré esta frase maravillosa y atroz de Alejandra Pizarnik (tan lejos del melancólico recuerdo de la hora de la leche, y tan cerca de los fantasmas infantiles que también nos han marcado a todos):
Yo no sé de la infancia más que un miedo luminoso y una mano que me arrastra a mi otra orilla.
29/6/09
Notas cada tanto, 29 de junio de 2009
(Ayer, domingo 28, publiqué un artículo sobre los escenarios políticos en la Argentina de las elecciones legislativas. No me gustaron los resultados de las votaciones, así que abandono por unos días mis “inquietudes políticas” y vuelvo a la escritura porque sí, a la del puro placer de sentarse ante una hoja en blanco e intentar crear un mundo. De ahí surgen estas casi confesiones de hoy - que ahora que releo estoy a punto de hacer desaparecer gracias a las virtudes de la tecla delete -)
Soy de las personas que se pasman y no saben qué contestar cuándo les hacen preguntas del tipo de ¿Cuáles son tus diez escritores favoritos?, o ¿Qué libros te llevarías a una isla desierta?, o ¿Quién es tu compositor (o tu lugar del mundo, o tu marca de plumas, o lo que sea) preferido? Me pasmo y no puedo dar una respuesta medianamente coherente. Eso me pone en aprietos y muchas veces me hace aparecer como quien en realidad no ha leído ni leerá a diez escritores, o diez libros diferentes, o que nunca ha usado más que una Bic porque, finalmente, “no sabe fallar”. Cuando alguien empieza con esas cosas – suele ser gente muy joven, los estudiantes, en general, o algún despistado que no se ha dado cuenta que no son preguntas que se hagan en una reunión de “intelectuales” como ésta. ¿Quién lo habrá invitado? – intento hacer un gracioso mutis por el foro y evitar poner mi cara de pasmada (cabe aclarar que no es mi mejor cara).
Hace poco, alguien me preguntó si el amanecer era mi hora favorita del día. La pregunta surgió porque hablamos de un personaje de la novela que estoy escribiendo que se levanta antes del alba. Y ahí tuve que contestar que tengo dos momentos diferentes del día que son los que prefiero. Sé que con esa respuesta doble estaba traicionando las reglas tácitas de ese tipo de cuestionamiento. Elegir lo “favorito” nos obliga a señalar una sola cosa en detrimento de todas las demás. Pero, para ser honesta (otra regla tácita), tuve que hablar de mis dos momentos. Uno sí es, por supuesto, como lo vislumbró con perspicacia mi interlocutor/a, el que forman los instantes anteriores a que empiece a amanecer. Como soy obsesiva, pongo todos los días el despertador muy temprano para que ese momento me encuentre ya sentada frente al escritorio y a la maravillosa ventana que me permite ver cómo van tiñéndose de colores las nubes. Me levanto, me preparo un café y empiezo a trabajar. Ni Lola, mi perra, ni Ulises el gato, ni mucho menos Mariana, dan aún señales de pensar siquiera en despertarse. Lo más que me ha sucedido es que Lola abra un ojo y poniendo cara de “estás loca”, se quede disfrutando por lo menos una horita más de la cama que yo acabo de dejar y ella de usurpar. Si por alguna razón - porque estoy de viaje o porque la noche anterior me desvelé o por lo que fuera – no cumplo con este ritual, me invade una sensación de pérdida de tiempo que provoca que de verdad el resto de mi día resulte bastante poco productivo.
El segundo momento que prefiero no tiene una hora específica sino que está marcado por un ritual; en realidad por un ritual que hace tantos años que no practico, que ahora que me propongo contar de qué se trata me doy cuenta que estoy haciendo en realidad un ejercicio de arqueología personal. Ese segundo momento es “la hora de la leche”; quienes tienen más o menos mi edad y comparten mi país de nacimiento saben de qué hablo. No sé si el ritual sigue existiendo ni si continúa llamándose así. Quizás algunos lo confundan con “la hora del té”, pero simbólicamente son muy distantes. La hora de la leche era un paréntesis que aparecía por ahí de las 5 o 6 de la tarde – según la estación del año, o según el turno en el que fuéramos a la escuela (mañana o tarde) – acompañado de un café con leche, o de una taza de mate cocido, o de una vaso de leche fría con chocolate si afuera hacía calor. En la panera había siempre algunas tostadas que mamá nos preparaba y que comíamos Pablo mi hermano y yo poniéndoles manteca (léase “mantequilla”) y azúcar, o kilos de dulce de leche. El olor de las tostadas, el del café, la voz de mamá, todo eso convirtieron ese momento de estar los tres sentados a la mesa de la cocina en uno de los mejores recuerdos de mi infancia. Es más, creo que si soy quien soy se lo debo en gran medida a esa media hora de charla y risas. A veces se quedaba alguno de nuestros amigos. “Ma, ¿se puede quedar César a tomar la leche?”, era la pregunta de cajón. César era el vecinito de la vuelta con el que compartíamos la pasión por salir a andar en bici por el barrio. “Claro, pero que avise en su casa.” Otras veces éramos nosotros los invitados a celebrar el ritual en otro lado. “¿Me puedo quedar en la casa de Adriana (o de Norma. El nombre era intercambiable: eran mis dos mejores amigas a los 8 años)? Adriana Klock y Normita Bellagamba; apellidos que daban testimonio de aquello que se decía en el preámbulo de la Constitución y que alguna vez, por cierto, tuvimos que aprender de memoria:
Nos, los representantes del pueblo… con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino… ordenamos, decretamos y establecemos esta Constitución...
Para todos los hombres del mundo… Y ahí estaban Enrique, el papá de Adriana, que tenía un almacén, y Giulio, el papá de Norma, que era obrero de la Ford. Así fue mi infancia, con Oscarcito Spengler, Daniel Rasteiro, con Dicky Robinson. O con “Pety” Tateno cuyos padres habían nacido en Japón y cuyos hermanos mayores, que cuidaban el vivero de la familia, se iban muriendo antes de cumplir los 25 años por una extraña enfermedad genética. Vinieran de Alemania, de Galicia, de Rumania o de Nápoles, en todas las mesas de todas las cocinas de mi infancia había una hora de la leche. Aunque hay que decir que no nos gustaba tanto – ni a Pablo ni a mí – quedarnos en la casa de Adriana o de Norma porque ahí a la leche se le hacía “gordura”: una nata que nos parecía inmunda y que en casa mamá colaba, pero en otros lados te la tenías que tragar aunque te diera asco. Tampoco nos gustaba ir al baño porque no tenían baño sino letrina y pensábamos que nos íbamos a caer al pozo en cualquier momento. El sueño que prometía la Constitución no había alcanzado para baños. Qué se fizo el Rey Don Juan, se pregunta para siempre Jorge Manrique.
Porque además de obsesiva son una melancólica irredenta, mi momento favorito del día es la hora de la leche. Por eso cuando ando “chípil” (maravillosa palabra inventada por los mexicanos) me siento en la cocina a eso de las 5 o 6 de la tarde, me preparo una taza grande de café con leche y brindo por los que no están.
(Ayer, domingo 28, publiqué un artículo sobre los escenarios políticos en la Argentina de las elecciones legislativas. No me gustaron los resultados de las votaciones, así que abandono por unos días mis “inquietudes políticas” y vuelvo a la escritura porque sí, a la del puro placer de sentarse ante una hoja en blanco e intentar crear un mundo. De ahí surgen estas casi confesiones de hoy - que ahora que releo estoy a punto de hacer desaparecer gracias a las virtudes de la tecla delete -)
Soy de las personas que se pasman y no saben qué contestar cuándo les hacen preguntas del tipo de ¿Cuáles son tus diez escritores favoritos?, o ¿Qué libros te llevarías a una isla desierta?, o ¿Quién es tu compositor (o tu lugar del mundo, o tu marca de plumas, o lo que sea) preferido? Me pasmo y no puedo dar una respuesta medianamente coherente. Eso me pone en aprietos y muchas veces me hace aparecer como quien en realidad no ha leído ni leerá a diez escritores, o diez libros diferentes, o que nunca ha usado más que una Bic porque, finalmente, “no sabe fallar”. Cuando alguien empieza con esas cosas – suele ser gente muy joven, los estudiantes, en general, o algún despistado que no se ha dado cuenta que no son preguntas que se hagan en una reunión de “intelectuales” como ésta. ¿Quién lo habrá invitado? – intento hacer un gracioso mutis por el foro y evitar poner mi cara de pasmada (cabe aclarar que no es mi mejor cara).
Hace poco, alguien me preguntó si el amanecer era mi hora favorita del día. La pregunta surgió porque hablamos de un personaje de la novela que estoy escribiendo que se levanta antes del alba. Y ahí tuve que contestar que tengo dos momentos diferentes del día que son los que prefiero. Sé que con esa respuesta doble estaba traicionando las reglas tácitas de ese tipo de cuestionamiento. Elegir lo “favorito” nos obliga a señalar una sola cosa en detrimento de todas las demás. Pero, para ser honesta (otra regla tácita), tuve que hablar de mis dos momentos. Uno sí es, por supuesto, como lo vislumbró con perspicacia mi interlocutor/a, el que forman los instantes anteriores a que empiece a amanecer. Como soy obsesiva, pongo todos los días el despertador muy temprano para que ese momento me encuentre ya sentada frente al escritorio y a la maravillosa ventana que me permite ver cómo van tiñéndose de colores las nubes. Me levanto, me preparo un café y empiezo a trabajar. Ni Lola, mi perra, ni Ulises el gato, ni mucho menos Mariana, dan aún señales de pensar siquiera en despertarse. Lo más que me ha sucedido es que Lola abra un ojo y poniendo cara de “estás loca”, se quede disfrutando por lo menos una horita más de la cama que yo acabo de dejar y ella de usurpar. Si por alguna razón - porque estoy de viaje o porque la noche anterior me desvelé o por lo que fuera – no cumplo con este ritual, me invade una sensación de pérdida de tiempo que provoca que de verdad el resto de mi día resulte bastante poco productivo.
El segundo momento que prefiero no tiene una hora específica sino que está marcado por un ritual; en realidad por un ritual que hace tantos años que no practico, que ahora que me propongo contar de qué se trata me doy cuenta que estoy haciendo en realidad un ejercicio de arqueología personal. Ese segundo momento es “la hora de la leche”; quienes tienen más o menos mi edad y comparten mi país de nacimiento saben de qué hablo. No sé si el ritual sigue existiendo ni si continúa llamándose así. Quizás algunos lo confundan con “la hora del té”, pero simbólicamente son muy distantes. La hora de la leche era un paréntesis que aparecía por ahí de las 5 o 6 de la tarde – según la estación del año, o según el turno en el que fuéramos a la escuela (mañana o tarde) – acompañado de un café con leche, o de una taza de mate cocido, o de una vaso de leche fría con chocolate si afuera hacía calor. En la panera había siempre algunas tostadas que mamá nos preparaba y que comíamos Pablo mi hermano y yo poniéndoles manteca (léase “mantequilla”) y azúcar, o kilos de dulce de leche. El olor de las tostadas, el del café, la voz de mamá, todo eso convirtieron ese momento de estar los tres sentados a la mesa de la cocina en uno de los mejores recuerdos de mi infancia. Es más, creo que si soy quien soy se lo debo en gran medida a esa media hora de charla y risas. A veces se quedaba alguno de nuestros amigos. “Ma, ¿se puede quedar César a tomar la leche?”, era la pregunta de cajón. César era el vecinito de la vuelta con el que compartíamos la pasión por salir a andar en bici por el barrio. “Claro, pero que avise en su casa.” Otras veces éramos nosotros los invitados a celebrar el ritual en otro lado. “¿Me puedo quedar en la casa de Adriana (o de Norma. El nombre era intercambiable: eran mis dos mejores amigas a los 8 años)? Adriana Klock y Normita Bellagamba; apellidos que daban testimonio de aquello que se decía en el preámbulo de la Constitución y que alguna vez, por cierto, tuvimos que aprender de memoria:
Nos, los representantes del pueblo… con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino… ordenamos, decretamos y establecemos esta Constitución...
Para todos los hombres del mundo… Y ahí estaban Enrique, el papá de Adriana, que tenía un almacén, y Giulio, el papá de Norma, que era obrero de la Ford. Así fue mi infancia, con Oscarcito Spengler, Daniel Rasteiro, con Dicky Robinson. O con “Pety” Tateno cuyos padres habían nacido en Japón y cuyos hermanos mayores, que cuidaban el vivero de la familia, se iban muriendo antes de cumplir los 25 años por una extraña enfermedad genética. Vinieran de Alemania, de Galicia, de Rumania o de Nápoles, en todas las mesas de todas las cocinas de mi infancia había una hora de la leche. Aunque hay que decir que no nos gustaba tanto – ni a Pablo ni a mí – quedarnos en la casa de Adriana o de Norma porque ahí a la leche se le hacía “gordura”: una nata que nos parecía inmunda y que en casa mamá colaba, pero en otros lados te la tenías que tragar aunque te diera asco. Tampoco nos gustaba ir al baño porque no tenían baño sino letrina y pensábamos que nos íbamos a caer al pozo en cualquier momento. El sueño que prometía la Constitución no había alcanzado para baños. Qué se fizo el Rey Don Juan, se pregunta para siempre Jorge Manrique.
Porque además de obsesiva son una melancólica irredenta, mi momento favorito del día es la hora de la leche. Por eso cuando ando “chípil” (maravillosa palabra inventada por los mexicanos) me siento en la cocina a eso de las 5 o 6 de la tarde, me preparo una taza grande de café con leche y brindo por los que no están.
14/6/09
Domingo de poesía (y de bicicleta)
¿Será que la bicicleta me da ganas de leer poesía?
Fragmentos de La memoria y la mano de Edmond Jabès
Hubo, antaño, una mano
que nos condujo a la vida
¿Habrá un día una mano
que nos conduzca a la muerte?
I. Con las dos manos
A quienes se les ha quitado el derecho a vivir, tienen, al menos, derecho a un recuerdo.
...un recuerdo que les pertenecería por derecho propio.
La mañana entera caba en dos manos.
...manos que arden con el día.
La noche tal vez sea consumación de nuestras manos.
Sin embargo, no hay que confundir ceniza y sombra;
-¿mas quién sabe?-
¿No es la noche, a la vez, preludio y final de un incendio?
Ya no tienes manos. Duermes.
Uno muere por sus propias manos.
(Morimos sin manos.)
II.
El vocablo separa la mano de la mano que lo forma.
Al libro le basta una mano.
...la mano que ha sustituido a la mano y cuyo vocablo dice su pertenencia.
Mucho ruido en la desaparición del ruido.
Silencio para nada.
La mano sólo oye el silencio; sólo oye la mano.
¿Será que la bicicleta me da ganas de leer poesía?
Fragmentos de La memoria y la mano de Edmond Jabès
Hubo, antaño, una mano
que nos condujo a la vida
¿Habrá un día una mano
que nos conduzca a la muerte?
I. Con las dos manos
A quienes se les ha quitado el derecho a vivir, tienen, al menos, derecho a un recuerdo.
...un recuerdo que les pertenecería por derecho propio.
La mañana entera caba en dos manos.
...manos que arden con el día.
La noche tal vez sea consumación de nuestras manos.
Sin embargo, no hay que confundir ceniza y sombra;
-¿mas quién sabe?-
¿No es la noche, a la vez, preludio y final de un incendio?
Ya no tienes manos. Duermes.
Uno muere por sus propias manos.
(Morimos sin manos.)
II.
El vocablo separa la mano de la mano que lo forma.
Al libro le basta una mano.
...la mano que ha sustituido a la mano y cuyo vocablo dice su pertenencia.
Mucho ruido en la desaparición del ruido.
Silencio para nada.
La mano sólo oye el silencio; sólo oye la mano.
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