¿Cómo hablar de una mujer como
Esther Seligson? ¿Desde dónde acercarse a su obra, diversa, inquietante, profunda,
sugerente y transgresora a la vez? ¿Con qué palabras dar cuenta de los muy
diversos caminos que recorrió a lo largo de la vida? [1]
Quizás no haya mejor modo que
escucharla a ella misma. Escuchar, por ejemplo, los versos que abren A los pies de un Buda sonriente, los de la Primera Travesía :
Vengo de un largo
Trayecto de abandonos
No soy la única
Lo sé no lo presumo
Pero son mis pies los
míos
Quienes recorren y
recorrieron
El camino mis pies y
no otros
Mi cansancio y fatiga
Intemperie de abrazos
Sin consuelo
Enmimismada
¿Cómo dar cuenta de ese camino, esas travesías,
esa fatiga? Quizás los múltiples libros artículos, ensayos, que Seligson
escribió no sean sino un largo relato autobiográfico, un recorrido por medio
del cual deseaba ir encontrando los dispersos fragmentos de sí misma. Trayecto
que decanta hacia el origen de la palabra poética, búsqueda de lo esencial, ofrenda
en el desierto, silencio de huesos pulidos por la arena.
Intentemos un viaje, aunque sepamos
que Esther, como el primer pájaro es inaprensible, tal como lo escribe en el
texto “La esfinge” de Jardín de infancia:
El pájaro, frente a Adam, no quiso recibir un nombre. Prefirió volar libre y
morir de inmediato, apenas creado, libre también. (p.91)
No demos entonces nombre a este
viaje que no es lineal sino caleidoscópico; viaje en el que tiempos y espacios
tienen fronteras porosas y límites difusos. El aquí y el ahora son sólo un modo
de concebir la memoria. “Se desdobla el viento en remolinos que enturbian la
vista. Todo aquí es polvo”, escribió Geney Beltrán para Esther, y ella tomó esa
frase para darle título a su último libro. Si todo aquí es polvo estamos ante
el principio y el fin. La vida y su relato como espiral.
Y sin embargo, toda vida parece
tener un comienzo. Una madre y un padre. Un origen. Ella llegada desde algún
lugar de la Rusia
zarista, tenía “un alma traviesa, perezosa y con una insaciable curiosidad que
por su misma indolencia dejó inconclusa en mil y una minuciosidades, como quien
se la pasa garabateando itinerarios, planos, cartas, y ni se embarca, construye
ni escribe. Ah, pero eso sí, era incansable en apiñar y hacer acopio de
materiales, en caso de que las cosas se dieran del modo en que lo imaginaba.
Tal vez por eso tampoco tuvo noción del tiempo de los relojes y el calendario.”
(Todo aquí es polvo, p.17). A ella, a esa madre, fiestera, alegre, amante del
cine y de la música, pero también a la que le impidió dedicarse a la danza, a
la que ponía límites incomprensibles para Esther y su hermana, escribió uno de
los poemas más bellos del libro Negro es
su rostro:
En su desnuda pobreza
Sin ti es incomprensible,
demasiado vasto, Madre,
el ímpetu, la fisura,
la inocencia,
la fidelidad ¿cómo?
la duda incluso
Madero para la flor
cobijo en la piedra
sé mi lecho a la hora del crepúsculo
espuma para cubrir mis ojos
no me ahogue el temor al hundimiento
o venga a moverme
la visión de un recuerdo
el grito jubiloso de un niño
a orillas del mar
A orillas del mar
Madre
ahí recoge la ofrenda de mis huesos
ceniza púber
el mar que tanto amamos
niñas de largo cuerpo y voz delgada
- cuánto anhelo de crecer –
entonces, en verdad,
éramos libres de arrullar los sueños
locuaces
modelábamos castillos
entre la arena escurridiza
- ¿quién no vivió su infancia imaginando?-
buganvilias en el cabello
para las noches de luna
en la boca el sabor de la naranja dulce
Frente a esta
imagen la del padre polaco es silenciosa, enfurruñada, como si la vida no
hubiera sido lo que le habían prometido. Lejos de una tierra que no pudo
olvidar, casado con una mujer a la que no amaba y a la que le reclamaba
permanentemente ser la causa de su amargura, guardaba las huellas de un
terrible dolor en la mirada, el dolor del niño del shtetl que lo ha perdido
todo, patria, lengua, familia. Una sombra.
Esther heredará
el desarraigo, el sentimiento del nómade en busca de hogar, el extrañamiento del
transterrado. Vivió en París, en Lisboa, en Jerusalén, en el Tibet. Y decía
sobre esto: “Es bueno ser errante y peregrino. Sentirte extranjero en cada
ciudad en la que vives te permite un contacto más emotivo”.
Como muchos de
los escritores judíos, sentía la marca del desarraigo, la llamada de un cierto
misticismo, la búsqueda de lo sagrado. De ahí su complicidad con Edmond Jabes,
el extranjero en todas partes, el “místico ateo”, cuya obra, fragmentaria,
profunda, le fascinaba y a cuya traducción dedicó largos años. El poeta del
desierto, el que se atreve a hablarle al dios ausente.
Alguna vez dijo:
“Yo no tengo obsesiones. Tengo pasiones.” Le apasionaban la reflexión y la
creación heterodoxa, marginal, subversiva. Basta recorrer sus páginas para
descubrir quiénes son sus interlocutores. “Yo sólo he traducido autores de los
que me enamoro, escritores que han dicho lo que yo no puedo decir, que han
expresado lo que yo siento y que yo no expreso”, explicaba.[2]
Emil Cioran fue
uno de los principales, a quien le dedicó un excepcional libro, Apuntes sobre E.M. Cioran, cuyas
reflexiones iniciales bien pueden aplicarse a la propia Esther.
La locura, lo
insensato, la ruptura. Y el dolor de la imposibilidad. Por eso también eligió,
entre sus interlocutores a Emmanuel Levinas, Fernando Pessoa, Rilke y
Marguerite Yourcenar, entre otros. Todos los intereses y las búsquedas de
Esther eran siempre apasionados, fervorosos, y apuntaban a las dimensiones más
profundas de la realidad. La cartografía de sus viajes reales y simbólicos es
de una riqueza no demasiado frecuente en nuestra cultura: de la filosofía
contemporánea al pensamiento medieval, de la Cábala al Talmud, de la astrología a la
cosmogonía de la India ,
del budismo al mundo del teatro, de la docencia a la danza. Allí donde hubiera
crítica, profundidad, riesgo, inteligencia, exploración, estaba este personaje
maravilloso sentando sus reales, ampliando las fronteras de su patria íntima.
A los veintiocho
años, publicó su primer libro: Tras la ventana de un árbol (1969), en
el que reúne varios cuentos, y a partir de ese momento descubrió que su hogar
estaba, sobre todo, en la escritura. Ella podría haber dicho, como Edmond
Jabés, “Soy de la raza del libro con
que se construyen las moradas”, dueño de ninguna patria, dueño de todas las
voces y de la mirada oblicua de la extranjería, Jabes, supo, como lo aprendería
más adelante Esther, que los libros, las palabras son la morada, aquello que
nos protege de la intemperie, que nos da asideros ante el dolor, aquello que
hace que no sea grito permanente el desgarramiento.
Después del
primero vinieron decenas de libros de narrativa, poesía, ensayo, artículos en
revistas y periódicos. Esther tenía un cuerpo y un alma inquietas, y una cabeza
y un corazón que no se detenían jamás.
“¿Cómo se arma un
libro?” - dicen en uno de sus poemas -
Igual que un barco,
le respondí a mi nieta,
requiere de muchas travesías
de algún naufragio
toca puertos seguros
una tempestad de tanto en tanto
marineros solidarios
paciencia inquebrantable
no separar la realidad del espejismo
el monstruo marino de las aves
las islas del continente
saber que nada es similar
creaturas diversas y hermanas
mucha plegaria por equipaje
y al timón la providencia
Entre sus
principales obras están: Tránsito del cuerpo; Luz de dos; Diálogos
con el cuerpo; Indicios y Quimeras; Isomorfismos; La
morada en el tiempo; Simiente, el díptico narrativo formado por Toda
la luz y Jardín de infancia, los ensayos La escritura o el enigma de
la otredad (2000), Notas sobre Cioran (2003).
Me detengo en la que fuera su última obra, el
libro de relatos Cicatrices,
hermosamente editado por una nueva editorial independiente llamada Páramo
ediciones nacida con el afán de crear una biblioteca literaria de autores
modernos y contemporáneos que, como ellos mismos lo dicen, “insista en el gusto
por la belleza de la palabra”.
Me detengo en especial en una de las
frases que hace alusión al título del libro: “La cicatriz de Dios está en
nuestra mente. (…) Cicatriz:
Concierto de voces insepultas en el insomnio de la memoria”. Se trata de la
reunión de una veintena de relatos cortos, seguidos de textos varios como
aforismos, epitafios y una que otra confesión, como la que dice: “Soy
irreverente más por candor que por mala leche, pues cuando me da por la mala
leche me vuelvo implacable iconoclasta”.
Y aprovecho para
citar un par de frases de una entrevista que le hizo Miguel Ángel Quemáin, a
propósito de la aparición de su libro “Hebras”, uno de los pocos en que juega
con el humor a través de aforismos, como en el caso que acabo de citar. Dice
entonces Esther Seligson: “Mi literatura siempre era como un diálogo con mis
propios sentimientos, con mis propias sensaciones, y dirigido generalmente a un
interlocutor... Siempre me decía, cuándo voy a llegar a escribir algo que no
sea a partir del dolor, a partir de la experiencia amorosa personal, que
también es perfectamente válido, porque nadie tiene por qué enterarse qué hay
detrás de lo que uno escribe”.
Hoy lamento no haberle dicho en
persona cuánto admiro su trabajo delicado, sutil, siempre incisivo, siempre
inteligente y sensible. Hoy lamento, como todos los que amamos la palabra, la
muerte de Esther Seligson ocurrida hace ya un año.
Me hubiera
gustado haberme sentado con ella en el piso y descalza, en el “taller de
sacerdotisas” del que habla Angélica Abelleyra en una crónica entrañable[3], a
escucharla hablar de la vida y de la muerte, de los misterios de lo sagrado, de
la fuerza de los cuerpos.
Y quisiera
cerrar con el fragmento final de Todo
aquí es polvo:
“Me habría gustado que mis cenizas fueran dispersadas en el Tajo, desde
Toledo, para enlazar mis amores y acompañar su trayecto río abajo, fleco
líquido entre las grietas de los riscos, caballo desbocado espumeando por los
belfos, cascada liquen, vellón asperjado de estrellas y soles, corimbo de olas…
La muerte ha de ser entrar en un mar infinitamente poroso, azul zafiro
brillante, translúcido…”
Descanse en paz,
Esther Seligson. Nosotros sigamos leyéndola, disfrutándola, aprendiendo de su
irreverencia, de su rebeldía ante los cánones anquilosados de nuestra sociedad,
de su hambre insaciable de palabras, de ideas, de su búsqueda de los caminos
más profundos del conocimiento y el amor.
[1] Presentado en el Centro de Lectura Xavier
Villaurrutia, en la mesa de homenaje “Esther Seligson para principiantes”, 6 de
marzo de 2012.
[2] Adriana del Moral en http://www.jornada.unam.mx/2010/02/21/sem-adriana.html
[3] Angélica Abelleyra, “Esther Seligson, la
alquimista” en http://cambiodeluces.arts-history.mx/entrada.php?id=444