16/10/13

"Alga marina roja", Alice Munro

Éste es el cuento que comenzamos a leer en "En busca del cuento perdido" del lunes 14 de octubre.

"Alga marina roja" de Alice Munro forma parte del libro Las lunas de Júpiter. ¡Que lo disfruten!





Al final del verano Lydia cogió una barca para ir a una isla de la costa sur de Nueva Brunswick, donde iba a quedarse a pasar la noche. Le quedaban sólo unos días para tener que volver a Ontario. Trabajaba como directora para un editor de Toronto. También era poeta, pero ella no lo mencionaba a menos que fuese algo que la gente ya supiera. Durante los pasados dieciocho meses había estado viviendo con un hombre en Kingston. Por lo que ella creía, aquello se había terminado.
Se había dado cuenta de algo acerca de ella misma en aquel viaje a las Marítimas: La gente ya no estaba tan interesada en conocerla. No era que hubiese creado mucha conmoción anteriormente, pero había habido algo con lo que ella podía contar. Tenía cuarenta y cinco años y hacía nueve que estaba divorciada. Sus dos hijos habían iniciado sus propias vidas, aunque todavía había retiradas y confusiones. No había engordado ni adelgazado, su aspecto no se había deteriorado de forma alarmante pero, no obstante, había dejado de ser una clase de mujer para convertirse en otra, y se había dado cuenta en el viaje. No se había sorprendido porque se encontraba en un estado nuevo y extraño. Hacía un esfuerzo tras otro. Colocaba pequeños bloques uno encima del otro y ya tenía un día. A veces casi no podía hacerlo. Otras veces la misma premeditación, la aparente arbitrariedad de lo que estaba haciendo, la forma en que vivía, la estimulaban.
Encontró una casa de huéspedes que daba al puerto, con sus montones de trampas para langostas y las pocas tiendas y casas diseminadas que constituían el pueblo. Una mujer aproximadamente de su edad estaba haciendo la cena. Esta mujer la llevó a una habitación del piso de arriba, barata y anticuada. No se veían otros huéspedes aunque la habitación contigua estaba abierta y parecía estar ocupada, quizá por una criatura. Fuera quien fuese había dejado varios libros de historietas en el suelo junto a la cama.
Fue a dar un paseo por el empinado sendero que había detrás de la casa de huéspedes. Se entretuvo nombrando arbustos y malas hierbas. La vara de san José y la reina Margarita estaban en flor y el boj japonés, una rareza en Ontario, parecía algo común allí. La hierba era larga y gruesa y los árboles eran pequeños. La costa atlántica, que nunca había visto anteriormente, era exactamente como ella había esperado que fuese. La hierba inclinada, las sobrias casas, la luz del mar. Empezó a preguntarse cómo sería vivir allí, si las casas seguirían siendo baratas o si personas forasteras habrían comenzado a comprarlas. A menudo en el viaje se había mantenido ocupada haciendo cálculos de esa clase, y también con ideas sobre cómo podría ganarse la vida de alguna forma nueva, romper con todo lo que había hecho antes. No pensaba ganarse la vida escribiendo poesía, no sólo porque los ingresos serían muy pequeños, sino porque pensó, como tantas veces en su vida había pensado, que probablemente ya no escribiría más poemas. Estaba pensando en que no cocinaba lo suficientemente bien como para hacerlo por un sueldo, pero podía limpiar. Al menos había otra casa de huéspedes al lado de la que ella estaba, y había visto un letrero anunciando un motel. ¿Cuántas horas de limpieza podía conseguir si limpiase los tres sitios, y a cuánto se pagaba la hora de limpieza?
Había cuatro mesas pequeñas en el comedor, pero sólo había un hombre sentado, bebiendo zumo de tomate. No la miró. Salió de la cocina un hombre que probablemente era el marido de la mujer que había visto antes. Tenía una barba rubia y canosa, y una mirada alicaída. Le preguntó el nombre a Lydia y la llevó a la mesa en la que estaba el hombre sentado. Éste se levantó ceremoniosamente, y Lydia le fue presentada. El apellido del hombre era Stanley y a Lydia le pareció que debía tener unos sesenta años. Cortésmente, él le pidió que se sentase.
Entraron tres hombres con traje de faena y se sentaron a otra mesa. No eran ruidosos de forma estridente ni ofensiva, pero con sólo entrar y colocarse alrededor de la mesa, creaban una agradable agitación. Es decir, lo disfrutaban, y parecía que esperasen que otros también lo hicieran. El señor Stanley les saludó con una inclinación de cabeza. Era realmente una inclinación, no sólo un gesto con la cabeza. Dijo buenas tardes. Ellos le preguntaron qué había para cenar, y dijo que creía que eran escalopes y de postre pastel de calabaza.
—Estos caballeros trabajan para la Compañía Telefónica de Nueva Brunswick —le dijo a Lydia—. Están tendiendo un cable hasta una de las pequeñas islas, y se alojan aquí durante la semana.
Era mayor de lo que ella había pensado en un principio. No se revelaba en su voz, que era clara y americana, ni en los movimientos de sus manos, sino en sus dientes pequeños, separados y parduscos, y en sus ojos, que tenían una delicada piel lechosa sobre el iris marrón claro.
El marido les llevó la cena y habló con los trabajadores. Era un camarero eficiente, pero bastante estirado y distante, de hecho bastante parecido a un sonámbulo, porque no realizaba el trabajo en su vida real. Las verduras las presentaban en grandes cuencos, de los que cada uno se servía. A Lydia le encantó ver tanta comida: brécoles, puré de nabos, patatas, maíz. El americano se sirvió un poco de todo y empezó a comer de forma muy pausada, dando la impresión de que el orden en el que se llevaba los tenedores llenos de comida a la boca no era casual, de que había una razón para que los nabos siguieran a las patatas, y para que los escalopes, que no eran grandes y estaban muy fritos, fuesen hábilmente cortados por la mitad. Él levantó la cabeza un par de veces como si fuese a decir algo, pero no lo hizo. Los trabajadores también estaban callados en aquel momento, comiendo.
El señor Stanley habló finalmente. Dijo:
—¿Conoce usted a la escritora Willa Cather?
—Sí —Lydia se sobresaltó, porque no había visto a nadie leyendo un libro en las últimas dos semanas; ni siquiera había visto estantes de libros de bolsillo.
—¿Sabe usted que pasaba aquí todos los veranos?
—¿Aquí?
—En esta isla. Tenía aquí su casa de verano. A no más de un kilómetro y medio de donde estamos ahora sentados. Vino aquí durante dieciocho años, y escribió aquí muchos de sus libros. Escribió en una habitación que tenía vistas al mar, pero ahora los árboles han crecido y la han tapado. Estaba con su gran amiga, Edith Lewis. ¿Ha leído usted Una dama perdida?
Lydia dijo que sí.
—De todos sus libros es mi favorito. Lo escribió aquí. Al menos, una gran parte.
Lydia era consciente de que los trabajadores estaban escuchando, aunque no levantaban la vista de su comida. Se dio cuenta de que incluso sin mirar al señor Stanley o sin mirarse los unos a los otros podían conseguir comunicar un desdén condescendiente. Pensó que no le importaba si ella estaba incluida o no en ese desdén, pero quizá fuese por esa razón que no encontrase mucho que decir sobre Willa Cather, o que no le dijese al señor Stanley que trabajaba para un editor, y mucho menos que ella misma era una especie de escritora. O pudo ser simplemente que el señor Stanley no le diese demasiada oportunidad.
—He sido admirador suyo durante más de sesenta años —dijo. Hizo una pausa, sosteniendo el cuchillo y el tenedor sobre su plato—. La he leído y releído, y mi admiración crece. Sencillamente crece. Hay aquí personas que la recuerdan. Esta noche voy a ver a una mujer, a una mujer que conoció a Willa y tuvo conversaciones con ella. Tiene ochenta y ocho años, pero dicen que no ha olvidado. Las personas de aquí están empezando a conocer mi interés y recordarán a alguien así y me pondrán en contacto.
—Es un placer para mí —dijo solemnemente.
Durante todo el rato que estuvo hablando, Lydia intentaba pensar qué le recordaba su estilo de conversación. No le recordaba a nadie en especial, aunque podía haber tenido uno o dos profesores de la facultad que hablasen así. En lo que le hizo pensar fue en un tiempo en el que unas cuantas personas, sólo unas cuantas, no se habían preocupado nunca de ser democráticas, ni de congraciarse por su forma de hablar; hablaban con frases formales, bien pensadas, alabándose ligeramente, aunque vivían en un país donde su formalidad, su pedantería, no podía acarrearles más que burla. No, esa no era toda la verdad. Acarreaba burla, y una admiración incómoda. En lo que hacía pensar a Lydia realmente era en la cultura pasada de moda de las ciudades de provincias de hacía tiempo (algo que, desde luego, no había conocido nunca, pero había percibido por los libros); la nobleza, la corrección; butacas lujosas para el concierto y bibliotecas silenciosas. Y su adoración de la escritora escogida era de esta misma clase; estaba tan pasada de moda como su conversación. Pensó que no podía ser un profesor, una adoración tal no era del estilo de los profesores, ni siquiera de los de su edad.
—¿Da usted clases de literatura?
—No, oh no. No he tenido ese privilegio. No. Ni siquiera he estudiado literatura. Empecé a trabajar cuando tenía dieciséis años. En mis tiempos no había mucha elección. He trabajado en periódicos.
Pensó en algún periódico de Nueva Inglaterra absurdamente discreto y conservador con un anticuado estilo de prosa.
—Oh, ¿en qué periódico? —dijo, y luego se dio cuenta de que su curiosidad debía parecerle bastante grosera a cualquiera que fuese tan prudente.
—No es un periódico del que haya oído usted hablar. Es sólo el diario de una ciudad industrial. Y en otros periódicos anteriormente. Esa ha sido mi vida.
—¿Y ahora quisiera usted hacer un libro sobre Willa Cather?
Aquella pregunta no le parecía tan fuera de lugar, porque siempre estaba hablando con personas que querían escribir libros sobre algo.
—No —dijo sombríamente—. Mis ojos no me permiten leer ni escribir más allá de lo estrictamente necesario.
Aquella era la razón por la que era tan pausado comiendo.
—No —prosiguió—. No digo que en un momento dado no hubiera pensado en eso, en hacer un libro sobre Willa. Hubiese escrito algo sobre su vida aquí en la isla. Se han escrito biografías, pero no mucho de esa etapa de su vida. Ahora he abandonado la idea. Hago mis investigaciones sólo para mi propio placer. Me llevo una silla de tijera hasta allí y me puedo sentar bajo la ventana en la que ella escribía y miraba el mar. Nunca hay nadie allí.
—¿No se conserva? ¿No es una especie de monumento?
—Oh, no, en absoluto. No está nada conservado. Las gentes de aquí, ¿sabe?, mientras que estaban muy impresionadas con Willa, y algunas reconocieron su genio, quiero decir el genio de su personalidad (porque eran incapaces de reconocer el genio de su obra), otras la consideraron hostil y no la querían. Se ofendieron porque era huraña, como tenía que ser, para escribir sus libros.
—Podría ser un proyecto —dijo Lydia—. Quizá podrían conseguir algún dinero del gobierno. Del gobierno canadiense y del americano también. Podrían conservar la casa.
—Bueno, no soy yo quien debe decirlo. —Sonrió, sacudió la cabeza—. No lo creo. No.
No quería que ningún otro devoto viniese a molestarle en su silla de tijera. Debería haberse dado cuenta. ¿Qué valdría este peregrinaje particular suyo si otras personas se metieran en el acto, y se pusieran indicadores, se imprimiesen folletos, si esta casa de huéspedes, que ahora se llamaba Vista del Mar, tuviese que cambiarse el nombre a Sombras en la Roca? Preferiría ver la casa derruida y que la hierba creciese sobre ella antes que ver eso.
Después del último intento de Lydia de llamar a Duncan, el hombre con quien había estado viviendo en Kingston, había andado por la calle en Toronto sabiendo que tenía que ir al banco, que tenía que comprar comida, que tenía que ir al metro. Tenía que recordar las direcciones y el orden en el que hacer las cosas: abrir el talonario, ir hacia adelante cuando le tocase el turno en la cola, preferir una clase de pan a otra, dejar caer una ficha en la ranura. Parecían ser las cosas más difíciles que hubiese hecho nunca. Tenía una gran dificultad en leer los nombres de las estaciones de metro y en bajarse en la adecuada para poder ir al apartamento en el que vivía. Le hubiese parecido difícil describir esta dificultad. Sabía perfectamente bien cuál era la parada correcta, sabía cuál venía después, sabía dónde estaba. Pero no podía establecer la relación entre ella y las cosas que la rodeaban, de forma que levantarse y dejar el coche, subir las escaleras, ir por la calle, todo parecía implicar un grotesco esfuerzo. Pensó después que se había atascado, como dicen que se atascan las máquinas. Incluso en aquel momento tenía una imagen de sí misma. Se veía como algo parecido a una caja de huevos, agujereada por detrás.
Cuando llegaba al apartamento se sentaba en una silla de la sala. Se sentaba durante una hora aproximadamente, luego iba al cuarto de baño, se desnudaba, se ponía el camisón y se iba a la cama. En la cama sentía triunfo y alivio por haber superado todas las dificultades, haber llegado a donde se suponía que debía estar y no tener que recordar nada más.
No sentía en absoluto ganas de suicidarse. No hubiera podido conseguir los instrumentos ni los medios, ni siquiera podría haber pensado en qué utilizar. Le asombraba pensar que había escogido la barra de pan y el queso, que estaban ahora en el suelo de la sala. ¿Cómo se había podido imaginar que iba a masticarlos y tragarlos?


Después de cenar, Lydia se sentó fuera, en la galería, con la mujer que había hecho la comida. El marido de la mujer limpiaba.
—Claro, desde luego que tenemos un lavavajillas —dijo la mujer—. Tenemos dos congeladores y una nevera de gran tamaño. Hay que invertir. Las tripulaciones se alojan aquí, hay que alimentarlas. Este sitio chupa el dinero como una esponja. El año que viene vamos a poner una piscina. Necesitamos más atracciones. Hay que correr para quedarse en el mismo sitio. La gente piensa «qué vida más fácil y agradable». ¡Pues sí!
Tenía un rostro duro y arrugado, y el pelo largo y estirado. Llevaba tejanos, una camisa bordada y un jersey de hombre.
—Hace diez años estaba viviendo en una comuna en los Estados Unidos. Ahora estoy aquí. A veces trabajo dieciocho horas diarias. Esta noche todavía tengo que envolver la comida de los trabajadores. Cocino y hago cosas al horno, cocino y hago cosas al horno. John hace el resto.
—¿Tiene alguien que limpie?
—No podemos contratar a nadie. John lo hace. Él hace la colada... todo. Tuvimos que comprar una planchadora mecánica para las sábanas. Tuvimos que poner un horno nuevo. Tuvimos que pedir un préstamo en el banco. Me pareció divertido, porque yo estaba casada con un director de banco. Le dejé.
—Yo también estoy sola ahora.
—¿Sí? No se puede estar sola para siempre. Encontré a John, y él estaba en el mismo barco.
—Estaba viviendo con un hombre en Kingston, en Ontario.
—¿De veras? John y yo somos muy felices. Él era pastor, pero cuando le encontré estaba haciendo de carpintero. Ambos nos habíamos separado de alguna forma. ¿Ha hablado con el señor Stanley?
—Sí.
—¿Había oído hablar de Willa Cather?
—Sí.
—Eso le habrá hecho feliz. Yo apenas leo, no me dice nada. Soy una persona visual, pero creo que es un tipo estupendo, este viejo señor Stanley. Es un verdadero hombre de letras.
—¿Hace mucho que viene aquí?
—No. Éste es sólo su tercer año. Dice que había querido venir aquí toda la vida, pero no podía. Tuvo que esperar hasta que un pariente que estaba cuidando se murió. No era su esposa... quizá un hermano. De todos modos, tuvo que esperar. ¿Qué edad cree que tiene?
—¿Setenta? ¿Setenta y cinco?
—Ese hombre tiene ochenta y un años. ¿No es asombroso? Realmente admiro a las personas así. Realmente las admiro. Admiro a la gente que no se para.


El hombre con el que vivía, es decir, el hombre con el que vivía en Kingston —dijo Lydia—, una vez estaba poniendo unas cajas de papeles en el maletero de su coche, esto era fuera, en el campo, en una vieja granja, y sintió que algo le tocaba ligeramente y miró abajo. Era casi al anochecer de un día bastante oscuro. Así que pensó que era un perro grande y amistoso, un perro grande y negro que le estaba dando un codazo suave, y no le prestó mucha atención. Sólo dijo «vamos, chico, vete ahora, sé bueno». Luego, cuando tuvo las cajas colocadas se dio la vuelta, y vio que era un oso. Era un oso negro.
Ella contaba esto más tarde, aquella misma noche, en la cocina.
—¿Y qué hizo él entonces? —dijo Lawrence, que era el jefe del equipo de trabajo de la telefónica.
Lawrence y Lydia y Eugene y Vincent estaban jugando a cartas.
Lydia se puso a reír:
—Dijo «perdón». Eso es lo que dice que dijo.
—¿Eran papeles todo lo que tenía en las cajas? ¿No llevaba nada para comer?
—Es un escritor. Escribe libros de historia. Era material que necesitaba para su trabajo. A veces tiene que ir y recoger material de gente que es muy extraña. Ese oso no había salido del monte. De hecho era un animal de compañía al que le habían soltado la cadena, como broma. Donde tuvo que recoger los papeles había dos hermanos ancianos, y simplemente le soltaron la cadena para darle un susto.
—¿Eso es lo que hace, recoge material antiguo y escribe sobre él? —dijo Lawrence—. Supongo que es interesante.
En el acto lamentó haber contado aquella historia. La había sacado a relucir porque los hombres estaban hablando de osos, pero no tenía mucha gracia si no era Duncan quien la contaba. Podía hacer que le vieras a él, grande, benigno y civilizado, presentando sus corteses disculpas al oso. Podía hacer que vieras a los diabólicos ancianos detrás de sus andrajosas cortinas.
—Tendrían que conocer a Duncan —era lo que casi dijo.
¿Y no había dicho aquello simplemente para demostrar que había conocido a Duncan, que recientemente había estado con un hombre, y con un hombre interesante, con un hombre divertido y aventurero? Quería asegurarles que no siempre estaba sola, haciendo viajes sin objeto. Tenía que mostrarse unida a alguien. Un error. No era probable que pensasen que era aventurero un hombre que recogía papeles viejos de excéntricos y avaros para poder escribir libros sobre cosas que habían sucedido cien años antes. No debería haber dicho siquiera que Duncan era un hombre con el que había vivido. Todo lo que podía significar, para ellos, era que ella era una mujer que se había acostado con un hombre con el que no estaba casada.
Lawrence, el jefe, no tenía los cuarenta todavía, pero había triunfado. Estaba encantado de hablar de sí mismo. Era un contratista de mano de obra independiente y propietario de dos casas en St. Stephen. Tenía dos coches, un camión y un barco. Su esposa daba clases en la escuela. A Lawrence se le estaba poniendo una cintura gruesa, una barriga de camionero, pero todavía parecía ágil y vigoroso. Se veía que sería lo bastante listo, en la mayoría de situaciones, para sus propósitos: lo bastante seguro, lo bastante insensible. Bien vestido, podía resultar vulgar. Y determinados lugares y personas podían ser capaces de ponerle pesimista, inseguro, pendenciero.
Lawrence dijo que todo no era cierto, todo lo que escribían sobre las Marítimas. Dijo que había muchísimo trabajo para personas a quienes no les diese miedo trabajar. Hombres o mujeres. Dijo que él no estaba en contra de la liberación de la mujer, pero que el hecho era, y siempre sería, que había trabajos que los hombres hacían mejor que las mujeres y trabajos que las mujeres hacían mejor que los hombres, y que si hombres y mujeres sentaran la cabeza y se dieran cuenta de ello, serían más felices.
Sus hijos eran unos frescos, dijo. Lo tenían demasiado fácil. Lo tenían todo... así es como era hoy en día, ¿qué podía uno hacer? Los demás niños también lo tenían todo. Ropa, bicicletas, educación, discos. A él no le habían dado nada. Había salido y trabajado, había conducido camiones. Había ido a Ontario, había llegado hasta Saskatchewan. Sólo había llegado hasta el décimo grado de la escuela elemental, pero no había dejado que eso le detuviera. No obstante, a veces deseaba haber tenido más educación.
Eugene y Vincent, que trabajaban para Lawrence, dijeron que ellos nunca pasaron del octavo grado, cuando hasta ahí era hasta donde se podía llegar en las escuelas rurales. Eugene tenía veinticinco años y Vincent cincuenta y dos. Eugene era franco-canadiense del norte de Nueva Brunswick. Parecía más joven. Tenía un color rosado, una mirada aterciopelada y soñadora, una belleza masculina que sin embargo era de suaves contornos, complaciente, tímido. Difícilmente hay hombres o chicos que tengan esa mirada hoy en día. A veces se puede ver en una fotografía antigua de un novio, de un jugador de baloncesto: el tupido cabello peinado con agua, el floreciente rostro del muchacho en el cuerpo del hombre nuevo. Eugene no era muy listo, o quizá no era muy competidor. Perdió dinero en la partida que estaban jugando. Era un juego de cartas que los hombres llamaban Skat. Lydia recordó haber jugado cuando era niña y que le llamaba treinta y uno. Jugaban a veinticinco centavos la partida.
Eugene permitía que Vincent y Lawrence le tomasen el pelo por perder a las cartas, por perderse en Saint John, por las mujeres que le gustaban, y por ser franco-canadiense. Las bromas de Lawrence llegaban a ser pesadas. Lawrence ponía una expresión cuidadosamente afable, pero parecía como si algo duro y pesado hubiese arraigado dentro de él, una carga de amor propio que le hundía en lugar de mantenerlo a flote. Vincent no tenía un peso adicional parecido, y aunque también era implacable en sus bromas (gastaba bromas tanto a Lawrence como a Eugene) no daba sensación de crueldad ni de peligro. Se podía ver que su tono natural era de burla sorda y moderada. Era mordaz y socarrón, pero no insistente; siempre era capaz de decir las cosas más pesimistas y no parecer triste.
Vincent tenía una granja, era la granja de su familia, donde había crecido, cerca de St. Stephen. Decía que en la actualidad no se podía sacar lo suficiente para mantenerse sólo con cultivar la tierra. El año anterior sembró una cosecha de patatas. Hubo heladas en junio, nieve en septiembre. Una temporada demasiado corta. Nunca se sabía, dijo, cuando podía ser así. Y el mercado está ahora todo controlado, todo lo llevan los peces gordos, los grandes intereses. Cada cual hace lo que puede antes que confiar en la agricultura. La mujer de Vincent también trabaja. Hizo un curso y aprendió a peinar. Sus hijos no son trabajadores como sus padres. Todo lo que quieren es ir por ahí haciendo ruido con los coches. Se casan y lo primero que quieren sus mujeres es una cocina nueva. Quieren una cocina que prácticamente haga sola la comida y ponga la mesa.
Antes no era así. La primera vez que Vincent tuvo unas botas propias, unas botas nuevas que no hubiese llevado nadie antes que él, fue cuando entró en el ejército. Estaba tan encantado que andaba de espaldas en el lodo para ver las huellas que dejaban, nuevas y completas. Más tarde, después de la guerra, fue a Saint John en busca de trabajo. Había estado trabajando en su casa, en la granja, durante un tiempo y la ropa del ejército se le había desgastado, y sólo le quedaba un par de pantalones decentes. En una cervecería de Saint John un hombre le dijo:
—¿Quiere usted conseguir barato un buen par de pantalones?
Vincent contestó que sí y el hombre le dijo:
—Sígame.
Y así lo hizo Vincent. ¿Y dónde fueron a parar? ¡A la funeraria! Porque el hecho era que la familia de un hombre muerto normalmente lleva un traje para vestirlo, y sólo necesita que le vistan de la cintura para arriba, eso es todo lo que se ve en el ataúd. El enterrador vendía los pantalones. Aquello era cierto. El ejército le dio a Vincent su primer par de botas nuevas y un cadáver le había proporcionado el mejor par de pantalones que había llevado hasta entonces.
Vincent no tenía dientes. Eso se apreciaba de inmediato, pero no le hacía parecer sin atractivo; sencillamente intensificaba su apariencia de discreción y humor. Su rostro era largo y su barbilla hundida, su mirada no era desafiante, pero tampoco necia. Era un hombre delgado, con excelentes músculos y un pelo negro con canas. En él podían verse todos los años de duro trabajo, y los años que le quedaban, y el cuerpo siempre igual, hasta que se convirtiese en un anciano de brazos correosos, encogido, resignado, aferrándose siempre a unas cuantas bromas.
Mientras jugaban al Skat la charla era bulliciosa y era interrumpida constantemente por exclamaciones, amenazas en broma que tenían que ver con el juego, risas. Después se hizo más seria y personal. Habían estado bebiendo una cerveza local llamada Moose, pero cuando terminó la partida Lawrence se fue al camión y trajo cerveza de Ontario, que se consideraba que era mejor. La llamaban «el género importado». La pareja dueña de la casa de huéspedes se había ido a la cama hacía mucho rato, pero los trabajadores y Lydia estaban sentados en la cocina, como si ésta perteneciese a uno de ellos, bebiendo cerveza y comiendo algas marinas rojas, que Vincent había bajado de su habitación. Eran una especie de algas de color pardo verdoso, saladas y con gusto a pescado. Vincent dijo que era lo último que comía por la noche y lo primero por la mañana; no había nada mejor. Ahora que se había visto que era tan bueno para uno, lo vendían en las tiendas, envueltas en pequeños paquetes a un precio criminal.
El día siguiente era viernes y los hombres se marcharían de la isla para ir al continente. Hablaron de coger el barco de las dos treinta en lugar del que tomaban habitualmente, a las cinco treinta, porque la predicción del tiempo era de tormenta; estaba previsto que la cola de uno de los huracanes tropicales alcanzase la bahía de Fundy antes de la noche.
—Pero los transbordadores no funcionarán si hace un tiempo demasiado malo, ¿no? —dijo Lydia—. ¿No funcionarán si es peligroso? —Pensó que no le importaría quedarse aislada, que no le importaría no tener que viajar de nuevo por la mañana.
—Bueno, hay un montón de tíos que esperan marcharse de la isla el viernes por la noche —dijo Vincent.
—Queriendo llegar a casa para estar con sus mujeres — dijo Lawrence con aire burlón—. Siempre hay personal trabajando aquí, siempre hombres fuera de sus hogares.
Luego comenzó a hablar de una forma pausada pero insistente sobre sexo. Habló sobre lo que él llamaba la inmoralidad en la isla. Dijo que una vez las autoridades iban a poner en cuarentena a toda la isla, por las enfermedades venéreas. Aquí venían equipos a trabajar y se quedaban en el motel, en el Ola del Océano, y allí había fiestas que duraban toda la noche cada noche, con bebidas y chicas jóvenes presentándose y ofreciéndose en venta. Chicas de catorce y quince años, oh, hasta de trece. En la isla, dijo, las cosas eran de tal forma que una mujer de veinticinco podía prácticamente ser una abuela. El lugar era famoso. Aquellas chicas podían hacer cualquier cosa por dinero, a veces por una cerveza.
—Y a veces por nada —dijo Lawrence. Disfrutaba explicándolo.
Oyeron que se abría la puerta de delante.
—Su viejo amigo —dijo Lawrence a Lydia.
Se quedó desconcertada por un momento, pensando en Duncan.
—El tipo mayor de la mesa —dijo Vincent.
El señor Stanley no entró en la cocina. Atravesó el comedor y subió escaleras arriba.
—¡Ey! ¿Ha estado en el Ola del Océano? —dijo Lawrence dulcemente, levantando la cabeza como si fuese a llamar a través del techo—. El viejo maricón no sabría qué hacer con ello —dijo—. No lo hubiera sabido hace cincuenta años mejor que ahora. Yo no dejo que nadie de mis equipos vaya a ese lugar. ¿No es así Eugene?
Eugene se sonrojó. Puso una expresión solemne, como si estuviera siendo importunado por un profesor de la escuela.
—Vamos, Eugene —dijo Vincent.
—¿No es cierto lo que estoy diciendo? —dijo Lawrence apremiante, como si alguien hubiese estado discutiendo con él—. Es cierto, ¿no es así?
Miró a Vincent y Vincent dijo:
—Sí, sí.
No parecía gustarle tanto el tema como a Lawrence.
—Hubiese creído que todo era tan inocente aquí —dijo Lawrence a Lydia—. ¡Inocente! ¡Madre mía!
Lydia subió a por veinticinco centavos que debía a Lawrence de la última partida. Cuando salió de su habitación hacia el oscuro vestíbulo, Eugene estaba allí de pie, mirando por la ventana.
—Espero que la tormenta no sea muy mala —dijo.
Lydia se quedó junto a él, mirando al exterior. La luna podía verse, pero vagamente.
—¿No se ha criado cerca del agua? —preguntó ella.
—No.
—Pero si toman el barco de las dos treinta todo irá bien, ¿no?
—Eso espero.
Era bastante infantil y no se avergonzaba de su miedo.
—Una cosa que no me gusta es la idea de morir ahogao.
Lydia recordó que de niña ella decía «ahogao». La mayoría de los adultos y todos los niños que conocía decían eso.
—No te ahogarás —dijo, con firmeza, maternalmente. Bajó las escaleras y pagó sus veinticinco centavos.
—¿Dónde está Eugene? —dijo Lawrence—. ¿Está arriba?
—Está mirando por la ventana. Está preocupado por la tormenta.
Lawrence se puso a reír.
—Dígale que se vaya a la cama y que se olvide de eso. Está en la habitación justo al lado de la suya. Pensé que debería saberlo por si grita en sueños.


La primera vez que Lydia había visto a Duncan fue en una librería, en la que trabajaba su amigo Warren. Esperaba a Warren para comer con ella. Él había ido a buscar su abrigo. Un hombre preguntó a Shirley, la otra dependienta de la tienda, si le podía buscar un ejemplar de Las cartas persas. Aquél era Duncan. Shirley fue delante de él hasta donde estaba el libro, y en la silenciosa tienda Lydia le oyó decir que debía ser difícil saber dónde poner Las cartas persas. ¿Se tenía que clasificar como novela o como ensayo político? Lydia percibió que al decir aquello, revelaba algo. Revelaba una necesidad que ella suponía era común a los clientes de la librería, una necesidad de distinguirse, de parecer bien informado. Más tarde recordaría este momento e intentaría imaginarle de nuevo tan impotente, congraciándose ligeramente, mostrando un poco de necesidad. Warren volvió con el abrigo puesto, saludó a Duncan, y cuando Lydia y él hubieron salido, Warren le dijo en voz baja: «El guardabosque de hojalata». Warren y Shirley alegraban sus días poniendo apodos a los clientes. Lydia ya había oído hablar de Boca de Mármol, Garbanzo y la Duquesa Colonial. Duncan era el Guardabosque de Hojalata. Lydia pensó que debían de llamarle así por el abrigo gris liso que llevaba, y por su pelo, de un blanco plateado que, evidentemente, antes había sido rubio. No era delgado ni anguloso, y no parecía tener las articulaciones crujientes. Era flexible y bien proporcionado, ennoblecido y agradable, de piel clara, descaradamente sombrío, brillante.
Ella nunca le contó lo del apodo. Nunca le dijo que le había visto en la librería. Aproximadamente una semana más tarde le encontró en la fiesta de un editor. Él no recordaba ni siquiera haberla visto antes, y ella supuso que no la había visto, ocupado en charlar con Shirley.
Lydia confía en lo que ella entiende, normalmente. Confía en lo que piensa sobre su amigo Warren, o sobre su amiga Shirley, y sobre amistades fortuitas, como la pareja que regentaba la casa de huéspedes, el señor Stanley, y los hombres con quienes había estado jugando a cartas. Piensa que sabe por qué las personas se comportan como lo hacen, y pone más de lo que admitiría en sus propias teorías no probadas y sospechas injustificadas. Pero es tonta e incapaz cuando piensa en el choque entre Duncan y ella. Tiene mucho que decir sobre ello, si se le concede la oportunidad, porque la explicación es su hábito, pero no cree en lo que dice, ni siquiera a sí misma; no la ayuda. Daría lo mismo que se cubriese la cabeza y se sentara en el suelo a lamentarse.
Se pregunta a sí misma ¿qué le dio a él su poder? Ella sabe quién lo hizo, pero pregunta qué, y cuándo... ¿cuándo tuvo lugar la cesión?, ¿cuándo se produjo la abdicación de todo orgullo y sensatez?


Leyó durante hora y media después de meterse en la cama. Luego fue pasillo abajo hasta el cuarto de baño. Era pasada la medianoche. El resto de la casa estaba a oscuras. Había dejado entornada la puerta y, al volver hacia su habitación, no encendió la luz del pasillo. La puerta del dormitorio de Eugene estaba también entreabierta, y al pasar oyó un sonido débil y cauteloso. Era como un gemido, y también como un susurro. Recordó que Lawrence había dicho que Eugene gritaba en sueños, pero aquel sonido no lo hacía dormido. Sabía que estaba despierto. La miraba desde la cama de su oscura habitación y la estaba invitando. La invitación era amorosa y directa y sonaba indefensa, como su confesión de miedo junto a la ventana. Ella siguió hasta su habitación, cerró la puerta y echó el pestillo. Aunque lo hizo, sabía que no tenía por qué hacerlo. Él nunca intentaría entrar, en él no había espíritu intimidatorio.
Luego permaneció despierta. Las cosas habían cambiado para ella; no aceptaba aventuras. Podía haber ido con Eugene, y antes podía haberle hecho una señal a Lawrence. En el pasado podría haberlo hecho. Podría, o podría no haberlo hecho, dependiendo de cómo se sintiera. Ahora no parecía posible. Se sentía como si estuviese apagada, envuelta en capas y capas de saber opaco, bien protegida. No era algo malo por completo, dejaba la mente despejada. La especulación puede ser más benévola, puede tomarse el tiempo, cuando no la impulsa el deseo.
Pensó en cómo habrían sido aquellos hombres, como amantes. Lawrence hubiese sido su elección razonable. Estaba más próximo a su propia edad, fácil de predecir, y probablemente muy acostumbrado al encuentro discreto. Su forma de abordar era vulgar, pero eso no la hubiera molestado necesariamente. Él sería jovial, espontáneo, prudente, quizá algo pagado de sí mismo, atento de una forma práctica, y en medio de sus atenciones conseguiría insinuar un aviso: una broma, un insulto amistoso, una advertencia de cómo estaban las cosas.
Eugene nunca sentiría la necesidad de hacer aquello, aunque tendría un recuerdo aún más corto que Lawrence (mucho más corto, porque Lawrence, aunque no despreciaba las ocasiones, iría luego pensando en alguna mala consecuencia, para la que debería tener dispuesta una presta línea de defensa). Eugene no sería menos experimentado que Lawrence; durante años, las chicas y las mujeres debían haber estado respondiendo la clase de petición que Lydia había oído, la confesión ingenua. Eugene sería generoso, pensó. Sería un amante agradecido, que se olvidaría de sí mismo, mostrando tal amabilidad hacia sus mujeres que cuando se marchase ellas nunca le causarían problemas. No intentarían atraparle, no irían gimoteando tras él. Las mujeres les hacen eso a los hombres que se han vuelto atrás, que se han contradicho a sí mismos, que han prometido, mentido, que se han burlado. Estos son los hombres de los que las mujeres quedan embarazadas, a quienes envían cartas desesperadas, a quienes predican su propio amor superior, de quienes se vengan. Eugene quedaría libre, sería un inocente y feliz prodigio de amor, hasta que decidiera que ya era el momento de casarse. Entonces se casaría con una chica bastante corriente y maternal, quizá algo mayor que él, algo más lista. Sería fiel y bueno con ella, y se las arreglarían; tendrían una gran y católica familia.
¿Y Vincent? Lydia no podía imaginárselo tan fácilmente como imaginaba a los otros: sus ruidos y movimientos, sus hombros desnudos y su agradable piel caliente; su poder, sus esfuerzos, sus momentos de debilidad. Le daba vergüenza pensar tales cosas de él. No obstante, era el único en quien podía pensar ahora con un interés verdadero. Pensó en su cortesía, en su discreción y en su humor, en su incapacidad para mejorar su suerte. Le gustaba por las mismas cosas que le hacían distinto de Lawrence y le aseguraban que toda la vida estaría trabajando para Lawrence, o para alguien como él, nunca al revés. Le gustaba también por las cosas que le hacían distinto de Eugene: la ironía, la paciencia, la reserva. Era la clase de hombre que había conocido cuando era una niña que vivía en una granja no tan distinta de la suya, la clase de hombre que debió de estar en su familia durante cientos de años. Ella conocía su vida. Con él podía prever puertas que se abrían a lo que conocía y había olvidado; habitaciones y paisajes que se abrían; allí. Las noches lluviosas, una tierra con riachuelos y cementerios, cerezos silvestres y pinzones en las esquinas de las vallas. Se tenía que preguntar si esto era lo que sucedía, después de los años de apetito y voracidad: ¿se volvía a las fantasías tiernas de corazón? O era sólo la verdad de lo que necesitaba y quería; ¿debería haberse enamorado, y casado, con un hombre como Vincent, años atrás?, ¿debería haberse concentrado en la parte de ella que se hubiese contentado con un arreglo como ese, y haber olvidado el resto?
Es decir, ¿debería haberse quedado en el lugar donde deciden el amor por uno, y no haber ido donde uno tiene que inventarlo, y reinventarlo, sin saber nunca si estos esfuerzos bastarán?


Duncan hablaba de sus antiguas novias. De la eficiente Ruth, de la impertinente Judy, de la alegre Diane, de la elegante Dolores, de Maxine, que parecía una esposa. De Lorraine, la belleza de pelo rubio y pecho abundante; de Marian, la políglota; de Caroline la neurótica; de Rosalie, que era salvaje y agitanada; de la genial y melancólica Louise; de la apacible Jane, de la alta sociedad. ¿Qué descripción le iría ahora a Lydia? Lydia la poetisa. Malhumorada, desordenada, inaceptable Lydia. La poetisa inaceptable.
Un domingo, yendo en coche por las colinas de los alrededores de Peterborough, él habló de los efectos de la belleza de Lorraine. Quizá el voluptuoso paisaje se lo recordaba. Era casi una broma, le dijo. Era casi tonta. Se detuvo a poner gasolina en una pequeña ciudad y Lydia cruzó la calle para ir a un supermercado que estaba abierto los domingos. Compró maquillaje en tubos que había en un estante. En el frío y sucio lavabo de la gasolinera intentó transformarse, poniéndose el líquido color ante por la cara dándose golpecitos con la mano y frotándose una pasta verde por los párpados.
—¿Qué te has hecho en la cara? —le preguntó cuando volvió al coche.
—Maquillaje. Me he puesto maquillaje para tener una cara más animada.
—Se ve en el cuello donde acaba la raya.
En momentos como aquél ella se sentía sofocada. Era frustración, le dijo después al doctor. La brecha entre lo que quería y lo que podía obtener. Creía que el amor de Duncan, su amor por ella, estaba en algún lugar de su interior, y que por medio de gigantescos esfuerzos para agradar, o ataques de angustia que destruían todos aquellos esfuerzos, o indiferencia aparente, podría arrancarlo o atraerlo.
¿Qué fue lo que le dio una idea como aquélla? Él. Al menos él indicaba que podía amarla, que podían ser felices si ella respetaba su intimidad, si no le exigía nada, e intentaba cambiar aquellas cosas de su persona y de su conducta que a él no le agradaban. Las enumeró con precisión. Algunas eran de naturaleza muy íntima y gritaba avergonzada y se tapaba los oídos y le rogaba que se retractase o que no dijese nada más.
—No hay forma de tener una discusión contigo —le dijo.
Dijo que odiaba las manifestaciones histéricas y emocionales por encima de todo, y no obstante, ella creyó ver un estremecimiento de satisfacción, una profunda sensación de alivio corriendo por todo su ser cuando ella finalmente se hundió bajo el peso de sus tranquilas y detalladas objeciones.
—¿Podría ser eso? —le preguntó al doctor—. ¿Podría ser que quiera a una mujer cerca, pero que tiene tanto miedo de ello que tiene que intentar hundirla? ¿Es eso simplificar demasiado? —preguntó ansiosamente.
—¿Y usted? —le dijo el doctor—. ¿Qué quiere usted?
—¿Para que él me quiera?
—¿No para que usted le quiera a él?
Pensó en el apartamento de Duncan. No había cortinas; estaba por encima de los edificios circundantes. No se había hecho ningún intento por arreglar las cosas para crear un ambiente; nada estaba en relación con ninguna otra cosa. Varias exigencias especiales habían sido atendidas. Una determinada escultura estaba en un rincón detrás de unos archivadores porque a él le gustaba tenderse en el suelo y mirarla en la penumbra. Los libros estaban en montones junto a la cama, que estaba transversal en la habitación para captar la brisa de la ventana. Todo el desorden era orden en realidad, cuidadosamente pensado y en el que no había que interferir. Había una pequeña y bonita alfombra al final del pasillo, donde se sentaba y escuchaba música. Una butaca grande y fea, una pieza maestra de ingeniería, con todos sus accesorios para la cabeza y las extremidades. Lydia preguntó por los invitados, ¿cómo se acomodaban? Él respondió que no tenía ninguno. El apartamento era para él. Él era un invitado popular, ingenioso y agradable, pero no era un anfitrión, y eso le parecía razonable, puesto que la vida social era una necesidad y una invención de otras personas.
Lydia llevó flores y no había ningún sitio donde ponerlas, excepto en una jarra en el suelo junto a la cama. Compró regalos en sus viajes a Toronto: discos, libros, queso. Aprendió senderos por los alrededores del apartamento y encontró lugares donde podía sentarse. Desanimó a sus antiguos amigos, o a cualquier amigo, de que la telefoneasen o la fueran a ver, porque había demasiadas cosas que no podía explicar. A veces veía a los amigos de Duncan, y se ponía nerviosa porque pensaba que la estaban añadiendo a una lista, especulando. No le gustaba ver cuánto les daba de aquel almacén de regalos: anécdotas, parodias, ingenio halagador, que también utilizaba para deleitarla. No podía soportar la torpeza. Ella notaba que despreciaba a las personas que no eran ingeniosas. Había que ser rápido para estar a su altura en la conversación, se necesitaba energía. Lydia se veía como una bailarina sobre sus puntas, toda ella delicadamente temblorosa, con miedo de fallarle la siguiente vez.
—¿Quiere usted decir que no le quiero? —le preguntó al doctor.
—¿Cómo sabe que le quiere?
—Porque sufro cuando está harto de mí. Quisiera ser borrada de la faz de la tierra. Es cierto. Quiero esconderme. Salgo a la calle y cada rostro que miro parece despreciarme por mi fracaso.
—Su fracaso de hacer que él la quiera.
Ahora Lydia debe acusarse a sí misma. Su ensimismamiento iguala al de Duncan, pero está más artificiosamente oculto. Compite con él en cuanto a quién puede amar mejor. Compite con todas las demás mujeres, aunque es ridículo que lo haga. No puede soportar escuchar cómo son alabadas ni saber que se las recuerda bien. Como muchas mujeres de su generación, tiene una idea del amor que es destructiva, pero que de algún modo no es seria, no es respetuosa. Es codiciosa. Habla de forma inteligente e irónica, y de este modo encubre sus insostenibles expectativas. Los sacrificios que ella hizo con Duncan (arreglos en la forma de vivir, en cuanto a amigos, así como también en la periodicidad del sexo y en el tono de las conversaciones) eran violaciones, no cometidas en serio, pero sí descaradamente. Eso es lo que no era respetable, aquello era lo que era indecente. Le regaló dicho poder, y luego se quejó implacablemente a sí misma, y finalmente a él, de que él lo tenía. Estaba decidida a derrotarle.
Eso es lo que ella le dice al doctor. Pero, ¿es la verdad?
—Lo peor es no saber lo que es cierto de todo esto. Paso todas mis horas de vigilia intentando resolver lo nuestro y no llego a ninguna parte. Expreso deseos. Incluso rezo. Echo dinero en esos pozos de los deseos. Creo que hay algo en él que es absolutamente independiente. Hay algo en él que tiene que librarse de mí, de modo que encontrará motivos. Pero él dice que eso es un disparate, dice que si yo pudiera dejar de reaccionar de forma tan exagerada seríamos felices. Tengo que pensar que quizá tenga razón, quizá todo lo haga yo.
—¿Cuándo es usted feliz?
—Cuando está contento conmigo. Cuando hace broma y se divierte. No. No. No soy feliz nunca. Lo que siento es alivio, como si hubiese vencido un reto, es más triunfante que feliz. Pero él siempre puede dejarme tirada en la cuneta.
—Entonces, ¿por qué está con alguien que siempre puede dejarla tirada?
—¿No hay siempre alguien? Cuando estaba casada era yo. ¿Cree usted que sirve de ayuda hacer estas preguntas? Suponga que es sólo orgullo. Que no quiero estar sola, que quiero que todo el mundo piense que he conseguido un hombre tan deseable. Suponga que es la humillación, que quiero ser humillada. ¿Qué bien me hará saber eso?
—No lo sé. ¿Qué piensa usted?
—Creo que estas conversaciones están bien cuando uno está ligeramente preocupado e interesado, pero no cuando uno está desesperado.
—¿Está usted desesperada?
Se sintió repentinamente cansada, casi demasiado cansada como para hablar. La habitación donde ella y el doctor estaban hablando tenía una alfombra azul oscuro y tapicería a rayas azules y verdes. En la pared había un cuadro de barcas y pescadores. Confabulación en alguna parte, percibió Lydia. Seguridad fingida, consuelo provisional, graves decepciones.
—No.
A Lydia le parecía que Duncan y ella eran monstruos con muchas cabezas, en aquellos días. De la boca de una cabeza podían salir insultos y acusaciones, calor y frío; de otra falsas disculpas y simplemente excusas; de otra una charla exactamente tan hipócrita, razonable, verdadera y falsa como la que había puesto en práctica con el doctor. No se abría ni una boca que tuviese algo útil que decir. Ninguna boca tenía la sensatez de cerrarse. Al mismo tiempo ella creía, aunque no sabía que lo creía, que esas cabezas de monstruos con su charla cruel, ridícula y excesiva, podían todas retraerse de nuevo, encogerse e irse a dormir. No importaba lo que dijeran, no importaba. Entonces ella y Duncan con esperanza, confianza y recuerdos en blanco podrían volverse a presentar, podrían encontrar el deleite intacto con el que habían comenzado, antes de que empezaran a utilizarse el uno al otro con otros fines.
Cuando estuvo en Toronto, un día intentó recobrar a Duncan, por teléfono, y se encontró con que él había actuado rápidamente. Había cambiado el número y el nuevo no figuraba en la guía. Le escribió a la atención de su patrón, diciéndole que empaquetaría sus cosas y se las enviaría.


Lydia desayunó con el señor Stanley. El equipo de la telefónica había comido y se había ido a trabajar antes de que se hiciera de día.
Le preguntó al señor Stanley por su visita a la mujer que había conocido a Willa Cather.
—Ah —dijo el señor Stanley, y se limpió las comisuras de los labios después de un bocado de huevo escalfado—. Era una mujer que había regentado un pequeño restaurante cerca del puerto. Era una buena cocinera, dijo. Debía de serlo, porque Willa y Edith acostumbraban a comprarle la cena. Ella se la subía por medio de su hermano, en coche. Pero a veces a Willa no le gustaba la cena, quizá no sería exactamente lo que ella quería, o pensaba que no estaba tan bien hecha como debería, y la devolvía. Pedía que le enviaran otra cena.
Sonrió y dijo de un modo confidencial:
—Willa podía ser arrogante. Ya lo creo. No era perfecta. Todas las personas con grandes capacidades tienen tendencia a ser algo impacientes con los asuntos cotidianos.
—Tonterías —tenía ganas de decir Lydia—, da la impresión de que era una verdadera zorra.
A veces el despertarse era bueno, y a veces muy malo. Aquella mañana se había despertado con la fría convicción de un error: algo evitable e irreparable.
—Pero a veces ella y Edith bajaban al café —prosiguió el señor Stanley—. Si les parecía que necesitaban compañía, cenaban allí. En una de aquellas ocasiones Willa tuvo una larga conversación con la mujer que fui a visitar. Hablaron durante más de una hora. La mujer estaba pensando en casarse. Tenía que pensar si hacer un casamiento que me dio a entender que era una especie de proposición de negocios. Compañía. No era cuestión de romance, el caballero y ella no eran jóvenes y alocados. Willa habló con ella durante más de una hora. Por supuesto, ella no le aconsejó directamente que hiciese una cosa u otra, le habló en términos generales con mucha sensatez y amabilidad y la mujer todavía lo recuerda vívidamente. Me alegré de escucharlo, pero no me sorprendió.
—De todos modos, ¿qué sabría ella? —dijo Lydia.
El señor Stanley levantó los ojos del plato y la miró con un asombro apesadumbrado.
—Willa Cather vivía con una mujer —dijo Lydia.
Cuando el señor Stanley respondió parecía turbado, y lo hizo en un tono de ligero reproche.
—Eran leales amigas.
—Nunca vivió con un hombre.
—Sabía cosas como un artista las sabe. No necesariamente por experiencia.
—Pero, ¿qué pasa si no las conocen? —insistió Lydia—. ¿Qué pasa si no?
Siguió comiendo el huevo como si no hubiera oído aquello. Finalmente dijo:
—La mujer consideraba que la conversación de Willa le fue de mucha ayuda.
Lydia hizo un sonido de asentimiento dudoso. Sabía que había sido grosera, incluso cruel. Sabía que tendría que pedir perdón. Fue hasta el aparador y se sirvió otra taza de café.
La mujer de la casa entró desde la cocina.
—¿Se mantiene caliente? Creo que yo también voy a tomarme una taza. ¿Se va usted hoy realmente? A veces creo que también me gustaría subir a bordo e irme. Es maravilloso esto y me gusta, pero ya sabe cómo va.
Se bebieron el café de pie junto al aparador. Lydia no tenía ganas de volver a la mesa, pero sabía que tendría que hacerlo. Al señor Stanley se le veía frágil y solitario, con sus hombros estrechos, su pulcra cabeza calva, su chaqueta deportiva a cuadros marrones, que era ligeramente grande. Se tomaba la molestia de ser limpio y pulcro, y debía de ser una molestia, con su vista. De todas las personas, él no se merecía una grosería.
—Oh, me olvidaba —dijo la mujer.
Fue a la cocina y volvió con una gran bolsa de papel marrón.
—Vincent le dejó esto. Dijo que le gustó. ¿Le gusta?
Lydia abrió la bolsa y vio las hojas largas, oscuras y dentadas de las algas marinas, con aspecto oleoso incluso cuando estaban secas.
—Bueno —dijo.
La mujer se puso a reír.
—Lo sé. Hay que haber nacido aquí para tener el gusto.
—No, realmente me gusta —dijo Lydia—. Me iba acostumbrando.
—Debe usted haber caído en gracia.
Lydia llevó la bolsa hasta la mesa y se la mostró al señor Stanley. Probó una broma conciliadora.
—Me pregunto si Willa Cather comió de estas algas rojas alguna vez.
—Algas rojas —dijo el señor Stanley pensativamente. Alargó la mano hacia la bolsa y sacó algunas hojas y las miró. Lydia sabía que él estaba viendo lo que Willa Cather podía haber visto—. Casi seguramente que las conocería. Las habría conocido.
Pero ¿tuvo suerte o no?, ¿fue todo bien con aquella mujer? ¿Cómo vivió? Eso era lo que Lydia quería decir. ¿Habría sabido el señor Stanley de lo que ella estaba hablando? Si ella hubiese preguntado cómo vivió Willa Cather, ¿no hubiera él respondido que ella no tenía que encontrar una forma de vivir, como las demás personas, que ella era Willa Cather?
Qué precioso y duradero refugio había hecho para él. Lo podía llevar a todas partes y nadie podía interferir. Llegaría el día en que Lydia se consideraría afortunada de hacer lo mismo. Mientras tanto, estaría a ratos bien y a ratos mal.
—A ratos bien y a ratos mal —acostumbraban a decir en su infancia, hablando de la salud de las personas que no iban a recobrarla—. ¡Ah!, a ratos está bien y a ratos mal.

Sin embargo, muestra cómo ese regalo la reconforta furtivamente, desde la distancia.

8/10/13

Recordar

Miren qué bello fragmento sobre el verbo "recordar":

"El yo pasado, lo que ayer sentimos y pensamos vivo, perdura en una existencia subterránea del espíritu. Basta con que nos desentendamos de la urgente actualidad para que ascienda a flor de alma todo ese pasado nuestro y se ponga de nuevo a resonar. Con una palabra de bellos contornos etimológicos decimos que lo recordamos —esto es, que lo volvemos a pasar por el estuario de nuestro corazón—. Dante diría per il lago del cor." 

(José Ortega y Gasset: El espectador, II, "Azorín: primores de lo vulgar")

19/9/13

1985 - 19 de septiembre - 2013

No quiero irme hoy sin dedicarle unas líneas - que van con mi cariño, mi respeto y mi emoción - a las víctimas del temblor de 85. Algunas de ellas tan queridas.
Y mi cariño y mi respeto a los entrañables chilangos que descubrieron entonces que no hay mejor manera de convivir con el horror que con solidaridad. 


DECLARACIÓN DE AMOR

Efraín Huerta

Ciudad que llevas dentro
mi corazón, mi pena,
la desgracia verdosa
de los hombres del alba,
mil voces descompuestas
por el frío y el hambre.

Ciudad que lloras, mía,
maternal, dolorosa,
bella como camelia
y triste como lágrima,
mírame con tus ojos
de tezontle y granito,
caminar por tus calles
como sombra o neblina.

Soy el llanto invisible
de millares de hombres.

Soy la ronca miseria,
la gris melancolía,
el fastidio hecho carne.
Yo soy mi corazón desamparado y negro.

Ciudad, invernadero,
gruta despedazada.

Bajo tu sombra, el viento del invierno
es una lluvia triste, y los hombres, amor,
son cuerpos gemidores, olas
quebrándose a los pies de las mujeres
en un largo momento de abandono
-como nardos pudriéndose.

Es la hora del sueño, de los labios resecos,
de los cabellos lacios y el vivir sin remedio.

Pero si el viento norte una mañana,
una mañana larga, una selva,
me entregara el corazón desecho
del alba verdadera, ¿imaginas, ciudad,
el dolor de las manos y el grito brusco, inmenso,
de una tierra sin vida?
Porque yo creo que el corazón del alba
en un millón de flores,
el correr de la sangre
o tu cuerpo, ciudad, sin huesos ni miseria.

Los hombres que te odian no comprenden
cómo eres pura, amplia,
rojiza, cariñosa, ciudad mía;
cómo te entregas, lenta,
a los niños que ríen,
a los hombres que aman claras hembras
de sonrisa despierta y fresco pensamiento,
a los pájaros que viven limpiamente
en tus jardines como axilas,
a los perros nocturnos
cuyos ladridos son mares de fiebre,
a los gatos, tigrillos por el día,
serpientes en la noche,
blandos peces al alba;
cómo te das, mujer de mil abrazos,
a nosotros, tus tímidos amantes:
cuando te desnudamos, se diría
que una cascada nace del silencio
donde habitan la piel de los crepúsculos,
las tibias lágrimas de los relojes,
las monedas perdidas,
los días menos pensados
y las naranjas vírgenes.

Cuando llegas, rezumando delicia,
calles recién lavadas
y edificios-cristales,
pensamos en la recia tristeza del subsuelo,
en lo que tienen de agonía los lagos
y los ríos,
en los campos enfermos de amapolas,
en las montañas erizadas de espinas,
en esas playas largas
donde apenas la espuma
es un pobre animal inofensivo,
o en las costas de piedra
tan cínicas y bravas como leonas;
pensamos en el fondo del mar
y en sus bosques de helechos,
en la superficie del mar
con barcos casi locos,
en lo alto del mar
con pájaros idiotas.

Yo pienso en mi mujer:
en su sonrisa cuando duerme
y una luz misteriosa la protege,
en sus ojos curiosos cuando el día
es un mármol redondo.
Pienso en ella, ciudad,
y en el futuro nuestro:
en el hijo, en la espiga,
o menos, en el grano de trigo
que será también tuyo,
porque es de tu sangre,
de tus rumores,
de tu ancho corazón de piedra y aire,
de nuestros fríos o tibios,
o quemantes y helados pensamientos,
humildades y orgullo, mi ciudad,

Mi gran ciudad de México:
el fondo de tu sexo es un criadero
de claras fortalezas,
tu invierno es un engaño
de alfileres y leche,
tus chimeneas enormes
dedos llorando niebla,
tus jardines axilas la única verdad,
tus estaciones campos
de toros acerados,
tus calles cauces duros
para pies varoniles,
tus templos viejos frutos
alimento de ancianas,
tus horas como gritos
de monstruos invisibles,
¡tus rincones con llanto
son las marcas de odio y de saliva
carcomiendo tu pecho de dulzura!

9/9/13

Felicidades Cesare Pavese

El 9 de septiembre de 1908 nació el gran Cesare Pavese. Va aquí un mínimo homenaje.



Vendrá la muerte y tendrá tus ojos...

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
-esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo-. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola sobre ti misma te inclinas
en el espejo. Oh querida esperanza,
también ese día sabremos nosotros
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como contemplar en el espejo
el resurgir de un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados.
Mudos, descenderemos en el remolino.

28/8/13

Una feroz angustia ante un país que se descompone a pasos acelerados

El jueves, en el festejo de aniversario de "En busca del cuento perdido", una mujer se acercó a decirme: "Sandra, por favor di en tu programa que somos muchos los maestros que amamos nuestros trabajo y a nuestros niños".
No necesitan recordármelo, desde siempre amo y admiro a los maestros. Mi abuela era maestra y yo desde chiquita dije que quería serlo también. Hace más de 30 años que paso mis días dentro de un salón de clases. Sé de memoria los nombres de todos mis maestros, desde jardín de infantes a doctorado. Les tengo especial agradecimiento a aquellos que me han marcado; a aquellos por los cuales he decidido mi vocación y mis complicidades. Mis afinidades electivas.
El monstruo era el SNTE y su "lideresa". Ahora es la CNTE. Hay cosas positivas y cosas deplorables en la reforma educativa. Analicemos, discutamos, propongamos. No nos sumemos a la polarización que nos proponen.
¿No será que en el "modelo de país" la educación no tiene lugar? ¿No estaremos buscando hacer de la gran mayoría de nuestros jóvenes sólo mano de obra dizque calificada para la maquila?
No tengo respuestas a ninguna de estas cuestiones. Sólo más y más preguntas. Y una feroz angustia ante un país que se descompone a pasos acelerados.
Perdón por escribir a vuelapluma. Solamente quiero compartir con ustedes mis temores y mis tristezas.

26/8/13

¿Qué otra cosa puede decirse en una noche como ésta?




Il pleut dans mon coeur...   
Paul Verlaine (1844-1896)

                    Il pleut doucement sur la ville.
                    Arthur Rimbaud

Il pleure dans mon coeur
Comme il pleut sur la ville,
Quelle est cette langueur
Qui pénètre mon coeur ?

Ô bruit doux de la pluie
Par terre et sur les toits !
Pour un coeur qui s'ennuie
Ô le chant de la pluie !

Il pleure sans raison
Dans ce coeur qui s'écœure.
Quoi ! nulle trahison ?
Ce deuil c'est sans raison.

C'est bien la pire peine
De ne savoir pourquoi,
Sans amour et sans haine,
Mon coeur a tant de peine !




Llora en mi corazón...

                              Llueve suavemente sobre la ciudad
                              Arthur Rimbaud

Llora en mi corazón
Como llueve sobre la ciudad
¿Qué es esta desazón
Que penetra mi corazón?

Ay, ruido dulce de la lluvia
Por la tierra y sobre los techos
Para un corazón que es abulia
Ay, el canto de la lluvia

Llora y no hay razón
En este corazón que siente asco
¡Qué! ¿Ninguna traición?
Este duelo se da sin razón

Y es así de todos el peor dolor
De no saber por qué
Sin amor y sin rencor
Mi corazón tiene tanto dolor

24/8/13

Una de las dedicatorias más bellas de la historia de la literatura

Escribir un poema es ensayar una magia menor. El instrumento de esa magia, el lenguaje, es asaz misterioso. Nada sabemos de su origen. Sólo sabemos que se ramifica en idiomas y que cada uno de ellos consta de un indefinido y cambiante vocabulario y de una cifra indefinida de posibilidades sintácticas. Con esos inasibles elementos he formado este libro. (En el poema, la cadencia y el ambiente de una palabra pueden pesar más que el sentido.)

De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?

Sólo podemos dar lo que ya hemos dado. Sólo podemos dar lo que ya es del otro. En este libro están las cosas que siempre fueron suyas. ¡Qué misterio es una dedicatoria, una entrega de símbolos!

Jorge Luis Borges, Los conjurados

¡Feliz cumpleaños, Maestro!

Jorge Luis Borges, 25 de agosto de 1899 - 14 de junio de 1986.


6/8/13

"Hiroshima, mon amour", a 68 años de la bomba atómica



   
No has visto nada en Hiroshima

1.
Las pieles; quizás lo más impresionante sean las pieles. Pieles en las que la cámara se detiene morosa, ¿dulcemente?, ¿perversamente? Las pieles de Hiroshima. Las pieles de los que se aman en Hiroshima. Las pieles de los que están muriendo en Hiroshima; pieles condenadas por el horror.
La primera imagen muestra fragmentos de dos cuerpos acariciándose; parecen cubiertos de arena bajo la lente, cubiertos de agua. Las imágenes son memoria. El agua, la arena se asemejan, quizás demasiado, a la textura de algunos de los cuerpos de los sobrevivientes de Hiroshima (más allá de los números, de los 200 mil muertos y los 80 mil heridos en los primeros nueve segundos, en una población de 325 mil personas, más allá del dato frío, ¿hubo sobrevivientes en Hiroshima? ¿Hemos sobrevivido a Hiroshima?).
Dos cuerpos se acarician - ella y él, sus nombres -; el film intercala imágenes del dolor que ella ha visto en Hiroshima: caras y cuerpos deformes, muñones, llanto. Imágenes imposibles. "He visto todo en Hiroshima", dice en off una voz femenina. "No has visto nada", le contesta el hombre. "Lo sé todo". "No sabes nada de Hiroshima". Vemos fragmentos de los cuerpos que se aman. Fragmentos de los cuerpos dolientes; de los cuerpos de las víctimas de Hiroshima.
En 1959, Alain Resnais filmó "Hiroshima, mon amour" sobre un guión de Marguerite Duras. Catorce años antes - el 6 de agosto de 1945 - "Little boy" (absurdo nombre para una bomba atómica) estalló sobre Hiroshima. Tres días después, otra bomba destruyó Nagasaki. Los nazis se habían rendido el 9 de mayo de 1945.





2.
¿Qué es "Hiroshima, mon amour"? Es una película sobre el amor; sobre el amor desgarrado porque no hay otra forma de amar después de Hiroshima ("Tú me destruyes. Tú me haces bien".) 
Es una película sobre la memoria y sobre el olvido; sobre la tensión que se establece entre ambos ("Tengo buena memoria; conozco el olvido".) "No sabes nada de Hiroshima", le repite la voz del amante japonés a la actriz francesa que participa en una película de paz. "No sabes nada de Hiroshima", quiere decir "no estuviste aquí, por lo tanto no puedes hablar sobre esta tragedia". No basta visitar un museo o conmoverse con las imágenes; no basta estremecerse ante los rostros del espanto. "No sabes nada de Hiroshima". Y esta frase que se repite una y otra vez a lo largo del texto de Duras, pone en escena un elemento clave: el testimonio. ¿Quiénes saben? ¿Quiénes pueden hablar? ¿Hay acaso testimonio posible? Escribe Elie Wiesel, sobreviviente de Auschwitz: “Los que no han vivido esa experiencia nunca sabrán lo que fue; los que la han vivido no la contarán nunca; no verdaderamente, no hasta el fondo. El pasado pertenece a los muertos”.
  Nunca sabremos lo que fue. No sabemos nada de Hiroshima. La frase es también para nosotros, espectadores de una historia con la que mantenemos el mismo compromiso transitorio, quizás superficial, que con cualquier otra película. Espectadores o lectores de noticias: "El 6 de agosto se cumple un aniversario más...". 
"¿Qué significó para ti Hiroshima, en Francia?" - le pregunta él a ella en uno de los diálogos de la película -. "El fin de la guerra. El final absoluto. Estupor de que se hubieran atrevido. Después, el principio de un miedo desconocido. Y más adelante la indiferencia. Y el miedo a la indiferencia también." Entre la memoria y el olvido.
Para los griegos, la memoria y la imaginación pertenecían a la misma parte del alma. ¿Cómo, entonces, imaginar un futuro posible sin memoria? Lo que corremos el riesgo de olvidar se sitúa también en el futuro. ¿Para qué otra cosa “sirven” los genocidios sino para borrar la memoria del futuro? Múltiples futuros posibles son los que han sido "desaparecidos" de la historia oficial a lo largo de los siglos. La tensión entre memoria y olvido, entre el afán de preservar el recuerdo y los intentos de borrarlo, dibuja un campo problemático que remite, en última instancia, a una concepción determinada de la historia y de su incidencia sobre el presente. Si "amnesia" y "amnistía" tienen un origen etimológico común que refiere a un campo semántico compartido, rescatar la memoria de su posible caída en el agujero negro del olvido es un gesto político opuesto a cualquier intento de borramiento. 


3.
¿Qué es "Hiroshima, mon amour"? Visto desde esta perspectiva es, fundamentalmente, una profunda reflexión acerca de la relación entre el arte y el horror. El siglo XX mostró el revés de la medalla de la modernidad ilustrada; su rostro tiene el signo de la catástrofe. 
La reflexión de Theodor Adorno acerca de la imposibilidad del arte, de la escritura, de la poesía después de Auschwitz ronda y marca cada obra concebida a partir de ese momento ("Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie..."). Pero no se trata de una prohibición, como fue tomada por muchos de sus contemporáneos, sino de un profundo cuestionamiento moral. Lo imposible es escribir o pintar o filmar como si nada hubiera sucedido.
"No puedo encender el fuego, no conozco la plegaria, ya no sé cómo encontrar el sitio en el bosque, ya ni siquiera sé contar la historia. Lo único que sé hacer es contar que ya no sé relatar esa historia. (...) En el mundo en el que “todo es posible”, “no hay problema”, “todo se puede arreglar”, la escritura, que también sigue siendo posible, declara lo imposible y se expone a ello."
 (Jean-Francois Lyotard)

No sabemos nada de Hiroshima, pero sabemos que en ese momento la humanidad  descubrió la posibilidad concreta de su aniquilación. ¿Cómo hablar de esa aterradora frontera? Fragmentos de memorias, poética de ruinas, el arte sólo puede testimoniar la imposibilidad como lo dice Lyotard. Reconocer esta imposibilidad, reconocer la insuficiencia de las palabras, de los gestos, de los silencios, transmitir ese núcleo de lo indecible es el camino que buscan explorar las pieles, los cuerpos de "Hiroshima, mon amour".  




31/7/13

Primo Levi (Turín, 31 de julio de 1919 - Turín, 11 de abril de 1987)

Hoy, en el aniversario de su nacimiento, vale la pena volver a este entrañable autor, fundamental para pensar y repensar la relación entre ética, memoria y escritura.

27/7/13

Altazor o la maravilla de viajar en paracaídas




PREFACIO


     Nací a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo; nací en el Equinoccio, bajo las hortensias y los aeroplanos del calor.
     Tenía yo un profundo mirar de pichón, de túnel y de automóvil sentimental. Lanzaba suspiros de acróbata.
     Mi padre era ciego y sus manos eran más admirables que la noche.
     Amo la noche, sombrero de todos los días.
     La noche, la noche del día, del día al día siguiente.
     Mi madre hablaba como la aurora y como los dirigibles que van a caer. Tenía cabellos color de bandera y ojos llenos de navíos lejanos.
     Una tarde, cogí mi paracaídas y dije: «Entre una estrella y dos golondrinas.» He aquí la muerte que se acerca como la tierra al globo que cae.
     Mi madre bordaba lágrimas desiertas en los primeros arcoiris.
     Y ahora mi paracaídas cae de sueño en sueño por los espacios de la muerte.
     El primer día encontré un pájaro desconocido que me dijo: «Si yo fuese dromedario no tendría sed. ¿Qué hora es?» Bebió las gotas de rocío de mis cabellos, me lanzó tres miradas y media y se alejó diciendo: «Adiós» con su pañuelo soberbio.
     Hacia las dos aquel día, encontré un precioso aeroplano, lleno de escamas y caracoles. Buscaba un rincón del cielo donde guarecerse de la lluvia.
     Allá lejos, todos los barcos anclados, en la tinta de la aurora. De pronto, comenzaron a desprenderse, uno a uno, arrastrando como pabellón jirones de aurora incontestable.
     Junto con marcharse los últimos, la aurora desapareció tras algunas olas desmesuradamente infladas.
     Entonces oí hablar al Creador, sin nombre, que es un simple hueco en el vacío, hermoso, como un ombligo.
     «Hice un gran ruido y este ruido formó el océano y las olas del océano.
     »Este ruido irá siempre pegado a las olas del mar y las olas del mar irán siempre pegadas a él, como los sellos en las tarjetas postales.
     »Después tejí un largo bramante de rayos luminosos para coser los días uno a uno; los días que tienen un oriente legítimo y reconstituido, pero indiscutible.
     »Después tracé la geografía de la tierra y las líneas de la mano.
     »Después bebí un poco de cognac (a causa de la hidrografía).
     »Después creé la boca y los labios de la boca, para aprisionar las sonrisas equívocas y los dientes de la boca, para vigilar las groserías que nos vienen a la boca.
     »Creé la lengua de la boca que los hombres desviaron de su rol, haciéndola aprender a hablar... a ella, ella, la bella nadadora, desviada para siempre de su rol acuático y puramente acariciador.»
     Mi paracaídas empezó a caer vertiginosamente. Tal es la fuerza de atracción de la muerte y del sepulcro abierto.
     Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada. La tumba abierta con todos sus imanes. Y esto te lo digo a ti, a ti que cuando sonríes haces pensar en el comienzo del mundo.
     Mi paracaídas se enredó en una estrella apagada que seguía su órbita concienzudamente, como si ignorara la inutilidad de sus esfuerzos.
     Y aprovechando este reposo bien ganado, comencé a llenar con profundos pensamientos las casillas de mi tablero:
     «Los verdaderos poemas son incendios. La poesía se propaga por todas partes, iluminando sus consumaciones con estremecimientos de placer o de agonía.
     »Se debe escribir en una lengua que no sea materna.
     »Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte.
     »Un poema es una cosa que será.
     »Un poema es una cosa que nunca es, pero que debiera ser.
     »Un poema es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser.
     »Huye del sublime externo, si no quieres morir aplastado por el viento.
     »Si yo no hiciera al menos una locura por año, me volvería loco.»
     Tomo mi paracaídas, y del borde de mi estrella en marcha me lanzo a la atmósfera del último suspiro.
     Ruedo interminablemente sobre las rocas de los sueños, ruedo entre las nubes de la muerte.
     Encuentro a la Virgen sentada en una rosa, y me dice:
     »Mira mis manos: son transparentes como las bombillas eléctricas. ¿Ves los filamentos de donde corre la sangre de mi luz intacta?
     »Mira mi aureola. Tiene algunas saltaduras, lo que prueba mi ancianidad.
     »Soy la Virgen, la Virgen sin mancha de tinta humana, la única que no lo sea a medias, y soy la capitana de las otras once mil que estaban en verdad demasiado restauradas.
     »Hablo una lengua que llena los corazones según la ley de las nubes comunicantes.
     »Digo siempre adiós, y me quedo.
     »Ámame, hijo mío, pues adoro tu poesía y te enseñaré proezas aéreas.
     »Tengo tanta necesidad de ternura, besa mis cabellos, los he lavado esta mañana en las nubes del alba y ahora quiero dormirme sobre el colchón de la neblina intermitente.
     »Mis miradas son un alambre en el horizonte para el descanso de las golondrinas.
     »Ámame.»
     Me puse de rodillas en el espacio circular y la Virgen se elevó y vino a sentarse en mi paracaídas.
     Me dormí y recité entonces mis más hermosos poemas.
     Las llamas de mi poesía secaron los cabellos de la Virgen, que me dijo gracias y se alejó, sentada sobre su rosa blanda.
     Y heme aquí, solo, como el pequeño huérfano de los naufragios anónimos.
     Ah, qué hermoso..., qué hermoso.
     Veo las montañas, los ríos, las selvas, el mar, los barcos, las flores y los caracoles.
     Veo la noche y el día y el eje en que se juntan.
     Ah, ah, soy Altazor, el gran poeta, sin caballo que coma alpiste, ni caliente su garganta con claro de luna, sino con mi pequeño paracaídas como un quitasol sobre los planetas.
     De cada gota del sudor de mi frente hice nacer astros, que os dejo la tarea de bautizar como a botellas de vino.
     Lo veo todo, tengo mi cerebro forjado en lenguas de profeta.
     La montaña es el suspiro de Dios, ascendiendo en termómetro hinchado hasta tocar los pies de la amada.
     Aquél que todo lo ha visto, que conoce todos los secretos sin ser Walt Whitman, pues jamás he tenido una barba blanca como las bellas enfermeras y los arroyos helados.
     Aquél que oye durante la noche los martillos de los monederos falsos, que son solamente astrónomos activos.
     Aquél que bebe el vaso caliente de la sabiduría después del diluvio obedeciendo a las palomas y que conoce la ruta de la fatiga, la estela hirviente que dejan los barcos.
     Aquél que conoce los almacenes de recuerdos y de bellas estaciones olvidadas.
     Él, el pastor de aeroplanos, el conductor de las noches extraviadas y de los ponientes amaestrados hacia los polos únicos.
     Su queja es semejante a una red parpadeante de aerolitos sin testigo.
     El día se levanta en su corazón y él baja los párpados para hacer la noche del reposo agrícola.
     Lava sus manos en la mirada de Dios, y peina su cabellera como la luz y la cosecha de esas flacas espigas de la lluvia satisfecha.
     Los gritos se alejan como un rebaño sobre las lomas cuando las estrellas duermen después de una noche de trabajo continuo.
     El hermoso cazador frente al bebedero celeste para los pájaros sin corazón.
     Sé triste tal cual las gacelas ante el infinito y los meteoros, tal cual los desiertos sin mirajes.
     Hasta la llegada de una boca hinchada de besos para la vendimia del destierro.
     Sé triste, pues ella te espera en un rincón de este año que pasa.
     Está quizá al extremo de tu canción próxima y será bella como la cascada en libertad y rica como la línea ecuatorial.
     Sé triste, más triste que la rosa, la bella jaula de nuestras miradas y de las abejas sin experiencia.
     La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú quieres creer.
     Vamos cayendo, cayendo de nuestro cenit a nuestro nadir y dejamos el aire manchado de sangre para que se envenenen los que vengan mañana a respirarlo.
     Adentro de ti mismo, fuera de ti mismo, caerás del cenit al nadir porque ése es tu destino, tu miserable destino. Y mientras de más alto caigas, más alto será el rebote, más larga tu duración en la memoria de la piedra.
     Hemos saltado del vientre de nuestra madre o del borde de una estrella y vamos cayendo.
     Ah mi paracaídas, la única rosa perfumada de la atmósfera, la rosa de la muerte, despeñada entre los astros de la muerte.
     ¿Habéis oído? Ese es el ruido siniestro de los pechos cerrados.
     Abre la puerta de tu alma y sal a respirar al lado afuera. Puedes abrir con un suspiro la puerta que haya cerrado el huracán.
     Hombre, he ahí tu paracaídas maravilloso como el vértigo.
     Poeta, he ahí tu paracaídas, maravilloso como el imán del abismo.
     Mago, he ahí tu paracaídas que una palabra tuya puede convertir en un parasubidas maravilloso como el relámpago que quisiera cegar al creador.
     ¿Qué esperas?
     Mas he ahí el secreto del Tenebroso que olvidó sonreír.
     Y el paracaídas aguarda amarrado a la puerta como el caballo de la fuga interminable.

Edición completa en: http://www.vicentehuidobro.uchile.cl/altazor.htm

18/7/13

¿Por quién suena el shofar?




  …está sonando por ti

              ...por los que están y por los que no están, por los que fueron y serán, 
por los siglos de los siglos. Así sea. 

Para mamá que iba a la plaza todos los lunes

El 18 de julio de 1994, a las 9:53 de la mañana, algo cambió en nuestra historia para siempre. Una camioneta blanca se estrelló contra el edificio de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), en pleno centro de Buenos Aires, provocando la muerte de 85 personas – de las cuales 67 estaban dentro del edificio, y las demás pasaban cerca -, que fueran heridas unas 300 más y que el edificio quedara destruido. Fue el mayor atentado terrorista de la historia argentina. Las investigaciones señalan los lazos del gobierno de Carlos Menem y Hezbolah. Hoy, en las paredes de la nueva sede, los nombres de las víctimas son una marca en la memoria de todos. También en la banqueta, si uno camina por la calle Pasteur, puede encontrar pequeñas placas de bronce con un nombre y una fecha. Como en aquella obra sobre la memoria que Christian Boltansky hizo en las calles de Berlín. No fue un artista quien las puso aquí. Fueron las familias. Fueron los vecinos de ese barrio en el que conviven judíos y coreanos, tucumanos y paraguayos, comerciantes y estudiantes, médicos y empleados del Hospital de Clínicas, y de los pequeños cafés y negocios. Un barrio que si estuviera en otra ciudad menos acostumbrada a las migraciones internas y externas sería considerado un “experimento multicultural”. Allí es simplemente una parte del “Once”. A 20 años del atentado, la memoria y el reclamo de justicia quieren permanecer intactos.

El 18 de julio de 1994 fue lunes. Y desde entonces, todos los lunes un grupo de gente se reúne frente a los Tribunales para recordar a las víctimas del atentado a la AMIA y exigir que se haga justicia en un país que poco a poco empieza a cambiar su perfil. El inicio de la ceremonia de los lunes lo marca el shofar con su sonido antiguo y desgarrador. “Memoria activa”, la asociación que promueve esta ceremonia del recuerdo, me invitó hace ya muchos años a hablar una mañana. Me gustaría compartir con ustedes lo que dije en ese momento, tan conmovida y sacudida como lo estoy hoy:

Soy de la raza del libro con que se construyen las moradas, escribió Edmond Jabès dueño de ninguna patria, dueño de todas las voces y de la mirada oblicua de la extranjería. Los libros, las palabras son la morada, aquello que nos protege de la intemperie, que nos da asideros ante el dolor, aquello que hace que no sea grito permanente el desgarramiento. Suelo arroparme con palabras, buscar su tibieza en el desamparo, su rostro familiar ante lo desconocido. Suelo buscar en las palabras la protección que la realidad tantas veces nos niega. Quizás por eso empecé con esa frase de Edmond Jabès. Porque también para mí la patria está en los libros, aunque por supuesto hay lugares en el mundo que me duelen más que otros, lugares donde cada noticia del diario se me hace carne, donde cada mañana en la plaza es una marca para siempre. Entre esos lugares está el que eligieron hace más de un siglo mis abuelos para fundar una vida, para que crecieran sus hijos y los hijos de sus hijos mientras el mundo fuera mundo y las estirpes condenadas a cien años de soledad nacieran sólo con las huellas de la memoria. “Y fue por ese río de sueñera y de barro”, dice un verso entrañable; un río maravilloso y atroz, origen y final para tantos. Llegaron cantando en idiomas que ya no recordamos, con la nostalgia grabada para siempre en las pupilas. Pero la historia parece tantas veces desconocer los deseos y los amores, los anhelos antiguos de aquellos inmigrantes, y el mundo siguió siendo mundo y las estirpes siguieron condenadas a los desencuentros. Como dijo el poeta, “cumplida no fue su joven voluntad”; no fuimos felices como ellos lo soñaron, no nos cubrió un cielo protector, no siempre supimos del amor y de la risa, no pudimos dejar que nuestras raíces crecieran en paz, ni las nuestras ni las de los hijos de nuestros hijos. Y vamos por el mundo con nuestro hogar a cuestas y un determinado brillo en la mirada, o una cierta cadencia en el habla que muestra ese lugar que nos duele más que otros. “Tengo un dolor aquí del lado de la patria”, escribió la uruguaya Cristina Peri Rossi. Pero a pesar del horror, de la muerte, de los infinitos exilios, a pesar de haber atravesado el siglo más terrible de la historia de la humanidad, a pesar del humo que ahuyentó a los pájaros de Buchenbald, como lo cuenta Jorge Semprún, del ruido ensordecedor que nos cubrió un día cualquiera de agosto del 45, a pesar de los 30 mil árboles truncados que nunca crecerán en nuestros bosques, a pesar de las ausencias que cubren el aire, de no haber podido cumplir aquel viejo sueño, a pesar de julio del 94, estamos aquí diciendo presente, exigiendo justicia, convocando con el shofar a aquellos abuelos del principio de los tiempos, compartiendo con ellos nuestras palabras, nuestras moradas. Y es así simplemente porque tenemos memoria, aunque tantas veces quieran borrarla por decreto, cancelarla con enmiendas y con leyes. La memoria nos salva del ahogo, nos convierte en militantes de la vida, nos permite que estos lunes en la plaza sean también una charla cercana, íntima, con nuestros muertos queridos, una charla íntima que alguien llamó testimonios, aunque sepamos que nadie puede dar testimonio sino el testigo y que los verdaderos testigos son en realidad aquellos que no están. Y sin embargo es por ellos que tenemos la obligación de seguir hablando, de seguir recordando, de seguir dando nuestro imposible testimonio. Porque sabemos que el antónimo del olvido no es la memoria sino la justicia. Por eso salimos de nuestras moradas acompañados por todos: por los que están y por los que no están, por los que fueron y serán, por los siglos de los siglos. Así sea. 

11/7/13

Pizarnik, siempre


Árbol de Diana


1
He dado el salto de mí al alba.
He dejado mi cuerpo junto a la luz
y he cantado la tristeza de lo que nace.

2
Estas son las versiones que nos propone:
un agujero, una pared que tiembla...

3
sólo la sed
el silencio
ningún encuentro
cuídate de mí amor mío
cuídate de la silenciosa en el desierto
de la viajera con el vaso vacío
y de la sombra de su sombra

4
Ahora bien:
Quién dejará de hundir su mano en busca
del tributo para la pequeña olvidada. El frío
pagará. Pagará el viento. La lluvia pagará.
Pagará el trueno.

5
por un minuto de vida breve
única de ojos abiertos
por un minuto de ver
en el cerebro flores pequeñas
danzando como palabras en la boca de un mudo


6
ella se desnuda en el paraíso
de su memoria
ella desconoce el feroz destino
de sus visiones
ella tiene miedo de no saber nombrar
lo que no existe


7
Salta con la camisa en llamas
de estrella a estrella,
de sombra en sombra.
Muere de muerte lejana
la que ama al viento.


8
Memoria iluminada, galería donde vaga
la sombra de lo que espero. No es verdad
que vendrá. No es verdad que no vendrá.


9
                                   A Aurora y Julio Cortázar

Estos huesos brillando en la noche,
estas palabras como piedras preciosas
en la garganta viva de un pájaro petrificado,
este verde muy amado,
este lila caliente,
este corazón sólo misterioso.

10
un viento débil
lleno de rostros doblados
que recorto en forma de objetos que amar

11
ahora
en esta hora inocente
yo y la que fui nos sentamos
en el umbral de mi mirada

12
no más las dulces metamorfosis de una niñ3; de seda
sonámbula ahora en la cornisa de niebla

su despertar de mano respirando
de flor que se abre al viento

13
explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome

14
El poema que no digo,
el que no merezco.
Miedo de ser dos
camino del espejo:
alguien en mí dormido
me come y me bebe.

15
Extraño desacostumbrarme
de la hora en que nací.
Extraño no ejercer más
oficio de recién llegada.

16
has construido tu casa
has emplumado tus pájaros
has golpeado al viento
con tus propios huesos
has terminado sola
lo que nadie comenzó

17
Días en que una palabra lejana se apodera de mí. Voy por esos días
sonámbula y transparente. La hermosa autómata se canta, se encanta,
se cuenta casos y cosas: nido de hilos rígidos donde me danzo y me
lloro en mis numerosos funerales. (Ella es su espejo incendiado, su
espera en hogueras frías, su elemento místico, su fornicación de nom-
bres creciendo solos en la noche pálida.)

20
                                        a Laure Bataillon

dice que no sabe del miedo de la muerte del amor
dice que tiene miedo de la muerte del amor
dice que el amor es muerte es miedo
dice que la muerte es miedo es amor
dice que no sabe

21
he nacido tanto
y doblemente sufrido
en la memoria de aquí y de allá

22
en la noche
un espejo para la pequeña muerta
un espejo de cenizas

23
una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo
la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos

32
Zona de plagas donde la dormida come lentamente
su corazón de medianoche.


33
alguna vez
alguna vez tal vez
me iré sin quedarme
me iré como quien se va


34
la pequeña viajera
moría explicando su muerte

sabios animales nostálgicos
visitaban su cuerpo caliente



35
                                                           a Ester Singer

Vida, mi vida, déjate caer, déjate doler, mi vida, déjate enlazar de fuego,
de silencio ingenuo, de piedras verdes en la casa de la noche,
déjate caer y doler, mi vida.


37
más allá de cualquier zona prohibida
hay un espejo para nuestra triste transparencia


38
Este canto arrepentido, vigía detrás de mis poemas'
este canto me desmiente, me amordaza.

9/7/13

Las lluvias que me mojan


¿Cuáles son las lluvias que me mojan? ¿Dónde están aquéllas que eran cómplices de los días de escuela en el invierno? Mamá nos servía el café con leche, y veíamos caer la tormenta con la alegría del que sabe que le espera no el guardapolvo blanco de todas las mañanas sino largas horas de juego, sin salir de casa, oyendo el repicar de las gotas en el techo. Bendecíamos la lluvia como si fuéramos campesinos. Y ahora, ¿cuáles son las lluvias que me mojan? Somos todos dolidos exiliados del tiempo; ésa es la marca que determina nuestra vida. No hay “permanencia voluntaria” ni segunda función. Ulises nunca volverá realmente a Itaca.

Juan Gelman tituló “Bajo la lluvia ajena” el largo texto que incluyó en el libro Exilio del que es coautor junto con Osvaldo Bayer. “La lluvia ajena”. De pronto pensé que me convertí en argen-mex no el día de 1983 en que me llamaron de la Secretaría de Relaciones Exteriores para decirme que yo era “oficialmente” mexicana; tampoco cuando al poco tiempo me llamaron, ahora de la Embajada Argentina en México, para decirme que la nacionalidad argentina es irrenunciable, con lo cual ambas instituciones fomentaron y alimentaron lo que yo ya sentía como una esquizofrenia galopante. Decía que no me convertí en argen-mex entonces, sino el día en que la lluvia que caía en la ciudad dejó de ser ajena y se volvió tan mía como aquéllas que nos regalaban una mañana completa de juegos y libros en el invierno porteño.
Como nunca he encontrado otro modo de hablar de todo esto más que a través de los fragmentos será eso, fragmentos, de lo que hablaré aquí: algunas anotaciones, ocurrencias y confesiones sobre el tema del exilio con un final bastante feliz. 
Escribir desde el ser argenmex es para mí perderme en ese laberinto de voces, de palabras propias y ajenas; es mirar con mirada “oblicua”, dicen algunos, estrábica, quizás; una mirada que se mira mirar; mirada de adentro y de afuera. No es un asunto de lenguaje ni de pasaporte, es un asunto de que la lluvia que nos moja deja de ser ajena, allá y acá, acá y allá.
Escribir como argen-mex es estar siempre buscando huellas, inventándonos recuerdos para sentir que una también tiene historia, que una también pertenece y estuvo. Y que si no, si no estuvo, si no pertenece, si no tiene tanta historia acá, no es por falta de voluntá, seño, se lo juro, no es falta de cariño, sino por un puro azar, por aquellos barcos que llegaron al Río de la Plata, y no a Veracruz, vía La Habana, como el de los padres de Margo Glantz, que venían del mismo lugar que algunos de mis abuelos. Y entonces hay que inventarse testigos, y a lo mejor simplemente por eso es que una escribe, para inventar los testigos de una vida que aquí no tuvimos y para seguir teniendo con nosotros a los de allá que empiezan a irse.
La pampa era un espacio abierto, imprevisible, y allí fueron a inventarse una vida aquellos abuelos y bisabuelos inmigrantes, jovencísimos, recién casados. Asustados veían desde el barco la costa que se alejaba. El dibujo del horizonte quedó grabado para siempre en sus miradas.
También en los ojos de mi padre vi ese dibujo, sobre todo cuando angustiado tropezaba con los cerros que rodean esta ciudad en la que ahora escribo. Su deseo de llanura era la imagen misma de la nostalgia.
Como les contaba al principio, el olor de la lluvia sobre la tierra en el momento en que las primeras gotas tocan el suelo, ése es el perfume de mi infancia. Y los jazmines en verano. Erbarme Dich, Mein Gott, canta Marianne Anderson con esa voz profunda, tersa, que es a la vez desgarramiento y cobijo. Como la voz del chelo que tocaba mi abuelo con sus manitos de niño ruso; demasiado profunda, demasiado desgarrada para manos tan pequeñas. ¿Dónde comienza el exilio? ¿Cuándo las pérdidas? Erbarme Dich. Y Mateo, ese santo tan humano en la versión de Bach, siente, como el vértigo que lo empuja a mirar los ojos del vacío, su propio desarraigo. ¿Dónde estará ahora mi hogar? ¿Dónde ahora que me he asomado a la ausencia de todas las ausencias? El olor de la lluvia sobre la tierra; los jazmines en verano. Una canción que canto muy bajito sentada en la puerta que da al jardín. Una canción que me empuja a mirar los ojos del vacío. La ausencia de todas las ausencias.
“No se debía rechazar cualquier nostalgia de la patria (...) Algún día, interrumpiendo mi escritura, miraré por la  ventana y veré un otoño ruso.” Este era el deseo de Vladimir Nabokov después de cincuenta años de exilio. Nabokov había abandonado el ruso pero no su nostalgia. Esa nostalgia que aceleraba el vuelo cada vez que sumaba una mariposa a su colección, porque eran las mariposas las que tenían el destino que él no podía darle a su melancolía.
Y escribir como argenmex es también sentir el compromiso de hablar de aquella historia que nos expulsó del territorio de nuestra adolescencia; es tratar de entender los claroscuros de un periodo de muerte y violencia que se instaló allá, al sur de todos los sures, cambiándonos a todos la vida para siempre; es buscar que cada una de nuestras páginas sea también una caricia para los 30 mil desaparecidos que nos dejó la historia del horror. Por eso escribo tanto sobre estas cosas, muchas veces aunque ya no quiera, aunque ya no quisiera necesitarlo. Aclaro que no todo lo que escribo tiene que ver con estas cosas, claro. Pero he necesitado hacerlo para cerrar una herida, para construir un lugarcito donde guardar a mis ausentes, donde enterrar a mis muertos.
Y escribir como argenmex es haber aprendido a deshacer  las valijas a tiempo para no tener el dedo mocho como el del chiste: “Este año volvemos a España”. Es dejar que la nostalgia nos vele la mirada pero no nos impida vivir. Es amar cada rincón de esta ciudad “terrible, gris, monstruosa”, como la llamara Efraín Huerta.

***

Dicen quienes saben algo de física que si un astronauta fuera enviado a un planeta X situado a años luz de la tierra, dejando aquí a su hijo pequeño, a su regreso, después de lo que para él han sido algunos meses, encontraría a su hijo convertido ya en un anciano.
Más allá de experimentos científicos, a veces me parece que el exilio fue como un viaje a otro planeta. Quizás porque el exilio es exilio no sólo del espacio, sino fundamentalmente del tiempo. Que lo digan si no quienes demoraron años en cambiar la hora de su reloj, sumando y restando permanentemente las 2 ó 3 horas que separan a México de Argentina ("Parece increíble; tan poco..." diría el astronauta, mientras su hijo y nosotros envejecemos juntos aquí en la tierra).

***

Alguien dijo que la patria es el lugar donde están enterrados nuestros muertos. Mi madre, que era una mujer sabia, decía que era el lugar donde estaban los afectos. Yo me paro en una frontera fuera de todos los mapas y desde allí abrazo a mis seres queridos. A los que están y a los que no están.

***

Varias mujeres rodeadas de niños avanzan por el desierto; van cubiertas de la cabeza a los pies, tanto que apenas se distinguen sus rasgos, algunos pares de ojos brillantes, muecas de dolor o de desesperanza, resignación y furia; todos cargan algún bulto, cajas, maletas viejas...
Nuevos nómades, de Irak o de Afganistán, de Marruecos o Timor. Saudades de todas las latitudes.
¿Qué llevan en los bultos? ¿Qué fue lo que pudieron salvar de la muerte?, ¿qué burlarle a la desmemoria y al olvido? Los desterrados cargan su vida en unas pocas maletas. ¿Qué se elige en el momento de la partida? ¿Qué elegiríamos tú y yo? ¿Qué hubiéramos elegido para andar, cubiertas de la cabeza a los pies, por ese desierto que nos han arrebatado? ¿Lo más  querido - las fotos, los dibujos de los niños, los aretes que fueron de la abuela, la carta que me envió mi padre, las postales que nunca te escribí? ¿O lo más necesario para un viaje marcado por la incertidumbre? ¿Cómo podríamos llevar nuestros libros? ¿Qué haríamos con la música que nos ha acompañado toda la vida? ¿De qué modo guardar en unos cuantos bultos nuestra memoria? Esa “nodriza del pensamiento” como la llamaba María Zambrano. ¿Qué habrá guardado María en sus valijas de exiliada? Perderíamos nuestro ser y nuestro rostro, nuestra historia y nuestros pasos si no tuviéramos memoria. Perderíamos el sentir y la razón si no tuviéramos memoria, perderíamos la luz y la poesía.  La memoria es nuestro hogar, como lo era para ese pequeño hijo de españoles que de noche, rumbo a la frontera francesa, dormía en la maleta de sus padres vuelta cuna, protegido orgullosa y entrañablemente por la bandera de la República. Podría mandarte esa imagen que te recordaría, lo sé, todo el equipaje de tu historia. O contarte una vez más el cruce de Benjamin por los Pirineos, por algún punto cercano al que habían atravesado no hacía mucho María Zambrano y el bebé desterrado. ¿O recuerdas la historia de Víctor Frankl? Tampoco él pudo escapar del avance de los nazis. Al llegar a Auschwitz lo obligaron a desnudarse y le dieron a cambio unos harapos de alguien que acababa de morir en la cámara de gas. En el forro del abrigo que se quitó iba cosido el manuscrito del libro en el cual había estado trabajando durante años. Todo su equipaje iba cosido a ese abrigo. Ruina sobre ruina.
O los baúles de los inmigrantes, ésos que guardan entre las sábanas bordadas que serán para la nena el día que se case, algo de la tibieza del sol del Mediterráneo. Un álbum de fotografías en sepia - “¿La abuela es esa chiquita con el moñote en la cabeza?” “¿Quién es ese señor con traje oscuro?” -, algunos cubiertos de plata – “Pocos porque hubo que repartirlos entre todos tus tíos. El violoncelo no, no cabía en ningún lado, pero dicen que el abuelo nunca dejó de escucharlo. Esa voz guardada en su interior fue su equipaje. No quiso uno nuevo, prefirió soñar con el suyo el resto de su vida, con el que sus dedos aprendieron a acariciar cuando era pequeño.” - ... toda la memoria en unos pocos bultos. 
“Mira qué llevo: nada aquí verás, sólo tristeza”, escribió Ovidio, condenado al destierro. 

***

Que lo sepan todos de una vez: / El exilio no puede ser jamás una retórica - escribió Cristina Peri Rossi - / El país donde quisiéramos volver / Ya no existe; / Lo perdimos en el intento / De construir el país / Donde queríamos vivir. / Cada uno vive dos vidas: / La que dejó / Y se prolonga en los gemidos de las cárceles, / En las celdas de tortura, / Y la que le tocó después, / Como un traje nuevo en el reparto. / Casi todos sienten que los pantalones les quedan cortos, / Les aprieta el cuello de la camisa / Y las mangas son demasiado anchas, / Pero está prohibido sangrar desnudo por las calles / De las ciudades adoptivas. (...)
Soñé que me iba lejos de aquí / El mar estaba picado / Olas negras y blancas / Un lobo muerto en la playa / Un madero navegando / Llamas en altamar / ¿Existió alguna vez una ciudad llamada Montevideo?
Una casa / Un cuadro / Una silla una lámpara / El sonido del mar / Perdidos, / Pesan tanto como la ausencia de mamá. (...)
Tengo un dolor aquí, del lado de la patria. (...)
Ninguna palabra nunca / Ningún discurso / por abrasador, honra a Martí - sirvió para detener la mano / del torturador. / Pero cuando una palabra escrita / Sirve para aliviar el dolor de un torturado, / La literatura tiene justificación. (...)
Cuando dicen: "Que pase el extranjero" / A veces no me doy cuenta de que soy yo. El exilio son los otros.

***

Nostalgia, del griego nostos, "regreso" y algos, "sufrimiento". "Tristeza por estar ausente de la patria o del hogar o lejos de los seres queridos". (María Moliner) Quizás por eso,  el gran pensador palestino Edward Said escribió: "Los logros de cualquier exilado están permanentemente carcomidos por su sentido de pérdida."

La nostalgia es ese dolor por la pérdida. Por aquello que ha quedado para siempre lejos del presente; lejos en el espacio y lejos en el tiempo. Aquello irrecuperable. Es el deseo de regreso lo que tiñe la nostalgia, la añoranza, las saudades, del exiliado. Es él quien lleva a Ulises a preferir volver a Ítaca, a reencontrase con Penélope que quedarse con la ninfa Calipso, en su doble papel de rehén y amante, disfrutando de una vida fácil dedicada al amor. La Odisea, a la que podríamos considerar la epopeya fundadora de la nostalgia (como lo propone entre otros Milan Kundera), canto a los dolores del exilio y al afán de retorno, hace que Ulises le diga a la ninfa: "no lo lleves a mal, diosa augusta, que yo bien conozco cuán bajo de ti la discreta Penélope queda a la vista en belleza y en noble estatura. (...) Mas con todo yo quiero, y es ansia de todos mis días, el llegar a mi casa y gozar de la luz del regreso."
Dormido, los marinos lo depositan en las costas de su tierra natal, al pie de un olivo. Al despertar, Ulises, el mayor nostálgico de la historia, acaricia al viejo árbol "para asegurarse de que seguía siendo el mismo de hacía veinte años". Pobre Ulises, aún no había descubierto que realmente no hay regreso posible, que nada es como veinte años atrás - a pesar de lo que diga el tango -, que como escribió Cristina Peri Rossi en su poema "El país donde quisiéramos volver / ya no existe...". Pero sabiamente, Homero deja a su héroe todavía ebrio del gran regreso, habiendo cumplido el sueño de todo exiliado, habiendo cerrado así el largo y desgarrador camino de la nostalgia.
Nuestro exilio es también un modo de recordar a aquellos abuelos inmigrantes; es, para muchos, repetir el viaje pero en sentido inverso. 

***

Nunca me ha gustado el lado plañidero del exilio, porque sé que mi escritura, con sus silencios, con sus quiebres, no sería posible, o sería otra,  sé que yo misma sería otra, sin mi vida en México, sin ese territorio de libertad que nos descubrió México a mí y a mis 16 años y que me sigue descubriendo tantos años después. No sólo la posibilidad de conocer otros mundos, una historia cuyas raíces llegan tan hondo que me daba vértigo (aún me lo da), adolescentes tan parecidos y tan diferentes a como era yo entonces, un mundo de sensaciones, de sensualidades, de solidaridades inquebrantables, de generosidad, sino además algo que empecé a entender tiempo después: La posibilidad del extrañamiento, ese quiebre de la lengua que me deja tartamuda, esa mirada que me permite ser - como dice Juan Carlos Plá - "otra en ambas patrias".  Hay ciertos lugares como la escritura, como la sonrisa de alguien en el momento preciso, una cierta manera de nombrar a las cosas con palabras mexicanas y tonito argentino, o a veces al revés, un modo de mirar una realidad que nos duele por partida doble, hay ciertos lugares, decía, que me hacen pensar que la geografía es una invención y que la patria es el sitio imaginario donde está aquello que amamos.

Gracias a México, desde hace más de 35 años ostento esta ciudadanía tan particular que es la de ser "argenmex". Ser argenmex es, por ejemplo, escribir en México un libro sobre literatura argentina y presentarlo por primera vez - como fue el caso de Escrituras de sobrevivencia - en la Embajada de México en Buenos Aires; eso sí, el 12 de diciembre, con devoción guadalupana, faltaba más. Y de pronto pienso en el modo en que hemos conseguido - los argenmex - convertir el exilio en una suma, en riqueza, en agradecimiento a nuestros dos países, y esto se traduce en la tranquilidad con que invadimos la realidad con nuestra propia esquizofrenia. Vivimos cómoda y esquizofrénicamente, y jalamos a nuestra gente más querida a esta vida haciéndole creer, por supuesto, que lo raro es lo otro. Y así, esquizofrénicos pero felices, crecemos y vamos envejeciendo, y así van creciendo también nuestros hijos (Mamá, reclamaba Mariana cuando era chiquita, no digas lávense las manitos cuando vengan mis amigas, porque ellas creen que se dice "manitas"). Y por eso no sentimos ninguna contradicción, sino todo lo contrario, al cantar a voz en cuello junto con Juan Gabriel que "como México no hay dos", y llorar como locos escuchando Zamba de mi esperanza o Mi Buenos Aires querido (¿vieron que hay cierta relación entre la nostalgia y el kitsch?), comer un buen asado con sus chilitos y sus tortillitas, o mezclar en una misma frase mexicanismos, argentinismos y todas sus posibles variantes.
Dice José Emilio Pacheco en ese hermoso poema llamado “Alta traición”: 
No amo mi Patria. Su fulgor abstracto
Es inasible.
Pero (aunque suene mal) daría la vida
Por diez lugares suyos, ciertas gentes,
Puertos, bosques de pinos, fortalezas,
Una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
Varias figuras de su historia,
Montañas (y tres o cuatro ríos).
Y uno descubre, con Pacheco, que puede reapropiarse de la palabra “patria”, tan cargada, tan vapuleada, por izquierdas, derechas y centro. Y pienso que mi patria son en realidad dos que se me juntan en una sola bocanada que a veces me ahoga y que me lleva de la esquizofrenia a la plenitud, de las complicidades al desasosiego. En una de mis patrias crece mi hija, en la otra envejecen mis padres; en una, las urgencias de lo cotidiano me acunan, me sostienen, en la otra la inquietud me hiere y me fascina, en una todo es fuerza y proyectos, en la otra hay un cajón con fotos que ya nadie recuerda; en una tengo presente, en la otra están los testigos de mi pasado más remoto.

Para que me entiendan, para poder explicarles qué es esto de ser argenmex, les cuento la historia del chiquito aquel hijo de argentinos que había crecido en México, que cuando se instaló con su familia en Buenos Aires y le preguntaron si conocía el himno contestó "¡Claro! Argentinos al grito de guerra!"

1/7/13

Fragmentos de una carta a Laura Bonaparte


El cuerpo duele cuando llegan ciertas fechas, Laura.
El cuerpo recuerda y duele.
“Me duele la panza cuando se acerca el cumpleaños de Noni”, decías.
Te dolía la panza cuando se acercaba cada cumpleaños, Laura.
Y el corazón. Los ojos. Los oídos. Las manos.
Te dolía el alma.
Nos duele el alma, Laura.
Cada día, 30 mil veces nos duele el alma.
Cada día, 30 mil veces.
Por los ausentes, Laura,
presentes, ahora y siempre.

“México tiene sol y colores en las calles”, decías. 
Tiene sol y colores, Laura, y las huellas de todas tus ausencias.
Tiene tu imagen y las fotos que te cubrían por entero.
Y las cadenas frente a la Embajada.
Y la música.
Y el mate con los compañeros. Y los brazos solidarios.
Y las risas, claro.
Por Santiago, por Víctor, por Irene.
Por Noni y por los chicos.
Y por los nietos que te abrazan.

Y por este país ya es el nuestro.
Porque aquí también hay madres a las que les duele el cuerpo.
El cuerpo que recuerda y les duele.
El cuerpo que tiene memoria y nos duele.
También por estos 100 mil. 
Ya sin soles ni colores este México nuestro.

Duele el pañuelo blanco. El pañal de los hijos en la cabeza.
Duele cada jueves en la plaza.
¿Cómo se es madre de un ausente?, preguntabas.
¿Cómo se es madre de miles de ausentes, Laura?
¿Cómo se es hija, nieta, tía de ausentes?

La memoria, el dolor, pero sobre todo: la justicia.
También los ojos, las manos y el corazón exigen justicia.
También el alma. 
Allá y acá. Acá y allá.
De ambos lados de nuestra historia.
De ambos lados de nuestro recuerdo.
Con las mujeres analfabetas.
Con los travestis y con los HIJOS.
En los escraches y en la cárcel.
En las calles y en los libros.

El cuerpo duele cuando llegan ciertas fechas, Laura.
El cuerpo duele hoy que ya es julio y verano,
y tu nombre es más que nunca cercano y querido.

Compañera Laura Bonaparte
Presente, hoy y siempre. 


En México D.F. , 1 de julio de 2013

Dos joyas filmadas por mujeres

 En los días en que estuve a media máquina vi dos joyas filmadas por mujeres:  - "Atlantics", película franco senegalesa de Mati D...